Y punto (77 page)

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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

BOOK: Y punto
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—Ahí lo tienes. Utilízalo como quieras. No me importa si lo de su madre es verdad o una trola que te acabas de inventar porque quieres ir a su edificio a prenderle fuego. Todo lo que se te ocurra me parecerá poco.

Clara agarra la hoja antes de que la máquina termine de escupirla, tan agitada que parece que arrancara un hueso de las fauces de un perro hambriento. Nerviosa, atolondrada, se vuelve para excusarse por su impaciencia y agradecer la ayuda, pero la oficial la frena.

—No me des las gracias. Nosotras no hemos hablado y yo no te he dado esa dirección. ¿Entendido?

—Gracias —balbucea Clara de todos modos mientras se marcha.

—¡Y dale duro! —grita la oficial de lejos con el pulgar en alto.

*

León vive en el Centro, no demasiado lejos de comisaría, en realidad a no más de veinte minutos andando que se convierten, tal y como está Madrid, en cuarenta en coche, pero incluso este lapso se me hace eterno porque me come la impaciencia y siento que no aguanto más. Necesito saber qué ocurre, localizar a todos en general y a uno en particular, averiguar qué trama León, por qué miente París, qué calla Bores y por qué, a ver, tengo que ir sola a casa de un sospechoso sin saber qué me espera, qué voy a encontrarme, por qué no me atrevo a contar con nadie ni a pedir un poco de apoyo y ahora, conduciendo lo más rápido que puedo en esta gymkhana de socavones y túneles que es mi ciudad, me da por rebobinar y no acierto a entender cómo puede ser que León estuviera de guardia la noche del martes frente a la mansión de Vito, porque entonces no pudo ser él quien intentó cargarse a Santi en El Pardo y ya no sé de quién fiarme y de quién no, porque vamos a ver, por qué iba a engañarme Nacho, no tiene sentido, si es un colega, alguien que te ha cubierto las espaldas durante años, que nunca me mentiría, que jamás me falló. Será eso, nada más que una fea casualidad, una falsa alarma, hay mucho degenerado suelto pero no todos tienen por qué ser asesinos, que a alguien le guste el sado no significa por narices que tenga manchadas de sangre las manos. Llegaré a su guarida y comprobaré que es desagradable, tenebrosa, propia de un pirado apocado que, obsesionado, robó la idea de la escena del ahorcamiento de Olvido y, en uno de sus juegos morbosos, quiso representarlo.

Pero llego y saco más detalles sobre León: sus vecinos no se fían de él y la portera lo tiene atravesado. Aquí ninguno sabe a qué se dedica y, aunque ha comentado que es policía, creen que va de farol y nadie se lo ha tragado. Demasiado raro para ir armado, ¿no les hacen exámenes psicológicos antes de ingresar en la academia? Tendría que reconocerles que sí, pero dudo que entonces creyeran que cualquiera de mis compañeros y yo misma pertenecemos al Cuerpo. Lo más curioso, con todo, es que ni siquiera hizo falta sonsacar al personal, como habría sido lo habitual. Si conoces los mecanismos básicos para camelar, la probabilidad de que el juego de ganzúas duerma el sueño de los justos en el bolsillo de la chaqueta es alta, pero en este caso, y para mi sorpresa, ni siquiera fue necesario, las cotillas me lo resolvieron todo. En cuanto pisé la entrada del inmueble, la portera quiso saber sin disimulo a qué piso me dirigía; tercero c, respondí, y el grito que lanzó fue de antología: ¡Mariiiiiiii, una chica ha venío a ver al zumbao! De inmediato, una cabeza sembrada de rulos asomó curiosa desde el hueco de la escalera y, al final, la interrogada acabé siendo yo: que de qué le conocía, que ahora no está porque lo vio salir temprano cuando fregaba la escalera, que le dejó una copia de la llave para cuando se presenta el del contador y que hay que ver, una chavala tan fina que viene a su casa para darle una sorpresa por su cumpleaños sin que le paguen, no como a las otras.

El comentario no me asombra demasiado, pero ya dentro no puedo evitar, pese a todo lo que imaginé que encontraría, que la realidad me impresione. De un dueño tan maniático, tan meticuloso, tan remilgado, esperaba un orden milimetrado y, al contrario, nada más entrar me doy de bruces con una fantasía barroca y asimétrica de colorido abigarrado, la morada de alguien obsesionado por el coleccionismo de kiosco. Parece ser que le gusta atesorar objetos, pero sin el gusto de Terence Stamp en sus mejores tiempos, y es que el mundo está plagado de acaparadores frustrados: expositores con falsos huevos Fabergé, miniaturas de coches antiguos y plumas estilográficas de tienda de todo a cien, un juego de réplicas de dedales del siglo diecinueve, máscaras venecianas en doscientas veinte entregas, otras trescientas cuarenta semanas colgado de los mejores diseñadores de zapatos y, en lo que parece ser su despacho, un armario empotrado cerrado a cal y canto. Lo abro, a ver para qué estoy aquí si no, y lo encuentro repleto de ropa de mujer de estilo siniestro y desfasado. Recuerdo de golpe mi sueño, aquel en que me veía en medio de una mascarada, como en un baile de disfraces macabro precisamente con León riendo desencajado. Voy pasando con cuidado las perchas y admiro la pedrería de los trajes de época, el imponente cuero de los corsés, la excepcional elaboración de los encajes de la ropa interior. No me cuesta imaginarlo echándole una ojeada aquella noche al vestidor de Olvido en su apartamento. Que es un fetichista está claro, pero no me basta, yo he venido a comprobar si es capaz de cometer un asesinato.

Lo importante tiene que estar en su escritorio y en el ordenador y, mientras éste arranca, Clara se enfunda los guantes y registra con cuidado el contenido de los cajones. De uno asoma una carpeta de cartoncillo marrón que le resulta familiar, después de tanto archivar su color desvaído me es inconfundible y sé sin abrirlo que es el expediente desaparecido, con sus huellas y antecedentes y una foto que la mira a los ojos nada más abrir la solapa y pretende asustarla con sus dientes picudos y afilados. El corazón le da un vuelco y asume que debe sentarse, que no puede pararlo, que se le va a salir del pecho y aterrizará, vencido y exhausto, sobre la sonrisa siniestra de Cara de Gato.

Pero no me dejaré vencer por el pánico, no voy a amilanarme, esto empieza a adquirir sentido y sólo tengo que atar bien estos cabos, estoy armada y León no va a aparecer ni es un digno adversario, ahora estará de camino a casa de la hermana de Reme. Atrévete, sigue buscando. Y lo hace, cómo dejar de hacerlo aunque no puedo soportar estar sobre su silla en donde seguro que se la pelará como un mono ante las guarrerías que tendrá almacenadas en su ordenador que ahora, irónicamente, muestra como fondo de pantalla una preciosa e inocente vista de Madrid, una toma casi aérea desde la azotea de un rascacielos alto, muy alto, un rascacielos que conozco, con un vergel privado para uso exclusivo del amo, oculto de las miradas indiscretas y cercado por una barandilla de acero y cristal en donde apenas llega el ruido del tráfico.

Clara está sonada, actúa como un zombi, las piezas van encajando en su cabeza y la intuición es lo único que la orienta. Quiere apartar la vista, no fijarla en el monitor, no recordar esa tarde que pareció irreal y fue, lo sabe, tan cierta, tan cercana, tan llena de sospechas y hasta de terror, le duele recordar aquellas manos en su cuello pero entiende que debe sobreponerse y seguir escudriñando. Repara en un icono con forma de bobina de cine y con el cursor pulsa dos veces conteniendo una vez más la respiración y contemplando cómo se abre un programa que sirve para editar vídeos. Este pervertido seguro que es capaz de rodar películas porno caseras, murmura. Aquí hay material, piensa mientras lee infructuosamente los títulos de los archivos hasta que distingue a la derecha el primer fotograma de la grabación más reciente que León manipuló. Es una instantánea detenida en el tiempo en donde aparece una cama y en ella una mujer tendida, que viste corpiño y medias con liguero. Los hombres sonríen mientras admiran su indefensión, casi parece que se relamen y me niego a pulsar el
play
, no quiero ver más, para qué. Sé que la cámara inmortalizó la escena desde el cabecero oculto en la pared, sé cuándo ocurrió porque una fecha brilla con números verdes en una esquina, 9 de octubre, miércoles, y sé lo que pasó después porque, en la imagen, Olvido aún estaba viva.

Mareada, al borde de la náusea, se levanta casi sin fuerzas, se sitúa frente a la librería y busca, necesita más, todo es poco para demostrar con qué tipo de desalmados estamos tratando. Sus dedos tiemblan mientras recorren los títulos de las obras hasta que, finalmente, entresaca uno de portada amarilla y lomo vencido. La foto de la cubierta, en blanco y negro, responde a una de las imágenes del largometraje que dio popularidad a la novela, la ha contemplado antes enmarcada en un despacho como cartel de cine y no se perdona no haber caído en el secreto que sugería. Por si cupiera alguna reserva a estas alturas, la dedicatoria de la primera página se molesta en despejar cualquier asomo de duda: «A mi querido amigo León, como prueba de admiración hacia su talento». La firma es ilegible, apenas un garabato, pero sé a quién corresponde, lo he tenido delante de mis narices desde el primer momento.

Sin avisar, un teléfono comienza a sonar desde una mesita supletoria y provoca en Clara un beneficioso respingo que aleja sus remordimientos, ese típico resquemor del policía que se siente culpable por no haber descubierto antes la clave de sus pesquisas. Antes de cogerlo echa un vistazo rápido a la pantalla digital y no necesita comprobar en su libreta que es uno de los números escondidos en la lista de clientes de Olvido, uno de los pocos que no consiguió despejar y que, por eso, sigue grabado en la memoria, el del mismísimo «Tarado». Y cómo permitir ahora que le salte el contestador, que le responda una máquina fría, metálica e impersonal. No, no puede irse de rositas. Sobresaltada, descuelga con temor de oír su voz, cualquier voz, pero para su disgusto y su temor nadie pregunta al otro lado, sólo hay silencio y la cadencia pausada de una respiración. La espera se prolonga más de lo necesario e, incómoda, decide claudicar. Esta pantomima ya dura demasiado.

—¿Quién es? —e intenta parecer calmada, pero el corazón, vaya día lleva hoy, está a punto de salírsele por la garganta.

—Hola, Clara, ¿qué te parece mi casa?

—Interesante. ¿Cómo has sabido que estaba aquí, León? —y procura por su madre no atragantarse, que el «Tarado», que no tartamudea, con una envidiable seguridad, con un desconocido aplomo en su voz, no note el miedo que la deja casi sin aliento.

—Olvidé recoger algo, regresé y casualmente vi desde la calle una sombra tras mi ventana. Y aquí me tienes ahora, haciendo una llamada de comprobación, sólo que jamás habría imaginado que mi…
invitado
se atreviese a responder —lo único que buscaba era oírme, saber quién allana su santuario—. Ni que fueras tú.

—No sabes cuánto siento haberte decepcionado.

—Da igual. En todo caso, y ya que estás ahí, adelante, sin miedo, como si estuvieras en tu casa. Siento mucho no haber subido a recibirte como un buen anfitrión pero no podía entretenerme. Tengo una cita importante que atender en la otra punta de la ciudad, y no me gusta llegar tarde.

No puedo insultarle ni rogarle porque el muy cobarde no tarda en colgar, debo actuar con celeridad, ser más lista que él, conseguir cuantas más pruebas mejor y asegurarme de que esos dos pongan a salvo a Reme si es que no se han entretenido por el camino. Llamo a Nacho sin perder un segundo y me informa de que ya está con ella, histérica y asustada pero de una sola pieza, y de que también han hablado con París, pero ésta me quitó el móvil de la mano, nena, no sabes cómo se puso, y se lo ha contado todo exagerando como sólo una llorona sabe hacer, inundándome el móvil de lágrimas como si hubiera estado al borde de la muerte cuando aquí no ha llegado nadie aún y la petardilla aquí presente ni ha salido de su rellano. Vaya loca. Y tu ex tiene un cabreo tremendo, te aviso, eres la única que sabe qué está pasando y como no sueltes prenda aquí va a arder Troya. Se lo explico brevemente, lo del pañuelo rojo sobre la lámpara que iba a usar en la fallida sesión fotográfica que pretendió hacerle a la niña, que ése era uno de los elementos destacados de la escena del crimen de Olvido, colgada del techo, balanceándose como una sirena del aire y vestida con un corsé anticuado que no encajaba con su vestuario, que su número de teléfono aparece en la lista de clientes bajo el alias de «Tarado» y que guardaba en uno de sus cajones el expediente de Malde, aunque bien que se encargó de acusar a Javier el Bebé.

Nacho calla un momento y al rato me transmite las órdenes de París que recibe a través de su móvil en una absurda conversación a tres bandas que, pese a todo, mantenemos expectantes, como si nos fuera, y porque en el fondo es así, parte de la vida se nos puede ir en ello: dice que pasa de la operación antidroga, que allí no hay más que rascar; desde casa de Vito le han seguido la pista a los suyos hasta el aeropuerto y luego hasta la nave del polígono industrial, donde ahora los tienen rodeados sin escapatoria posible, en cuanto Carahuevo dé la orden los cogeremos a todos con las manos en la masa, pero ¿quién quiere la gloria cuando su prince, su Reme está en peligro? Carlos piensa coger un coche y salir escopetado hacia Villalatas a salvarla, y se le ve muy decidido, así que, chavala, olvídate de hacerle desistir.

Ni lo pretendo, yo lo que quiero es ir con ellos.

Pero no, tú no, Clara, y es lo de siempre, tanto uno como otro me lo prohíben tajantemente: sigue recabando pruebas en casa de León y déjanos esto a nosotros, que es cosa de hombres. No te arriesgues, no te impliques, no te mojes. Tú a tus cositas, a abrir cajones y buscar indicios con la pistola bien enfundada, que eso es lo que se te da mejor. Además, añaden, estás demasiado lejos para llegar a tiempo y el sospechoso te lleva demasiada ventaja, no podrías alcanzarle y es mejor no ponerle sobre aviso para que en la supuesta cita a solas con Reme le cojamos desprevenido.

—Sois unos cabrones —les grito—, tanto o más que Bores. Es la segunda vez en un día que me dejáis fuera. Yo he conseguido atar los cabos para dar con el presunto culpable de por lo menos un asesinato y ahora me sacáis del juego justo cuando toca detenerlo. No me esperaba esto, y menos de vosotros.

Y les cuelgo sin esperar excusas ni parabienes ni un no te pongas así, Clara, si es por tu bien. Y pensar que confiaba en Nacho, que hasta ayer defendí a París cuando su novia quería dejarlo… Al menos esta habitación está tan llena de cosas que si me esmero seguro que doy con algo más que le cargue de evidencias en contra, que le haga penar muchos años a la sombra, como
El talento de Mr. Ripley
, la novela de Patricia Highsmith que encontró en su librería y ahora sujeta con firmeza bajo el brazo. Antes de guardarla, por si acaso, la agita con delicadeza sobre la mesa, no vaya a ser que dentro esconda algo y, en efecto, de entre sus páginas sale volando un pedazo de papel con algún tipo de dibujo hecho a mano, aunque no se trata de la misma caligrafía que muestra en la dedicatoria. Rebusca entre las libretas desperdigadas por el cuarto, comprueba las carátulas manuscritas de las cintas de vídeo, las notas apresuradas que penden del corcho y, sin duda, es la letra de León.

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