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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (39 page)

BOOK: Violetas para Olivia
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Madelaine la observaba moverse, gesticular, pero no estaba muy segura de que todo aquello fuera real. Adela, la mujer misteriosa, que vivía rodeada de libros, que siempre había tenido una sonrisa amable para ella, que se había convertido en una especie de ángel de la guarda, era su madre, la madre que la había abandonado.

—¿Cómo fue posible que Clara y Manuel creyeran que habías muerto?

—Caí por las escaleras y perdí el conocimiento. Fueron apenas unos minutos. Clara se puso muy nerviosa y solo quería avisar a Manuel para que la ayudara. Cuando desperté estaba en brazos de Rosario. Ella me había cargado hasta la biblioteca y le dijo a Clara que se marchara, que ella se encargaría de todo. Clara estaba muy alterada y, por una vez, dejó que Rosario tomara las riendas. Las dos nos dimos cuenta de que aquella era mi oportunidad. Clara jamás hubiera permitido que saliera de aquella casa y en cuanto tu padre se hubiera enterado, me habría matado. Créeme que no exagero. Fue fácil convencer a Clara de que Rosario se había deshecho del cuerpo aprovechando la obra de la librería. A mí siempre me han gustado las historias de fantasmas y Rosario pensó que era una gran idea. Estaba furiosa con su hermana por meterse en nuestra vida y no le importaba en absoluto lo que ella sintiera. Solo le preocupaba yo —dijo Adela y su voz se quebró—. Ella sí sabía amar. Según me ha contado José Luis, creo que eso ya lo sabes.

—Sí, además encontré la confirmación en una carta que te escribió desde Venezuela.

—Sí, Clara la envió allí una temporada para intentar que lo nuestro terminara. No pudo regresar hasta que tú naciste.

—Álvaro me dijo que su padre había ayudado a emparedarte. ¿Cómo es posible que Manuel creyera algo así si no lo hizo?

—Fue producto de la suerte. La obra de la biblioteca estaba a medio terminar. Los muros de esta casa, como bien sabes, son muy anchos. Al empezar a construir la biblioteca, hubo que tirar la pared que separaba la estancia del pasillo casi por completo. Olivia decidió aprovechar para apuntalar y reforzar la estructura y pasar unas cañerías. Se construyó un murete falso. Así la biblioteca no tendría un fondo excesivo. Cuando llegó Manuel, encontró a Rosario rematando la falsa pared. Ella siempre fue muy hábil con este tipo de cosas. Le informó de que había metido mi cuerpo allí. Manuel se sorprendió pero no tenía por qué dudar y la ayudó a terminar de cerrarlo. Lo dejaron listo para que, al día siguiente, un solo obrero pudiera frisar. Eso sí, debía ser alguien nuevo, que no conociera la obra. Manuel se encargó de hablar con el capataz y encargarle la reforma de una porqueriza en su finca. La biblioteca no corría tanta prisa. A continuación encargó el remate de la biblioteca a un joven albañil de Aracena que no conocía en qué punto había quedado.

—¿Y mi padre?

—Aquella noche no estaba en la casa. Había ido a una fiesta a Sevilla con Olivia. Murió cuando regresaban en un accidente de coche. No sé por qué tuvo tanta prisa en volver. A veces pienso que presintió que me iba. No lo sé. Yo no me enteré de que había muerto hasta varias semanas después. Tenía unos billetes para viajar a Madrid y de allí a Pamplona. Una amiga de la infancia se había casado con un chico de Estella y me ofreció cobijo hasta que pudiera mantenerme por mí misma. Rosario no tenía forma de contactarme. Cuando por fin pudimos hacerlo y me enteré de las noticias, quise volver a buscarte. Pero ya no era tan fácil. Estaba muerta. Además, Clara jamás lo hubiera perdonado y yo no tenía nada, no era nadie. Solo podía perder.

Madelaine la miró sin moverse. José Luis seguía también la escena, como el espectador a punto de presenciar el clímax de una tragedia shakesperiana.

—¿Y yo? —preguntó Madelaine con rabia—. ¿Qué era yo para ti?

—Yo... no hubiera sido una buena madre. Tuve una depresión muy grave y no era capaz de atenderte. Sé que es difícil de entender, y aún más difícil de perdonar. Yo aquí era una prisionera. Puede parecer exagerado pero sé que hubiera perdido la cordura. Esta casa, esta familia son... No sé... —Adela seguía sin encontrar las palabras para describir lo que sentía pero su angustia era palpable—. Yo no pude con ello y, además, eran otros tiempos. El mundo ha cambiado tanto en apenas cuarenta años. Hace muy poco las mujeres no teníamos nada, ni derecho a tener a nuestro nombre una cuenta de banco. Viví de la caridad de unos amigos hasta que pude encontrar un trabajo. Sabía que, al menos, aquí no te iba a faltar de nada. Rosario me prometió que cuidaría de ti y que, en cuanto pasaran unos años, lo arreglaría para enviarte conmigo. Y así fue.

Madelaine sabía que su madre había sido muy infeliz en aquella casa, lo había sentido. Su dolor emanaba claramente por todos los poros de su piel. Su sufrimiento, transparente. No había duda de que la mujer que había sido durante más de quince años amiga y confidente era sincera.

—¿Sabes por qué elegí el nombre de Adela? Porque mi nombre está en tu nombre. Quería llevarte siempre conmigo.

—No te entiendo.

—Quita a tu nombre la M y las tres últimas letras.

Madelaine la miró asombrada. M-adela-ine. Adela.

—Yo... sé que no tengo derecho pero me gustaría que nuestra amistad no se arruine —continuó Adela.

—Una madre no es una amiga.

—Lo sé. Yo ya no pretendo ser tu madre. Nunca me conociste como tal.

Madelaine se tomó su tiempo para observarla. Las sensaciones, visiones, recuerdos o alucinaciones que la habían perseguido desde que llegó habían conformado una densa maraña. La jaula transformada en bunker. Su madre no era parte de aquella familia, pero ella sí. Se volvió hacia José Luis y sintió que este la entendía. Entonces algo resonó en su cabeza de nuevo y, sin saber por qué, transformó en palabras, para que todos lo oyeran, lo que hasta entonces solo habían sido susurros en su mente.

—Desde lejos llega, y trae consigo dolor y frescura para la nueva vida. Lejos, ¿qué es lejos? Un adverbio de un mundo reglado por el hombre sin imaginación porque el lejos siempre está cerca. ¿Quién llega? Una novia ilusionada, una esposa desengañada, una viuda podrida.

Adela palideció al escucharlo. Por un instante, pareció que iba a desfallecer.

—Por favor, ¿me podrías dar un vaso de agua? —pidió con voz muy queda.

José Luis se levantó al instante. Madelaine observaba cada una de sus reacciones.

—¿Dónde has oído eso? —preguntó Adela después de haber bebido unos sorbos de agua y recuperado el aliento.

—En mi cabeza —respondió su hija—. Tengo otros pensamientos que tampoco sé de dónde salen. Llegan de repente. Y no solo ahora. Desde siempre. Supongo que es algo que le pasa a todo el mundo. Aparecen como una canción, en cualquier momento, a veces ni siquiera son detonados por nada. Pensé que tú podrías ayudarme a interpretarlos.

—Yo llegué a esta casa con esos pensamientos en mi cabeza. Tampoco sé de dónde vinieron. Quizá me los escuchaste de niña y se te quedaron. Dicen que hasta los dieciocho meses somos capaces de aprender una palabra cada dos horas. Te leía y recitaba muy a menudo. Siempre pensé que era una especie de premonición que debía romper.

Madelaine no quedó muy convencida.

—No me parece una frase como para repetir a un bebé.

—Tienes razón. Yo no estaba muy en mis cabales por aquel entonces.

—Yo creo más bien que hay cosas de ti en mí.

—Espero que sean las buenas.

—Y hay cosas de mi abuela, y de todos los que me precedieron.

—Se llama herencia. —Adela no sabía muy bien adonde quería llegar Madelaine. José Luis sí, pero dudaba que aquel fuera el momento o el lugar. Afortunadamente, Madelaine presintió que su madre no tenía por qué ser la madre que a ella le hubiera gustado. No lo había sido en el pasado, ¿por qué iba a serlo ahora? El tiempo no pasa en balde. Y, además, ¿acaso ella la eligió como madre? Las madres nunca se eligen. Adela siempre sería Adela. Una mujer misteriosa, culta, que ella percibió torturada, víctima de sus propios fantasmas. Su madre, la sombra que ella recordaba, la de la fotografía de boda y el retrato, la que murió cuando ella era una niña. A estas alturas, ya hecha una mujer adulta, había aprendido a vivir sin ella y no quería deshacer esa parte de su vida. Por eso, decidió que lo más práctico sería dejar de lado lo inexplicable para centrarse en el aquí y ahora.

—Mi tía está a punto de morir. Debería saber que estás viva.

—Esa es otra de las razones por las que he venido —asintió Adela.

La mañana siguiente se inundó de emociones. Se vertieron desde la casa y corrieron como un río por el pueblo, como si un manantial espontáneo y sorprendente hubiera brotado en el desierto. La felicidad podía prender por fin en San Gabriel, pero, como ya había sentido Madelaine el día anterior, el tiempo no pasa en balde, y el agua de verdad y vida fue succionada por la reseca arena con avidez y pronto de todas aquellas emociones catalizadoras apenas quedó rastro. Clara lloró, perdonó y sintió que su momento por fin había llegado. Berni creyó que Adela era un fantasma. Se desmayó y la enfermera tuvo que atenderla. Cuando recuperó la conciencia salió para contárselo a todo el que encontró a su paso, y sus vecinos se convencieron de que definitivamente la Vidente había perdido el juicio. Madelaine deseaba que terminaran los secretos y los malentendidos para poder poner orden, orden para empezar de nuevo. Ahora José Luis podría concluir su trabajo y los Martínez Durango firmarían la paz con Hacienda. Ella estaba dispuesta a pagar, vender llegado el caso, lo que fuera necesario para que cesaran las hostilidades.

A la hora de comer hacía un calor insoportable, incluso dentro del palacio. Adela, cuya inquietud solo había ido en aumento desde que llegó, le pidió a Madelaine que la disculpara. Había firmado todos los papeles que el fiscalista necesitaba pero el apoyo moral tendría que ser a distancia. La casa palacio le traía malos recuerdos y deseaba regresar a Navarra lo antes posible.

—Pensé que podría controlarlo —le dijo—. Ahora soy una persona distinta, más fuerte, pero aquí, no sé, Madelaine, vuelvo a sentirme mal.

Madelaine la abrazó sinceramente, agradecida de que hubiera viajado para aclararlo todo y dejar que su tía pudiera irse al otro mundo libre de un crimen que no cometió.

—No te preocupes. Esto ya es cosa mía —la tranquilizó Madelaine.

Le prometió también que se verían en el norte cuando ella pudiera viajar. Cuando soltó el abrazo, se quedaron mirando fijamente, como si algo no hubiera quedado dicho. Adela suspiró aliviada.

—No puedo llamarte mamá. Me resultaría muy raro.

—A mí también. Yo ya no soy la que vivió en esta casa ni quiero volver a serlo. Ni siquiera me reconozco en la foto de boda —dijo Adela, pero su alivio duró poco tiempo. Enseguida reparó en que su hija estaba inquieta—. ¿Qué te preocupa?

—¿Tú no crees que haya nada sobrenatural aquí?

—Yo creo que todo está en nosotros, en lo que nosotros hagamos y creamos. Una vez sentí que mi vida solo podía tomar un camino, y me equivoqué. No había un solo camino, es que yo no podía ver otros. No hay nada sobrenatural en ello —aseguró Adela con vehemencia. ¿Para qué iba a decirle que ella sentía que el embrujo de aquella familia la perseguiría siempre?

—Es que desde que volví he sentido cosas, de la abuela, tuyas. He sentido que no era yo.

—Igual tú no querías ser tú. Es fácil buscarse excusas. Déjalo correr y sé feliz —concluyó Adela. No quería que su hija tomara caminos que solo podían conducirla a la locura. De eso ella sabía bien—. Vuelve a Olite.

Por fortuna, Madelaine asintió, dándole la razón. Y si no la tenía, era un buen consejo. Adela respiró tranquila. No podía salvar a su hija de su herencia, pero quizá sí podía contribuir a que su peso fuera lo más liviano posible. La piel de los Martínez Durango podía parecer brillante y hermosa pero en cuanto rascabas un poco, el pus manaba sin control. Adela lamentaba todavía el estigma, la marca que quedó grabada en el alma de Madelaine el día de su nacimiento, y, aunque a menudo intentaba convencerse de que no podía ser cierto, que el mundo es lo que es, lo que se ve, siempre tuvo la sospecha de que Olivia era más poderosa de lo que aparentaba. Su extraordinario deseo por un amor imposible la había envuelto en un manto de inmortalidad.

Mientras madre e hija se despedían en el zaguán, Yolanda cambió el suero de Clara y salió de su dormitorio para almorzar. La anciana la vio salir y cerró los ojos. La negrura se convirtió en un cielo azul de verano. Clara disfrutó la brisa sobre su piel, al fin liberada. La muerte de su cuñada materializada en pesados grilletes la habían aferrado a la vida. Se negaba a partir con cuentas pendientes. Piadosa como era, temía la desolación que le aguardaría al otro lado, en el infierno, entre llamas y con millones de cuerpos aplastándola, sin privilegios, siendo una más. Nadie. Nada. Suspiró profundamente aliviada. Inmaculada no había muerto. Había sido una simple caída, un accidente que le permitió decidir su camino. Ella asumía su parte de culpa y agradecía ahora los años de sufrimiento, pues habían justificado de sobra la expiación. La culpa se disolvió.

Clara sintió su cuerpo leve que caía suavemente mientras ella se elevaba hacia el cielo azul. El rostro de Olivia se conformó poco a poco hasta hacerse carne. Su mirada fría, dolida, frustrada. Clara pasó por delante, sin dejar de mirarla. Olivia ya no era su madre. Sería solo Olivia, tal y como ella siempre quiso. Por eso, al abandonar el mundo de los mortales, Clara no pudo, como la mayoría, gritar «¡mamá!» o «¡madre!», pedirle que la acompañara. Olivia no era madre y quedaba tras ella, convertida en un ángel de la guarda peculiar. Dicen que los ángeles son seres superiores, espíritus perfectos encargados de cuidarnos... Olivia quería ser un ángel, y se aseguró de saltarse la cola con un juramento. Se convirtió en un ángel con deseos, y los deseos son de por sí impulsores de acciones, por estar siempre inconclusos, y siempre llegan precedidos por emociones. En el caso de Olivia, por el de un amor sin parangón, absoluto e incomprensible en elevado rango, seguramente heredero también de otro deseo escondido en la historia de los tiempos. La respiración de Clara se descompasó pero no había nadie en la habitación para percibirlo. Su último aliento iba a suceder como estaba escrito: en soledad. Clara abrió los ojos por un instante, reflejo de su última expiación, y volvió a cerrarlos. Ya no temía. El tiempo interior había puesto todo en orden. Sintió la paz del que se va sabiendo que ya no puede hacer más. Madelaine era más fuerte que ella. Clara se detuvo en su ascensión. Se volvió hacia Olivia, vestida con una túnica vaporosa de color indefinible e infinita cola, que cubría completamente la casa palacio, San Gabriel y hasta donde alcanzaba la vista. Miró a su madre con resignación y liquidó, de una vez y para siempre, el dolor acumulado por culpa de un amor maldito.

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