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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

Viracocha (33 page)

BOOK: Viracocha
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—¡Mierda! —fue todo lo que dijo.

Esa noche Naika se tumbó cara al cielo envuelta en una manta, y no permitió que nadie viniera a distraerla, pues estudiaba el firmamento con tal detenimiento que se diría que se le estaba escapando el alma por los ojos.

Al amanecer había trazado una serie de rayas en el suelo, marcando con una cruz los puntos cardinales para señalar por último en dirección al Noroeste:

—Por allí —dijo.

—¿Estás segura?

—Si las estrellas siguen siendo las mismas y se continúan comportando como lo vienen haciendo desde hace millones de años, lo estoy.

Era tal su firmeza, que el español no se atrevió a replicar, tal vez porque necesitaba más aún que el resto del grupo, creer que existía una esperanza y su destino no se limitaba a vagar eternamente por un agreste paisaje.

La angustia o fatiga motivadas por la altitud que con tanta intensidad le afectara en un principio, ya no solía aquejarle y se sentía perfectamente adaptado al aire limpio y pobre en oxígeno de la montaña, pero aun así continuaba en desventaja a la hora de recorrer largas distancias en compañía de aquellos hombrecillos de frágil apariencia y le preocupaban las consecuencias que el viaje pudiera tener para las criaturas que estaban en camino, pese a que tanto Naika como Shungu Sinchi se mostrasen fuertes, animosas y tan alegres, que llegaría a creerse que para ellas la pesada caminata no era más que una amable excursión en busca de su maravilloso hogar definitivo.

Surgieron de pronto, como nacidos de la tierra o caídos del cielo con aquella habilidad tan propia de su pueblo de camuflarse como auténticos camaleones, y eran tantos y se mostraban tan ansiosos por arrojar sus lanzas o disparar sus flechas, que el español y Calla Huasi comprendieron de inmediato que ofrecer resistencia únicamente conduciría a provocar una masacre.

Vestían ropas de guerra, cubriéndose el pecho con gruesos petos multicolores y la cabeza con emplumados cascos, mientras en los redondos escudos lucían el llamativo dibujo de su «ayllu» o clan, una especie de águila de inmensas garras que Alonso de Molina recordó vagamente haber visto anteriormente.

Les maniataron hasta casi cortarles la circulación en las muñecas, arrojándoles al suelo sin miramientos, y el oficial que parecía comandar la partida, un manco cuyo rostro se hallaba surcado por profundas cicatrices, se apresuró a apoderarse del arcabuz, aunque resultaba evidente que la simple idea de poner su única mano sobre aquel diabólico «Tubo de Truenos» del que cualquier terrorífica sorpresa cabía esperar le atemorizaba.

Luego se sentaron a esperar.

Resultaron inútiles cuantas preguntas hiciera Calla Huasi tratando de averiguar quiénes eran o a quién estaban aguardando, puesto que ni siquiera se dignaban a pronunciar una palabra, limitándose a permanecer hieráticos y ensimismados, hasta que al atardecer un grupo de porteadores hizo su aparición en lo alto de la colina más próxima transportando en andas un palanquín cuyo ocupante aparecía oculto tras gruesas cortinas que reproducían el dibujo del águila de las desmesuradas garras.

Alonso de Molina lanzó un reniego al recordar al fin dónde había visto antes aquel estrafalario símbolo totémico.

—¡Chili Rimac! —exclamó—. ¡Maldito hijo de puta!

La sola idea de enfrentarse al sucio y cobarde «Orejón» que no había dudado en asesinar a Ginesillo y enviar luego a sus secuaces con la orden de acabar con él dondequiera que se encontrase, le revolvió el estómago y consiguió que las muñecas comenzaran a sangrarle a causa de las apretadas ataduras.

Los porteadores colocaron con sumo cuidado la litera justamente frente al grupo de cautivos, la cortina se abrió con estudiada lentitud, y el afilado rostro del ex gobernador de Túmbez hizo su aparición para observar con innegable satisfacción al indefenso «Viracocha», y comentar con voz gangosa:

—Llegué a pensar que no te encontraría.

—¿Qué he hecho para que me persigas? ¿Qué te hizo el pobre Ginés que jamás se metió con nadie?

—Era negro.

—¿Y yo?

—Tú eres blanco.

—¿Y tú qué diablos eres, maldito racista hijo de puta? ¿Verde?

—Yo soy inca y por mis venas corre sangre de dioses. —Mostró los dientes en lo que pretendía ser una sonrisa—. Me han contado que le exigiste a Huáscar mi cabeza. Aquí la tienes… ¿Qué piensas hacer con ella?

—Arrancártela a la primera oportunidad que se me presente, cara de flauta.

—Si por mí fuera pocas tendrías, ya que esta misma noche me haría un tambor con tu piel, pero por desgracia, mi señor Atahualpa quiere verte.

—¿Para qué?

—Para que le sirvas de intérprete. —Resultó evidente que lo que iba a añadir le inquietaba—. Los «Viracochas» han desembarcado de nuevo en Túmbez.

—¿Cuántos?

—Unos doscientos.

—¿Quién los manda?

—Aquel de quien siempre hablabas: Pizarro.

—¡Pizarro! —exclamó Alonso de Molina más para sí que para el otro—. ¡Dios bendito! El viejo embaucador cumplió su promesa y le creo capaz de haber vuelto con afán de conquista. ¡Jodido loco! —Alzó el rostro hacia Chili Rimac—. ¿Dónde está ahora?

—Continúa en Túmbez, pero ha enviado mensajeros a mi señor proponiéndole reunirse para rendirle vasallaje.

—¿Vasallaje Pizarro? —se asombró el español—. Raro me suena. Pizarro no agacha la cabeza más que ante Dios o el Emperador.

—Mi Señor Atahualpa es dios y emperador al propio tiempo. Acepta que le rindan vasallaje, pero antes de reunirse con ellos desea hablar contigo y con Chabcha Pusí. —Giró la vista a su alrededor y al fin inquirió molesto—: ¿Dónde está ese maldito «curaca» traidor?

—Decidió convertirse en «Rima»… —replicó de inmediato el andaluz—. Se quedó arriba, en las montañas.

—¿En «Runa»? —repitió Chili Rimac torciendo levemente el gesto—. ¡Lástima! También hubiera sido un hermoso tambor… —Observó a las dos muchachas—. ¿Cuál de vosotras era su esposa? —quiso saber.

—Yo… —replicó Naika con altivez. Y ella su hija. Y la ley señala que ningún daño se debe causar a la familia de un «Runa» porque ya está pagando todas sus culpas. —Hizo una significativa pausa y añadió agresiva—: ¿Te atreves a desafiar las leyes del Imperio?

El «Orejón» meditó unos instantes, y por último, con una leve sonrisa irónica comentó:

—Respetar a los «Runas» no ha sido considerado nunca una ley, ya que por propia definición, ni siquiera existen… Pero es una antigua costumbre casi olvidada, que no quiero contribuir a que desaparezca. Mi señor Atahualpa decidirá qué debo hacer con vosotras, aunque tal vez le pida que os permita entrar a mi servicio… Tienes aspecto de ser buena en la cama.

—Estoy esperando un hijo —fue la respuesta— ¿sabes lo que le ocurre a quien toca a una mujer embarazada?

—Lo sé —admitió el otro burlón—. Pero también sé que ningún embarazo dura eternamente… —Se volvió a Alonso de Molina—: ¿Eres tú el padre? —quiso saber.

—Lo soy.

—¿De los dos? —inquirió señalando a Shungu Sinchi, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: No cabe duda de que os divierte echar bastardos al mundo. Mi esposa Cusi-Cuyllur dio a luz un niño negro. —Su tono de voz cambió súbitamente mostrando a las claras la magnitud de su rencor—. Lo ofrecí en sacrificio para que los dioses me ayudaran a encontrarte…

T
ras la cruel batalla de Apurímac y su entrada en el Cuzco, Atahualpa se enfrentó a una ciudad prácticamente muerta, ya que la inmensa mayoría de los familiares del derrotado «Inca», que por tradición solían administrar el Imperio, habían huido presas del pánico y no parecían dispuestos a regresar mientras las tropas del general Calicuchima continuasen acantonadas en la fortaleza Sacsaywaman.

Pese a que mantuviera prisionero a su hermanastro, Atahualpa quiso dar muestra de una especial benevolencia proclamando una amnistía general y haciendo correr la voz de que si Huáscar reconocía formalmente ante la corte reunida en pleno que aceptaba la división del reino se retiraría con sus ejércitos estableciendo su capital en Quito y comprometiéndose a mantener una paz definitiva en el «Reino del Sur».

Fueron muchos los que dudaron de la sinceridad de sus intenciones, pero al advertir cómo poco a poco las aguas iban recobrando la calma y no se tomaban represalias contra los que decidían abandonar sus escondites el grueso de la nobleza cuzqueña optó por retornar a sus palacios y se fijó una fecha para que el derrotado «Inca» aceptase públicamente la partición del Imperio.

Se celebró una gran fiesta; hubo derroche de manjares, «chicha», música y bailes, y cuando al fin se hizo un respetuoso silencio aguardando la aparición de ambos hermanos, lo que penetró en el inmenso salón fue un regimiento de soldados de Calicuchima armados de pesadas mazas con las que aplastaron los cráneos de la casi totalidad de los presentes.

Más tarde se supo que Chili Rimac, ex gobernador de Túmbez y miembro de la familia real, había sido uno de los principales artífices de la cruel masacre, lo cual le permitió convertirse en hombre de confianza del nuevo «Inca» al que ya había liberado en Tunepampa.

La cobarde matanza acabó de una vez por todas con cualquier asomo de oposición al usurpador, pero lo que no pudieron conseguir Chili Rimac, Calicuchima, Quisquis ni aun el propio Atahualpa, fue que Huáscar, su tío Yana Puma, o alguno de los escasos conocedores del lugar en que se escondía «La Ciudad Secreta» revelara su emplazamiento exacto.

A unos se les quemó a fuego lento, a otros se les despellejó frotándoles al propio tiempo con sal la carne viva, y a Yana Puma, como miembro distinguido de la familia real, se le dio a beber oro derretido, pero todos supieron llevarse a la tumba su secreto y Atahualpa tuvo que aceptar, furioso, que existía un punto estratégico al que aún no alcanzaba su poder y podía convertirse en foco de futuras insurrecciones.

—¡Busca un guía! —ordenó fuera de sí a su fiel Rumiñahui—. Busca a uno de esos oficiales que conocen el camino y ofrécele lo que quiera porque mientras no domine el «Viejo Nido del Cóndor» no podré considerarme auténtico «Inca».

—Ningún guía está autorizado a recorrer todo el camino… —fue la desalentadora respuesta—. Se encuentra dividido en etapas, y nadie, bajo pena de muerte, puede conocer más allá de una jornada. Así lo dispuso el «Inca» Pachacutec, y así se ha mantenido siempre.

—Mi padre me amaba… —se lamentó amargamente Atahualpa—. Me amaba más que a ese inútil de Huáscar, Pero aun así nunca me reveló el emplazamiento de la ciudad… ¿Por qué?

—Porque la tradición exige que únicamente el «Inca» y sus más íntimos consejeros lo conozcan. Huayna Capac deseaba que tú fueses únicamente rey del Norte y lo sabes.

—¿Me estás acusando de oponerme a los deseos de mi padre?

—Yo no soy quién para juzgarte, mi señor. Tan sólo te obedezco. Perdí un ojo por ti y te ofrecería el otro si sirviera para averiguar dónde está esa ciudad, pero jamás te oculto lo que pienso: ¡Déjala en paz! No es ni tu tierra ni tu gente. Forma tu propio reino al norte de Cajamarca y extiende tu imperio hacia el Oriente; hacia la tierra de los «aucas». Huáscar es débil y no osará atacarte nunca. Aprendió la lección y se quedará tranquilo para siempre. ¡Vámonos de aquí!

Pero la ambición de Atahualpa era ser «Inca», no rey de Quito y de los «aucas», y se limitó por tanto a enviar a Rumiñahui al Norte, quedándose en el Sur obsesionado por la idea de encontrar «La Ciudad Secreta», hasta que dos semanas más tarde un fatigado «chasqui» se arrojó sus pies para comunicarle que las grandes casas flotantes de los «Viracochas» habían fondeado frente a Túmbez, y ciento ochenta de éstos habían desembarcado armados hasta los dientes.

—Algunos tienen cuatro patas… —concluyó—. Son inmensos, con piel de metal, orejas picudas, dos cabezas. Y un rabo tan largo como el de un zorro.

El peso de la leyenda cayó, como una losa, sobre las espaldas de un hombre ya de por sí atribulado por la carga de sus culpas, y le obligó a temer que aquellos mismos dioses que se negaban a permitirle hollar la sagrada tierra del «Viejo Nido del Cóndor», le enviaran a un enemigo mil veces más poderoso que los ejércitos de Huáscar.

—¡Ni siquiera llegan a doscientos…! —se dijo, y únicamente la seguridad de su escaso número le permitía conciliar el sueño, consciente de que contra tan ridícula tropa podía alzar cuando quisiera un ejército de casi un de millón de soldados.

¿Pero eran acaso dioses, como pretendían muchos, o tan sólo hombres distintos como aseguraba aquel Chili Rimac que había tratado a fondo a uno y asesinado a otro…?

—¡Tráeme a Alonso de Molina! —le ordenó imperativamente—. Huyó con Chabcha Pusí a las montañas de Oriente. ¡Ve allí y no regreses sin él! Necesito verle antes de enfrentarme a los que acaban de llegar, que no entienden nuestro idioma.

Ahora Chili Rimac lo tenía ante él, vencido y humillado, y nada hubiera deseado más en este mundo que acabar con él aquella misma noche, pero el temor a la ira de Atahualpa y la seguridad de que constituía la única posibilidad de conocer el punto débil de los extranjeros, le contuvo.

—Que cuatro hombres le vigilen continuamente —ordenó al oficial que mandaban sus huestes—. Si se escapa, os haré despellejar a todos.

El manco, que conocía de sobras la afición a la sangre de su amo, se limitó a asentir con un gesto.

—Descuida, mi señor —dijo—. No se atreverá ni a pestañear sin mi consentimiento.

Así fue, en efecto, pues cuando a la mañana siguiente emprendieron el camino de regreso al Cuzco, cuatro hombres con afiladas lanzas firmemente empuñadas rodearon al español, que no conseguía realizar un solo movimiento sin tenerlos pegados a la espalda.

Calla Huasi recibía un trato semejante, e incluso las mujeres se veían estrechamente vigiladas, porque resultaba evidente que Chili Rimac no se encontraba dispuesto a perder ni a uno solo de sus prisioneros, decidido a hacer una triunfal entrada con ellos en el palacio del «Inca».

Durante tres largos días el andaluz avanzó por tanto a paso de carga, tropezando y cayendo, destrozándose el rostro, los brazos y las piernas, sudando y maldiciendo, siempre maniatado y siempre sujeto a la férrea custodia de unos soldados conscientes de que un descuido les costaría la vida, mientras Chili Rimac, cómodamente recostado en su litera, sonreía disfrutando con los tropiezos y fatigas de su aborrecido enemigo, aunque no cabía duda de que le preocupaba su seguridad ya que cada vez que bordeaban un precipicio o cruzaban un río ordenaba a sus hombres que lo sujetaran con firmeza.

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