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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (30 page)

BOOK: Violetas para Olivia
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Su padre no es cualquiera. Es un hombre de Iglesia, observante de las buenas costumbres, custodio de su virtud. Por eso, desde que cumplió catorce años, ordenó a la institutriz que no se despegara de ella, ni de día ni de noche, y María Luisa, una mujer de ascendencia alemana que lleva en la familia desde que nació Olivia, se toma su trabajo de carabina al pie de la letra. Olivia sabe que es mejor no llevarle la contraria. Su padre le ha dado poderes para emplear el castigo físico en su ausencia, pues viaja mucho y a veces no es prudente retrasar demasiado la pena. Sin embargo, lo habitual es que, cada vez que el padre vuelve a casa, llame a la institutriz para que le haga un resumen del comportamiento de Olivia. Por supuesto, siempre hay algo que no ha sido como debería. A veces son unas tareas cumplimentadas con descuido, o una cama mal arreglada, o chupar el cuchillo en la mesa a escondidas, o comer demasiado rápido, o entretenerse demasiado en el aseo personal. La vanidad es un pecado muy grande en una mujer, más si es bella. Olivia se ha vuelto muy cuidadosa pero la vara de membrillo ha dejado ya la piel blanca y sensible de sus nalgas marcada para siempre. El castigo debe infligir dolor; si no, no tendría sentido.

Su padre está satisfecho. Tras años de educación dirigida a convertirla en una buena cristiana, el resultado es más que aceptable. Cada vez que el cabeza de familia vuelve a casa, se encuentra a una niña rubia con rostro de virgen que se convierte poco a poco en una mujer, modosa, sencilla y que agacha la cabeza cuando le hablan. «Es verdad que ninguna disciplina al principio es causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados. Hebreos 12, 11», recita su padre antes de cada golpe. Su padre tiene toda una metodología de lo que debe ser el castigo en la educación de un niño. Es un ejercicio sagrado y meticuloso. Ha establecido un método que pone en práctica con rigor matemático. Para empezar, el castigo no se aplica cuando el tutor está enfadado, y debe durar exactamente veinte minutos. Olivia ha escuchado cientos de veces explicar a la institutriz la importancia de los veinte minutos, pues si el castigo corporal se lleva a cabo demasiado deprisa, solo sirve para provocar una actitud rebelde. El padre, o tutor en su defecto, representa a Dios en la vida de su hijo y por ello debe mostrarse siempre ecuánime y nunca enojado, porque la imagen de Dios que se transmite no puede ser esa. Al final del castigo, siempre tiene que haber un detalle de amor, porque Dios también nos castiga a los mayores, pero nunca nos abandona. Por eso, Olivia aprendió que después del castigo era muy importante decirle a su padre lo mucho que le amaba, a lo que el padre le respondía: «Sé que me amas, y yo te amo también». Y a continuación rezaban juntos un padrenuestro.

Olivia guarda el rosario en su bolsita de terciopelo y de repente se siente desfallecer. Acaba de darse cuenta de un detalle de tremenda importancia. ¿Hace cuánto que no tiene el periodo? El pensamiento la paraliza.

—¿Qué te sucede? ¿Te encuentras mal? —le pregunta María Luisa.

Olivia siente que va a vomitar del espanto. Se apresura hacia una esquina de la plaza con la mano tapando la boca. María Luisa la sigue. A mitad de camino, en medio de la plaza del pueblo, vomita. La cena del día anterior, y la forma sagrada. La gente las mira atónita. María Luisa se queda horrorizada. Su deber religioso le hace dudar ante qué hacer con la forma sagrada. Estudia el vómito en el suelo. No ve la forma. Se angustia, ¿qué debe hacer? Se trata del cuerpo de Dios.

—¿Seguro que no has comido nada antes de venir? —le pregunta suspicaz—. Sabes que el ayuno es obligatorio y deber sagrado.

Olivia niega, sacando un pañuelillo para limpiarse la boca. Por un instante, al darse cuenta de cómo María Luisa observa el vómito, teme que le haga tragarlo de nuevo. Pero están en la calle. La gente las mira. La institutriz valora que lo mejor será regresar a casa lo antes posible. Dos perros callejeros se aproximan. María Luisa no quiere ver más, coge a Olivia del brazo y tira de ella. Olivia se deja llevar, deseando morir.

Olivia llega a casa transformada ya en fantasma. Tiene que hablar con Manuel, pero ¿cómo? En cuanto terminó la guerra y quedó liberado decidió irse y apenas tardó en organizarlo. Hace dos semanas cogió el barco rumbo a Colombia, confiado en que aquella sería la única forma de hacer fortuna para ser merecedor de su mano. No tiene ningún contacto, ninguna dirección. Solo le dijo que regresaría rico para poder pedir su mano. Olivia se quedó destrozada. Pero a pesar de su juventud supo que no había otra salida. Era la única oportunidad de estar juntos. ¿Qué va a hacer ahora? Piensa en Néstor, su íntimo amigo. Quizá él sepa algo. Tiene que avisarle como sea. Manuel tiene que regresar o su padre es perfectamente capaz de matarla a latigazos.

—Madelaine, ya estoy aquí —dijo la voz ronca y aterciopelada de Álvaro desde detrás de la cancela.

Madelaine sintió que el vello se le erizaba. Esa voz tan agradable, tan seductora, tan atractiva, que, aunque ella no lo sabía, poseía la misma coloratura que la de su padre, como hubiera podido constatar Olivia de encontrarse allí. Madelaine pensó en ella. Sintió lástima por sí misma, por estar sola y por no tener siquiera recuerdos de su abuela, muy escasos de su madre y menos aún de su padre. Y también sintió lástima por su abuela, cuyo recuerdo incluso había enterrado durante años. ¿Tanto la habían odiado para permitirlo? ¿Qué clase de familia no es capaz de perdonar? Se fijó en un cuadro junto a la cancela. Era un retrato de su bisabuelo, el padre de Olivia, con una banda azul y blanca cruzándole el pecho y varias medallas de órdenes y honores altisonantes. Posaba como caballero a la antigua usanza al que le habían importado las apariencias por encima de todo. Había odiado toda su vida el sexo y por extensión a las mujeres, portadoras del pecado en el mundo. Viudo muy joven, en su personalidad castradora tuvo mucho que ver una duda insoportable sobre su propia identidad sexual que nunca fue desarrollada, es más, esa duda fue desde el principio revestida y engalanada con ropajes católico-apostólico-romanos, oculta para siempre, encadenada con crucifijos y rosarios. Su mirada rezumaba autosuficiencia y control y Madelaine recordó sin querer el refrán: «Dime de qué presumes...». ¿Y de qué presumía Álvaro? Su rostro despejado, su pelo cuidadosamente peinado, todavía húmedo, o con gomina, sus chinos beis claro, su camisa blanca y sus mocasines italianos de piel vuelta. Era la viva imagen del elegante y tranquilo triunfador por el que cualquier hombre se cambiaría. Bien, pensó Madelaine para sí, pronto iba a tener un resumen de las inseguridades de su pretendiente.

—Cariño, creo que ayer te debí de dar una pésima imagen. Mi proposición de matrimonio quizá sonó como lo que no era.

Madelaine no se esperaba un cambio de estrategia.

—¿Sabes o no algo de mi madre? —preguntó con frialdad.

—Sí. Pero no quiero que tenga nada que ver con nuestra boda. Yo te quiero, siempre te he querido. Eres la mujer de mi vida, mi destino.

—¿Me contarás lo que sabes independientemente de mi decisión?

—Por supuesto. Ojalá hubiera podido hacerlo antes. Pero me enteré hace relativamente poco. Me lo contó mi padre en su lecho de muerte y pensé mil veces en ir a verte. Al final siempre surgía algo, y, bueno, tampoco era una cosa para hablar por teléfono. Sabía que tarde o temprano nos volveríamos a encontrar. Además, ya no había ninguna urgencia. En todo caso, lo contrario...

Por segunda vez, Madelaine se sorprendió.

—¿Qué quieres decir, que el tiempo juega a favor?

—Más o menos. Entiendo que estamos solos, ¿verdad? —quiso asegurarse discretamente.

—José Luis está en el despacho. Vamos al salón. Allí estaremos tranquilos.

Madelaine condujo a Álvaro hasta el salón.

—¿Es pronto para una copa? —preguntó ella.

Álvaro le dio la razón. Se sentó en el sofá y le hizo un gesto para que se aproximara y se sentara junto a él.

—Te juro que siento lo de ayer. Me comporté como un patán. Madelaine —dijo cogiéndole la mano—. Eres lo que yo necesito, y sé que podríamos ser felices. Es difícil encontrar a una persona que consideres tu igual en todos los sentidos. Y tú lo eres, sé que podría confiar en ti y quiero que tú lo hagas.

Su voz era casi un susurro. Madelaine tuvo que luchar contra el magnetismo que irradiaba el cuerpo de aquel hombre perfecto. Intentó retirar su mano, pero se dio cuenta de que, aunque en realidad no lo deseaba, sí que le agradaba su contacto caliente y seco. Su voz ronca y masculina la hipnotizó, y tuvo que emplearse con todas sus fuerzas para evitar el deseo que sus labios gruesos y bien dibujados despertaban bajo su piel.

—Y para demostrarte mi amor, te voy a contar lo que sé. Luego tú toma la decisión respecto a mí que desees.

Madelaine contuvo ansiosa el aliento. ¿Sería esta vez la verdad?

—Tu madre murió en esta casa.

El corazón de Madelaine se disparó. Álvaro le sostuvo la mano en señal de apoyo.

—Lo que voy a contarte es exactamente lo que me contó mi padre en su lecho de muerte. Una noche recibió una llamada de Clara. Creo que entre Clara y él hubo algo antes de que mi padre se casara con mi madre.

Madelaine asintió, sin molestarse en aclarar que sabía que aquello era cierto. Álvaro continuó.

—Mi padre siempre tuvo a Clara en muy alta estima. Se llevaban bastantes años pero admiraba su manera de manejar las fincas y su dureza, y además sentía que estaba en deuda con ella porque lo suyo no pudo ser. Clara le pidió que acudiera a la casa. Cuando llegó, de madrugada, se encontró con el cuerpo de tu madre. Había rodado por la escalera, según explicó Clara, y se había desnucado. Tu tía Rosario también estaba presente. Clara dijo que no había podido localizar ni a tu abuela ni a Rodrigo, que debían de estar en Sevilla. Quería que mi padre las ayudase a deshacerse del cuerpo. Mi padre se quedó horrorizado. Si había sido un accidente, debían llamar a la policía. Pero Clara temía al escándalo y corría el riesgo de que no la creyeran. Parece ser que había habido discusiones muy serias entre tu madre y tu tía frente a los sirvientes.

—¿Y Rosario?

—Rosario, según me dijo mi padre, había vuelto de una temporada en Venezuela y no abría la boca. Estaba como en shock. No sé. Mi padre dice que parecía ida. Clara confesó que el accidente había sido culpa de ella. Inmaculada amenazaba con irse para siempre y llevarte con ella y Clara no lo podía consentir. Tu padre y tu abuela estaban en Sevilla. Discutieron, la golpeó y rodó por la escalera.

Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Madelaine. ¿Por qué quería irse su madre? ¿Cómo pudieron llegar a enfrentarse físicamente? ¿Qué hizo Rosario, por qué encubrió el crimen?

—¿Me estás diciendo que mi tía Clara mató a mi madre?

—Accidentalmente, según parece.

—¿Qué pasó con el cuerpo?

—Estaban haciendo obra en el edificio, no sé en qué parte exactamente.

Madelaine intentó hacer memoria. El último lugar que se había remodelado era precisamente la biblioteca de su madre. El lugar al que ella se sentía irremediablemente atraída. El vello de su cuerpo se erizó al pensarlo.

—Bueno, aquí viene lo peor porque ni yo mismo me lo puedo explicar —dijo Álvaro, e hizo una pequeña pausa antes de continuar—: Parece que entre los tres la emparedaron.

Madelaine abrió los ojos como platos. No. Aquella conversación no podía ser real. Era una pesadilla. Una locura. Madelaine sintió que salía de su cuerpo y solo la mano caliente de Álvaro que apretó con fuerza la suya la mantuvo aferrada a la realidad de la tremenda revelación.

—No puede ser.

—Yo no lo he comprobado personalmente pero sí te puedo asegurar que mi padre se mantuvo cuerdo hasta el final. No encuentro ninguna razón para que se inventara una historia semejante.

—Mi tía Clara es una asesina y mi madre está emparedada en la biblioteca —resumió Madelaine para sí. Recordó a Berni, la antigua sirvienta. De un día para otro habían despedido a todo el servicio. Aquella podría ser la razón.

—Yo creo que más bien fue un accidente desgraciado y ya sabes cómo son nuestras familias: en nuestras casas nunca entra la policía. ¿Para qué? Hubiera sido aún peor. El mal estaba hecho.

Claro, pensó Madelaine, por eso Rosario no hablaba con Clara, por eso su madre se fue sin despedirse, pero ¿por qué esa misma noche murieron su padre y su abuela?

—¿Y mi padre y mi abuela? ¿Dices que no estaban en la casa?

—Mi padre creyó que había sido tu madre la que, en venganza hacia los Martínez Durango, los arrastró con ella al más allá. Murieron en un accidente esa misma noche cuando regresaban de Sevilla. Aunque puede que no fuera más que pura coincidencia. O tal vez los nervios y la precipitación en la carretera al conocer la noticia. No sé cómo, la verdad.

Madelaine no creía en las coincidencias y valoró enseguida que Álvaro hubiera hablado. Parecía sincero, más de lo que lo había sido nunca. Por primera vez se sintió muy cerca de él. Había guardado un secreto muy grande. Es más, sus familias estaban unidas por hilos desconocidos, invisibles para ella, para el mundo. Pero esos lazos suelen ser los que mantienen a las familias unidas: los lazos de la sangre derramada. No los genéticos, sino los creados por los hombres más o menos voluntariamente. Esos vínculos son indestructibles, capaces de sobrevivir generaciones. Madelaine empezaba a entender las razones por las que su tía Clara había elegido a Álvaro como su futuro marido. Sin embargo, no pudo dejar de pensar que los lazos de sangre derramada se hacen entre humanos no consanguíneos con un objetivo principal: la protección. ¿De qué tenía que ser ella protegida?

—Mi padre nunca volvió a ser el mismo, o eso me dijo. Yo era muy pequeño, como tú, y no recuerdo otro don Manuel que el que tú también conociste: lejano, autoritario, volcado en sus negocios y siempre serio y misterioso. Hizo a mi madre muy desgraciada. Afortunadamente no era mujer de muchas luces, o quizá nunca las quiso encender, quién sabe. Bien, pues eso es todo lo que sé.

Se hizo un silencio.

—¿Cómo estás? —preguntó él.

—No lo sé. —Madelaine no lo sabía. Iba a costarle digerir todo aquello.

Álvaro la miró a los ojos, solemne, podía sentir por las vibraciones que emitía su cuerpo que para él su respuesta era crucial, que una negativa por su parte no solo le arruinaría el día.

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