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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (26 page)

BOOK: Violetas para Olivia
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Nada más entrar en el salón, Madelaine empezó a sentir que algo importante estaba a punto de suceder. En realidad, todos ellos lo presentían. La tía Clara encendió las luces, los invitó a sentarse con un gesto y se dirigió hacia la cocina prometiendo que arreglaría lo del servicio esa misma semana. Madelaine se ofreció a ayudarla pero la tía Clara se lo impidió. Alguien tenía que atender a los invitados.

—Sin embargo, me temo que mi pulso no es el de antes y... —continuó la tía Clara.

No hizo falta que terminase la frase, José Luis se levantó entendiendo que necesitaba ayuda.

—Por supuesto, yo la acompaño.

Y salió también, temiéndose que aquello no hubiera sido sino una estratagema de la anciana para dejar a solas a la feliz pareja. La noche cerrada quedaba lejos, muy lejos, en otro mundo que seguía sucediendo al margen de ellos. Caminando por los pasillos interiores que conducían a la cocina, José Luis pensó que en aquella casa debía de ser fácil volverse loco, aislado en un microcosmos de recuerdos propios y ajenos que asfixiaban el presente. Él sabía que podía simplemente caminar hasta la puerta y salir, abandonar la casa en cuanto así lo deseara, pero empezaba a sentirse atrapado, como en una cárcel, y su cabeza lo llevó a la madre de Madelaine. Una mujer que nada tenía que ver con aquello debía de haberse sentido muy sola allí. Se fijó en la frágil y huesuda anciana, con su pelo blanco y seco, que ya raleaba, recogido en un moño bajo. ¿Sería una de esas personas capaces de matar? Presentía que sí.

—Querido amigo, muy agradecida. La pareja tendrá que hablar de sus cosas.

José Luis tuvo que morderse la lengua para no gritar: «¿Qué cosas?». Madelaine debería ser mía. ¿Mía? Volvía a convertirse en un desconocido. Sintió el olor corporal de la anciana, olor a muerte. Le sobrecogió el deseo rabioso de que desapareciera de la vida de su sobrina para que así pudieran evaporarse también todos los Álvaros del mundo.

—Da gusto hablar con hombres como Álvaro, ¿verdad? De estos ya no quedan. Bien educado, con una gran formación, y tan interesado en Madelaine. Tendrán buenos hijos.

José Luis sintió que le flaqueaban las piernas. Una corriente de aire se llevó su espíritu, su alma, sus deseos más secretos, buscando el camino hacia ella. Su risa succionó desde el otro extremo del pasillo su yo. José Luis se sintió vacío. Vacío en toda la expresión. Un guante sin mano, un fantasma sin espíritu... Madelaine reía. Reía porque Álvaro sabía que aquella era su oportunidad para no convertirse en un terrateniente sin cortijo, en un guante sin mano, en un fantasma sin espíritu...

Madelaine miró a Álvaro y suspiró: ¿por qué ahora y no antes? Antes cuando era una chiquilla y se hubiera dejado llevar por el romanticismo. Pero ahora era difícil ignorar lo que había visto por la rendija del amor de su adolescencia. Temía. Sabía que en los pozos se esconden los monstruos y que, tarde o temprano, siempre aparecen. En ese momento, Álvaro le sonrió y ella no pudo evitar sentirse la protagonista de una película. ¿Y si se dejara llevar? ¿Por qué no iba a salir bien? Quizá todo fueran figuraciones suyas. También en su interior había un pozo oscuro o profundo... Quizá estaba siendo injusta.

—¿En qué piensas? —le preguntó Álvaro, para quien Madelaine resultaba totalmente indescifrable.

—En que me gustaría dejarme llevar.

Álvaro se la quedó mirando muy serio.

—¿Y por qué no lo haces?

—Porque no me fío.

—¿No te fías de mí? Me conoces de toda la vida.

—No, no tengo ni idea de quién eres. Y tú tampoco sabes quién soy yo.

—Sé todo lo que necesito saber. Sé que eres la mujer de mi vida y que quiero casarme contigo.

Madelaine se quedó de piedra. Sus palabras no la sorprendieron pero la sinfonía se estaba orquestando tal y como la había escrito su tía Clara. Álvaro se levantó del sillón y se sentó en el sofá junto a Madelaine. Le cogió la mano con mucho cuidado.

—¿Qué haces? —preguntó Madelaine, y la voz le tembló ligeramente.

—Comprobar si es la piel lo que te aleja de mí.

Antes de que Madelaine pudiera tomar ningún tipo de decisión, Álvaro, con mucha suavidad, cual encantador de serpientes, llevó la mano de Madelaine a sus labios. Apenas la rozó con sus labios perfectos de modelo romano, Madelaine sintió la corriente eléctrica de su deseo, que era animal, potente,
destróyer.

—No, la piel no es el problema, ¿verdad? —afirmó Álvaro con seguridad. Madelaine le miró a los ojos y justo cuando las palabras definitivas, las que la hubieran comprometido, asomaban a sus labios fue salvada por las campanas de la iglesia.

—¿Qué es eso? —preguntó sorprendida.

El tañido insistente y enérgico se extendía por el pueblo y las inmediaciones, solicitando la ayuda inmediata de sus paisanos. Temiéndose lo peor, Álvaro corrió hacia la ventana, salió al balconcillo de forja y alzó la mirada al cielo. Una estela de humo negro asomaba por detrás del castillo.

—¡Incendio! Maldita sea, otra vez no —masculló Álvaro enfadado, apresurándose hacia la puerta. Madelaine tardó en reaccionar.

—¿Otra vez?

Pero Álvaro ya estaba fuera del salón y Madelaine tras él.

6
EL AVISO

Álvaro no tenía tiempo para explicaciones. Al llegar al zaguán, se encontraron con el hijo del capataz, un preadolescente rubio y de ojos claros, que pulsaba el timbre hecho un manojo de nervios. Madelaine y Álvaro comprendieron al mismo tiempo que esta vez les había tocado a las Martínez Durango. La tía Clara y José Luis aparecieron tras ellos.

—Es la finca de Las Cumbres, señorita. ¡Está en llamas! —confirmó el muchacho con el poco aliento que le quedaba.

La tía Clara palideció y José Luis la sostuvo del brazo, temiendo que se desmayara. Madelaine valoró rápidamente el desastre de la noticia.

—Estábamos a punto de recoger el corcho.

—Se está quemando todo —explicó angustiado el muchacho—. Ya hemos llamado a los bomberos.

—Vamos, Madelaine, te llevo —dispuso Álvaro haciéndose con el mando de la situación.

Álvaro subió a su coche y Madelaine le siguió. José Luis se volvió hacia la tía Clara sin saber muy bien qué hacer.

—Nosotros iremos en mi coche —ordenó la tía Clara resuelta—. Usted conducirá.

José Luis asintió. El humo se acercaba cual espectro maléfico, dispuesto a tomar posesión del pueblo.

En apenas unos minutos, el alcornocal ardía sin remedio. La sequedad de las últimas semanas se lo había puesto fácil al fuego para engullir, sin necesidad de masticar, árboles centenarios. La única salida para conservar intacto el patrimonio de los Martínez Durango frente a Hacienda se hacía cenizas.

Madelaine participaba en una cadena de cubos de agua que intentaba controlar que el fuego no se extendiera más allá del cortafuego que dividía la finca. La tía Clara observaba en estado de shock, como un ánima que frente al infierno se pregunta si se quemará o disfrutará del calor extremo. José Luis le tocó el brazo para que regresara a la realidad.

—Quédese en el coche, ¿de acuerdo? —le ordenó con suavidad.

La tía Clara asintió y ella misma se encaminó hacia el vehículo mientras el fiscalista se dispuso a unirse a la cadena. Sin embargo, mientras se dirigía al punto de trabajo más cercano, algo llamó su atención. Álvaro hablaba con un hombre de mediana estatura y cierto sobrepeso, moreno, de aspecto resentido y orgulloso. En medio del caos, del chasquido furioso de las llamas y las idas y venidas de alrededor de veintitantas personas junto a tres camiones cisterna que llegaban en ese momento, Álvaro parecía haber ralentizado los segundos para intercambiar información con aquel hombre. En su mirada no había sorpresa, ni disgusto, ni miedo, ni lamento, como en la del resto de los presentes. José Luis agudizó el oído. Hubiera dado un año de sueldo por oír lo que hablaban. Entonces, una ráfaga de aire azuzó las llamas y le trajo la voz ronca y enfadada del desconocido: «Este incendio es el cuarto. Llamará la atención de los seguros. Entonces todos tendremos problemas».

José Luis se fijó en la mirada preocupada de Álvaro, que se volvía hacia Madelaine. Álvaro se aproximó a ella. Hizo que la cadena se rompiera para que ella sintiera su presencia protectora. Madelaine estaba demasiado absorta para ver nada más allá de la tragedia de los alcornoques que morían sin que ella pudiera remediarlo. Quisiera o no, la mujer de la que estaba enamorado amaba sinceramente aquella tierra en la que había crecido y lloraba en silencio las primaveras de campos verdes y árboles mágicos, el aire fresco, las ovejas, las vacas y las piaras de cerdos, la sensación de bienestar fuera de la casa palacio que había vivido en su infancia. Al sentir las manos de Álvaro pasándole un cubo de agua, le sonrió agradecida y José Luis sintió que su cuerpo se descomponía ante la mentira, la injusticia, la manipulación, dos familias de amores y desamores cruzados donde él era solo un extraño. La finca de Las Cumbres estaba convirtiéndose en borrascosa. El fuego prendió una duda en su interior. ¿Sería este un incendio provocado? ¿Estaría Álvaro tan loco como para hacer algo así? Resultaría difícil de creer en circunstancias normales, pero allí ante las llamas nada parecía imposible.

—¿No va a ayudar? —preguntó Clara con frialdad.

José Luis se dio cuenta de que la anciana estaba de nuevo junto a él.

—¿Quién es ese? —preguntó José Luis sin molestarse en preguntarle qué hacía fuera del coche.

—El representante sindical de los sacadores —respondió seca, y repitió—: ¿No va a ayudar?

El panorama era desolador.

—¿Cree que sirva para algo?

—Quedará mejor ante Madelaine si lo hace. Mírela, desesperada. Y más lo estaría si supiera que esta es la única finca que nos iba a dar corcho este año.

—Pero yo he visto que tenía sacadores contratados en otro lado.

—Para el bornizo y el segundero. Este año no hay más.

José Luis no sabía nada de corcho, pero entendió que ni el bornizo ni el segundero iban a darles la cantidad de dinero que necesitaban.

—Bien —suspiró la anciana—, pues si no va a ayudar lléveme a casa. No tengo interés en contemplar cómo se consumen mis tierras.

José Luis dudó. Sentía que necesitaba parar el momento. Hablar aunque fuera un instante con Madelaine.

—Suba al coche o espere aquí, como quiera. Enseguida la acompaño.

Antes de que la tía Clara pudiera replicar, José Luis caminaba con paso seguro hacia Madelaine. Pero al llegar, cambió de opinión. Cogió a Álvaro por el brazo sin que Madelaine se diera cuenta y rápidamente lo llevó detrás de una furgoneta. Los chasquidos y la atención magnética del fuego y de la gente alarmada que seguía llegando para ayudar a sofocarlo le permitieron un momento de intimidad.

—¿Qué pasa? —le preguntó Álvaro desasiéndose confundido del brazo de José Luis.

—¿Qué estás haciendo?

—Ayudando, como todo el mundo. —Álvaro estaba cada vez más aturdido.

—No estás aquí por eso.

—No sé de qué me hablas pero no me gusta tu tono. Así que si me disculpas...

Pero José Luis se puso en su camino.

—No vas a salirte con la tuya —le advirtió el fiscalista—. Madelaine...

—Ah, ya entiendo, es por Madelaine —le cortó Álvaro con una sonrisa de seguridad.

—Me preocupo por sus intereses.

—Estupendo. Entonces también lo harás por los míos, ya que son los mismos. Pienso casarme con ella.

—No lo creo. Ella no te quiere. Estoy seguro.

—¿Insinúas que finge? Bueno, tampoco me importaría demasiado. Cada uno debe ser responsable de su placer —concluyó con sarcasmo.

El sarcasmo, para José Luis, fue sinónimo de reconocimiento culpable. La rabia apuñaló ese sentimiento apenas recién nacido que gateaba por su corazón, justo en el momento en el que Madelaine se fijaba en ellos, y propinó a Álvaro un puñetazo con todas sus fuerzas. La furgoneta contuvo el cuerpo de Álvaro y José Luis se preparó para recibir su merecido mientras Madelaine corría a separarles.

—Pero ¿os habéis vuelto locos? —les gritó interponiéndose entre ambos. En realidad, no hacía falta, pues Álvaro no tenía intención alguna de entrar en pelea.

—Te engaña, Madelaine —clamó José Luis—. Este tipo no es trigo limpio. Dile que te cuente qué tramaba con el enlace sindical.

Madelaine se volvió hacia Álvaro atónita, pero este encogió los hombros sin darle importancia.

—Creo que tu fiscalista se ha enamorado de ti. Y tiene dificultad para manejar la frustración. Quizá deberías pensar en sustituirle.

—Afortunadamente eso es algo que no depende de ti.

Álvaro, sin pudor, se volvió hacia Madelaine.

—Despídele —le ordenó.

—¿Cómo?

—Eres un sinvergüenza —dijo José Luis con rabia.

—Que le despidas. Yo buscaré otra persona más adecuada. Tenemos muchos problemas y necesitamos a personas que nos ayuden, no que nos compliquen.

Madelaine estaba muy confundida. El calor empezaba a resultar insoportable y el humo les asfixiaba. Por un instante sintió la tentación de dejarse llevar. Álvaro la había cogido de las manos y la miraba fijamente a los ojos. Sentía la fuerza, la seguridad que tan reconfortante resultaba. El jefe de bomberos empezó a pedir a la gente que retrocediera. Acababan de llegar dos camiones cisterna y con su ayuda pronto estaría todo bajo control. Madelaine sentía la mirada de José Luis sobre ella pero no se atrevía a levantar la vista. Álvaro era más capaz de arrancar sin respetar y José Luis solo encontró la fuerza necesaria para volverse hacia las llamas.

La llama de la vela se refleja en sus ojos azules cuando Olivia los abre, y de ellos saltan chispas y más chispas del misterio que acaba de quedar prendido en su vientre. El orgasmo ha sido largo, redondo, profundo. Manuel aprovecha que los músculos de ella se relajan para hacerla rodar, todavía a horcajadas, hasta quedar sobre ella. Él debería haberse saciado. Pero al instante quiere más, y más, y solo el agotamiento es capaz de adormecer su deseo. Nunca había sentido algo así, un deseo completamente ingobernable por una mujer. Olivia tiene la piel blanca y perfecta, el pelo rubio, los ojos de una ninfa fresca, ligera, llena de luz. Apenas una niña que se acaba de volver mujer. Pero no es un ser etéreo, sino sumamente carnal. Y es su carne lo que él anhela. La parte profunda no la entiende, y prefiere no pensar en ella.

—Deberíamos irnos —dice Olivia—. Es tarde y tu amigo debe de estar esperando. ¿Y si se presenta aquí?

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