Y quedarán las sombras (17 page)

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Authors: Col Buchanan

BOOK: Y quedarán las sombras
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Había días en los que el arco neblinoso del Oreos aparecía ribeteado de colores, y era frecuente ver cuatro, cinco o incluso seis arco iris simultáneamente en la llovizna del agua rociada o reflejados en la superficie del mar. El «Cazador de arco iris» era el nombre con el que solía referirse al puente el pueblo de Lagos… o con el que se había referido a él cuando todavía habitaba la isla.

Ahora Ché contemplaba un arco iris de colores vibrantes que se desplegaba como un segundo puente, y detrás de él, matizadas por sus tonalidades, la ciudad, que se extendía desordenadamente alrededor del puerto y las naves imperiales fondeadas en él. Hizo visera con una mano y observó con los ojos entornados la parte superior del Oreos, moteada por las figuras diminutas y con túnicas blancas de los sacerdotes congregados junto al pretil, que disfrutaban de las vistas de la ciudad portuaria desde su atalaya.

Ché habría seguido observando la escena de no ser porque advirtió un movimiento en la cubierta de proa. El
catamita
de Romano, Topo, enfiló a trancos hacia el general y la mujer recostada en su regazo y se produjo un intercambio acalorado de palabras. Acto seguido, Topo dio media vuelta y salió hecho una furia hacia la escalera.

Ché lanzó una última mirada al Oreos, se impulsó hacia atrás con las manos apoyadas en la baranda y siguió al muchacho, que regresó solo y con la cara colorada al camarote de Romano y apartó de mala manera a los guardias apostados en la puerta para entrar. Ché esperó unos minutos para asegurarse de que nadie se reunía con él en el camarote y procedió a entregar el mensaje.

El diplomático entró sigilosamente por el balcón trasero mientras arriba todo el mundo, incluidos los guardias, se había colocado en el costado del barco más cercano a tierra para contemplar las vistas del puerto.

Una vez dentro del camarote, Ché acabó con un guardaespaldas de un tajo en la garganta, mientras del cuarto de baño le llegaba el ruido del agua agitada. Dio un paso atrás para permitir que el soldado se desplomara sobre la alfombra.

—¿Hola? —dijo una voz desde el cuarto de baño.

Ché permaneció inmóvil mientras el guardaespaldas gargareaba a sus pies con la boca llena de sangre, prestando atención a los sonidos procedentes del cuarto de baño, hasta que oyó de nuevo la caída de un chorro de agua y enfiló hacía allí con una soga colgándole de la mano. Entreabrió suavemente la puerta. Su cabeza afeitada despedía vaho.

Se asomó por la puerta y vio a su víctima tumbado en una bañera de madera, musitando para sí y con los ojos cerrados. Ché se deslizó dentro y se plantó detrás de Topo, con la soga asida con ambas manos. Contempló al joven amante de Romano. Su cuerpo pálido y enjuto exhibía cicatrices de heridas recientes, costras del tamaño de mordeduras.

Ché se fijó además en la enorme olla de bronce del calentador de agua sobre la estufa a los pies de la bañera. Había llegado el momento.

El muchacho dio una sacudida y abrió los ojos de golpe cuando Ché le rodeó el cuello con la soga y tiró con fuerza de las asas de corcho.

El diplomático reparó en los ojos marrones del chico, que parecía que se le iban a salir de las órbitas, y dentro de ellos, en las pupilas vidriosas, advirtió la presencia de una sombra: el mismo Ché con su cuerpo agigantado por el efecto óptico. El muchacho gruñía y resollaba tratando de respirar; se le estaba hinchando la cara. Intentó tirar de la soga que le constreñía la garganta. Agitaba las piernas y el agua removida rebasaba el borde de la bañera y se precipitaba sobre las sandalias de Ché, quien no aflojó la soga. El diplomático mantenía la mente en blanco mientras ejecutaba su misión, si bien, por algún extraño motivo, empezó a sentir una ira cada vez más intensa.

Al cabo, Topo dejó de oponer resistencia y su cuerpo inmóvil y flácido quedó sumergido en el agua, que empezó a recuperar su quietud. Ché continuó apretando la soga unos segundos y finalmente la soltó con un gemido.

Abrió de una patada, jadeando, la puerta de la estufa sobre la que estaba la olla del calentador de agua y empezó a echar trozos de madera del balde con leña que había a su lado, hasta que ya no cupieron más. A continuación, desabrochó las correas que ataban la tapa de la olla y la levantó. Sacó rápidamente el cuerpo de la bañera; las manos le resbalaban sobre la piel mojada del cadáver. Ché era un hombre fuerte a pesar de su modesta constitución; aun así, tuvo que hacer un sobreesfuerzo para levantar el cuerpo sin vida de Topo, arrojarlo al interior de la olla y colocarlo de manera que pudiera poner de nuevo la tapa y atar las correas. El nivel del agua dentro del recipiente había aumentado considerablemente a causa del volumen del cuerpo.

Cuando Ché acabó la operación, las llamas de la estufa empezaban a rugir. Ché se imaginó el humo saliendo por el extremo superior del conducto de ventilación y esperó que eso no hiciera acudir a Romano. Salió del cuarto de baño y aguzó el oído para distinguir el posible sonido de pasos.

Desde la enorme olla de bronce del calentador de agua a su espalda le llegó un ruido seco. Ché se detuvo.

Se oyó otro retumbo en el interior del recipiente.

«Sigue vivo.»

Ché vaciló un momento, por una vez presa de la duda. Echó un vistazo atrás y luchó contra el impulso de regresar al cuarto de baño, desatar las correas, levantar la tapa y sacar al muchacho. Pero consiguió reprimirlo. De todos modos ya había pasado demasiado tiempo.

El diplomático atravesó el camarote hasta la ventana abierta perseguido por una retahíla de gritos que sonaban lejanos. Algo se removió en su interior; las manos le temblaban mientras trepaba hasta el balcón reprendiéndose por su negligencia.

Los alaridos procedentes del cuarto de baño fueron subiendo el tono hasta que acabaron fundiéndose con la estridente bocanada de vapor que salió despedida de repente de una sirena.

Ché esperaba en la cola frente al castillete abarrotado por la muchedumbre, impaciente por desembarcar y conocer de primera mano algunos de los atractivos de la antiquísima ciudad portuaria. El puerto de Chir era un hervidero de actividad en las primeras horas de la noche.

Al otro lado del castillete, el muelle estaba lleno de esclavos que cargaban a pulso suministros en los barcos atracados y de legiones de inmigrantes recién llegados desde otras regiones del imperio, atraídos por la oportunidad de conseguir tierras abandonadas por sus antiguos propietarios. Entre toda esa masa de gente, se deslizaban las columnas disciplinadas y adustas de las tropas del VI Ejército, que embarcaban en las naves que zarparían al amanecer como parte del nuevo contingente que se dirigiría a Khos.

Ché comprendió que algo iba mal cuando oyó el inconfundible grito que alguien lanzaba hacia el alcázar de la nave. El diplomático se volvió instintivamente hacia los aposentos de Sasheen y vio que la puerta estaba abierta y que no había ni rastro de su guardia de honor.

Ché maldijo entre dientes y enfiló a trancos hacia la escalera y la puerta abierta. Pasó junto a los mellizos Guan y Swan, que estaban en lo alto de la escalera con una expresión inescrutable en el rostro.

Dentro, los guardias forcejeaban con un grupo de sacerdotes que intentaba contener a la desesperada al general Romano. Éste estaba fuera de sí y escupía en dirección a la Santa Matriarca, que observaba con una sonrisa de suficiencia el ataque de ira de Romano desde su butaca, flanqueada por sus dos escoltas personales. A Ché se le pusieron los ojos como platos cuando vio el destello de una cuchilla blandida por el joven general. Un sacerdote lanzó un grito y trató de arrebatársela. Más allá se encontraba la cabeza cercenada de Lucian, que contemplaba el espectáculo desde una mesa con una expresión demencial de júbilo en el rostro.

Un ruido de pisadas precedió la aparición en la sala del archigeneral Sparus, que con una mirada pausada con su ojo sano recorrió la escena y reparó en la presencia de Ché.

—¡Os mataré! —bramó Romano—. ¡No dije nada que no os hubiera dicho a la cara! Vuestro hijo era un cobarde… y vos sois… sois la…

Uno de los sacerdotes de su bando le mandó callar y le tapó la boca con la mano. Romano intentó zafarse, pero otro sacerdote ya había puesto otra mano encima de la primera.

Ché se echó a un lado cuando los guardias empujaron el grupo que trataban de dominar para sacarlo de la sala. El archigeneral Sparus se quedó mirando a Romano con el gesto impávido mientras lo arrastraban fuera. Finalmente la puerta se cerró.

Se oyeron golpes e improperios en la escalera, y poco a poco fue instalándose el silencio en el camarote.

—No piensa lo que dice —dijo en un tono suplicante un anciano sacerdote arrodillado frente a la matriarca—. Está trastornado por los efectos de los narcóticos y por el dolor. Ha perdido la cabeza momentáneamente. No tiene mayor trascendencia.

Sasheen miró fugazmente a Heelas, su médico.

—Fuera —espetó Heelas al sacerdote postrado de rodillas.

Lo levantó tirando de su túnica y lo arrojó detrás de su amo, fuera del camarote.

La cabeza cercenada apoyada sobre la mesa soltó un gruñido pastoso que pretendía ser una carcajada.

—Y tú —bramó Heelas cruzando la estancia—, vas a volver a tu tarro, hombrecito.

El médico alzó la cabeza con ambas manos y la dejó caer en el recipiente de Leche Real.

Transcurrieron unos segundos de silencio sepulcral. Todas las miradas se dirigieron a Sasheen, que tenía los ojos clavados en la puerta por la que acababa de salir Romano, ya sin la sonrisa en los labios. La matriarca lanzó una mirada a Ché y le dedicó un gesto cordial inclinando la cabeza. Luego se volvió al resto de los sacerdotes que seguían en el camarote.

—Tengo motivos más que suficientes, y de ello sois testigos, para ejecutarlo inmediatamente sin que se me acuse de injusta.

—Matriarca —dijo Sool inclinándose hacia ella—, no tardará en recuperar la calma y comprender su situación. Eso pondrá el punto final a este episodio, si permitís que sea así. Entenderá el mensaje que le habéis transmitido. Se someterá a vuestra voluntad.

—De lo contrario, cuando su familia en Q’os y los hombres leales a él en la flota se enteren, se desencadenará una guerra civil —apuntó el archigeneral Sparus—. Una tercera parte de la fuerza expedicionaria podría volverse contra nosotros.

Sasheen acarició con las uñas los extremos de los brazos de su butaca.

—No olvidaré sus palabras —aseveró con dureza—. Nunca olvidaré lo que me ha soltado a la cara sobre mi hijo.

Las ratas correteaban en medio de la oscuridad más absoluta alrededor de Ash, que no les prestaba atención y estaba pendiente de los ruidos procedentes de arriba. Todos aquellos pasos tenían un significado desconocido para él.

Se cumplían veintiún días de su confinamiento en aquel pantoque pestilente, al menos según sus cuentas. Durante las horas previas había oído la caída estruendosa del ancla y el estremecimiento de la madera del casco del barco. Por primera vez en toda la travesía había sentido la necesidad imperiosa de salir de su agujero y abrirse paso hasta la cubierta superior para averiguar dónde había fondeado la flota y si podía abandonar la nave de una vez.

Sin embargo, había conseguido controlar el impulso, pues sabía que debía esperar hasta que el silencio de la tripulación anunciara la caída de la noche para emprender su incursión al exterior y echar un vistazo que resolviera todas sus dudas.

Entrada la noche, cuando el silencio se instaló arriba, Ash decidió que ya había llegado el momento propicio para moverse por el barco de un modo seguro. Se puso encima toda la ropa que llevaba consigo, abandonó sigilosamente el pantoque espada en mano y se deslizó con sumo cuidado por las entrañas del barco.

La cubierta superior era el lugar más peligroso, y Ash recorrió en cuclillas el último tramo hasta llegar a ella sin perder de vista la posición de los marineros que hacían guardia en la proa y en la popa. Inspiró una bocanada de aire fresco y a punto estuvo de escapársele un gruñido. Las nubes ocultaban buena parte de las estrellas en el firmamento, pero en los palos y en las velas plegadas había un brillo tenue.

Paseó la mirada en derredor y se detuvo en las luces de la ciudad portuaria, cuyo fulgor se divisaba entre la maraña de palos de las naves de la flota. Cuando dio la espalda al puerto, sus ojos se abrieron con asombro al toparse con el extraordinario arco que se asentaba sobre las puntas de la entrada de la bahía y con los bancos de bruma apenas visibles que se extendían debajo de él.

Ash enseguida reconoció el Oreos y supo que se hallaban en Chir, en Lagos, en la isla de los muertos.

Por lo tanto, el objetivo de los mannianos era Khos. No había otra razón para que la flota invasora se hubiera trasladado tan al este a menos que planearan un ataque insensato contra el Califato alhazií, con el riesgo consiguiente de perder los suministros de pólvora. No. Habían hecho escala en Chir para hacer acopio de hombres antes de continuar hasta la tierra natal de Nico y de su madre.

Ash dejó caer la cabeza y permaneció inmóvil unos instantes.

Capítulo 11

La vieja patria

El barco afrontaba otra jornada de temporal.

Ash tenía las piernas hundidas en las aguas revueltas del pantoque, que arrastraban de un lado a otro a las ratas mientras el casco crujía y gemía de un modo alarmante.

El roshun permanecía tumbado en la oscuridad fuera del tiempo y del espacio reales. Su mente discurría como si alguien estuviera pronunciando sus pensamientos en voz alta.

Estaba manteniendo una conversación con su aprendiz fallecido.

«No entiendo —insistió Nico—. Una vez me dijo que los roshuns no creen en la venganza personal; que va en contra de su código.»

«Lo sé, Nico.»

«Y sin embargo, aquí está usted.»

«Aquí estoy.»

«Entonces, ¿ya no es un roshun?»

Ash eludió la pregunta. Lo último que le apetecía hacer en ese momento era pensar sobre esa cuestión.

«Yo no regresaré, lo sabe, ¿verdad? —dijo Nico—. Aunque la mate. Yo seguiré muerto.»

—Lo sé, chico —respondió Ash en voz alta hacia la negritud resonante del pantoque, mientras espantaba a las ratas que tenía encima.

Nico permaneció en silencio unos segundos. Ash se balanceó arrastrado por el violento cabeceo del barco y se acurrucó hecho un ovillo para intentar calmarse.

«Dígame, maestro —dijo de nuevo la voz de Nico—. ¿Qué hacía antes de convertirse en roshun?»

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