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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (14 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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Bahn necesitaba andar, aunque sólo fuera para despejar sus sentidos aletargados. Para evitar un gesto irrespetuoso con los dolientes adelantándolos a toda prisa, decidió caminar detrás de ellos un rato, haciendo un esfuerzo para no bostezar mientras observaba su dolor desde la cola de la procesión.

Se dirigió al sur atravesando el bullicioso barrio de los Barberos, el distrito en el que él y sus dos hermanos habían nacido y crecido. Desde allí se veía el Monte de la Verdad, que se elevaba suavemente al oeste por encima de los tejados. En la cima chata de la colina había un parque y un edificio blanco que era la sede del Ministerio de la Guerra, donde Bahn presentaba informes casi todos los días a su superior, el general Creed.

Sin embargo, ese día no sería así. El general había aprovechado la oportunidad que le brindaba la tregua para volar a Minos en una misión diplomática personal, o al menos eso se había dignado a responder cuando Bahn había expresado en voz alta su curiosidad. Bahn esperaba que el general no demorara en exceso su regreso. Se había convertido en su tarea diaria sortear las continuas misivas procedentes del consejo de Michinè en las que solicitaba información sobre la fecha de regreso del Señor Protector y exigía explicaciones sobre por qué no había pedido su consentimiento para ausentarse de Bar-Khos y del Escudo por un período de tiempo tan prolongado.

Bahn había empezado a responder todas las cartas con la misma respuesta tipo: simplemente copiaba una y otra vez lo que había redactado cuidadosamente en una página que guardaba en el escritorio.

Pasó junto a una larga hilera de refugiados y de vecinos del barrio que esperaban para recoger su ración de pan de una de las panaderías subvencionadas por el consejo. Eso le hizo pensar que quizá debería comprar algo para comer, aunque sólo fuera para recuperar fuerzas. Llevaba algún tiempo comiendo menos, y a menudo dejaba su parte de los escasos víveres que tenían a Marlee y a los niños. Cuando entró en la plaza del Halconero, sin embargo, los puestos de comida del pequeño bazar estaban prácticamente vacíos, y los pocos productos que se exhibían mostraban unos precios que suponían un derroche difícil de justificar considerando las escasas monedas que tenía. Le pareció más sensato comprar un poco de pan y unas judías en un comedor cuando se le presentara la oportunidad.

Se detuvo cuando emergió en la avenida del Alto Rey, la calle más larga de Bar-Khos, que cruzaba toda la ciudad de este a oeste siguiendo la costa. La avenida del Alto Rey atravesaba la boca del istmo de Lans, el angosto brazo de tierra que se extendía hacia el sur hasta el distante continente y sobre el que se levantaban las lejanas filas de murallas del Escudo. Desde la avenida también se veía Todos los Necios, el distrito más cercano al Escudo y la única zona civil que se podía encontrar en el istmo propiamente dicho; ahora lleno a reventar por la afluencia de refugiados. Más allá de la franja de tierra se encontraba el canal que cortaba el istmo de Lans para conectar ambos puertos, y más allá aún, las obras de una nueva muralla en construcción, empequeñecida por la muralla de Tyrill, que se levantaba escarpada y alta como un auténtico acantilado, y de cuya magnitud daban idea los puntitos que de vez en cuando aparecían entre las almenas y que no eran otra cosa que miembros de la Guardia Roja patrullando.

Muy a su pesar, Bahn puso rumbo a ella.

La tierra de nadie entre las distintas murallas eran extensiones de terreno yermo cubierto de pasarelas y de tiendas de campaña combadas, limitados por el mar a los lados y por las murallas más sólidas del Escudo delante y detrás, de modo que el espacio que quedaba en medio compartía la acústica y la luz de la profunda depresión de un valle. El caos de la vida urbana quedaba sustituido allí por la disciplina metódica y el humor seco de los hombres que luchaban todos los días encaramados a las murallas y debajo de ellas.

Un ejército al completo formaba la guarnición de aquel espacio entre las dos murallas más alejadas del Escudo.

Cuando Bahn emergió de la portezuela de la penúltima muralla se encontró en el principal campamento militar de la guerra. Delante se levantaba la muralla de Kharnost, el único obstáculo que se interponía entre él y el IV Ejército Imperial desplegado al otro lado.

Una chartassa de infantería pesada hacía ejercicios de instrucción bajo el inclemente sol del mediodía, siguiendo las instrucciones que los sargentos bramaban para dirigir unas maniobras que los soldados realizaban con la fluidez de unos expertos. Mientras Bahn los observaba, los hombres que formaban la falange se detuvieron en seco con una patada en el suelo, y las filas delanteras bajaron las puntas resplandecientes de las lanzas que llamaban «chartas» y lanzaron un grito al unísono. Los soldados de la Guardia Roja y de los Voluntarios de la Liga desfilaban entre las tiendas. Los Especiales, por su parte, permanecían cerca de las torres situadas al pie de las bocas de los túneles que se extendían debajo de la muralla de Kharnost, donde los ingenieros de asedio llevaban a cabo sus trabajos en la tierra oscura y ellos luchaban cuando la situación lo requería.

No muy lejos del montón de tiendas, un grupo de los Chaquetas Grises y otro de Voluntarios con los torsos desnudos estaba jugando un partido de cruz. Entre el público se encontraba el coronel Halahan; fumando su pipa y enfundado en su sencillo uniforme gris, de vez en cuando lanzaba algún que otro bramido a los hombres de su brigada, todos ellos de otras nacionalidades: nathaleses, pathianos, tilanianos y de más lejos aún. En el lado opuesto, el homólogo de Halahan en el equipo de los Voluntarios Libres parecía haber optado por la táctica de animar a sus hombres mofándose de sus errores.

El cuerpo de los Voluntarios estaba formado por guerreros de Minos y de las demás islas démocras, y no se quedaban atrás gesticulando e increpando a su oficial, que no hacía más que burlarse de ellos. Un comportamiento que nunca dejaba de sorprender a Bahn. Tal informalidad era totalmente intolerable en la rígida jerarquía del ejército khosiano. De igual modo que los Chaquetas Grises con los que competían, aquellos hombres no tenían más superior que las personas a las que respetaban; incluso podían mandar a paseo y sustituir a sus oficiales cuando les perdían ese respeto.

Halahan levantó la mano cuando vio a Bahn, quien respondió al viejo nathalese con un gesto con la cabeza.

—¡Coronel Halahan! —le gritó a modo de saludo—. ¡Tiene buen aspecto!

—¡Es usted un mentiroso patético, Bahn! —replicó el anciano veterano justo cuando uno de sus hombres cayó despatarrado en el suelo a sus pies, derribado por un contrario. Y acto seguido, el coronel empezó a lanzar gruñidos a diestro y siniestro, lo que desencadenó una pelea.

La sombra que proyectaba la muralla de Kharnost engulló a Bahn mucho antes de que éste llegara a la fortificación. Los cañones dispuestos a lo largo de las almenas permanecían mudos, pero los francotiradores seguían probando suerte.

El motivo de la visita de Bahn aquella tarde era la inspección de la brecha en la muralla de Kharnost. Los soldados imperiales habían socavado la defensa provocando el derrumbe de un tramo de la muralla el mes anterior, y el agujero había sido el escenario de una lucha encarnizada que se había prolongado una semana, hasta que las tropas defensoras consiguieron taparlo con escombros.

Bahn se dirigió allí y se topó con un burdo amasijo de cascotes en forma de cuña que rellenaba una porción del colosal muro. Antes de llegar ya había concluido que sólo se trataba de una solución provisional. Los hombres y los zels se afanaban en levantar los bloques con los que construían una delgada cortina de piedra para tapiar el relleno de escombros. A pesar del trabajo, los expertos afirmaban que la muralla había quedado debilitada para siempre en ese tramo.

Bahn se dio cuenta de que hacía mucho tiempo desde la última vez que había subido a lo alto de la muralla de Kharnost para asomarse al otro lado. No era frecuente que los cañones estuvieran inactivos ni el cielo tan despejado de proyectiles, de modo que decidió echar un vistazo.

Notó el sudor en la frente cuando completó la ascensión por los largos escalones que conducían a la parte superior de la defensa. Era culpa de la armadura; nunca había acabado de encontrar el modo de acarrear debidamente su peso. Llegado al pretil más alto, posó la mano en una almena y se inclinó hacia atrás el yelmo para enjugarse la frente. Una pareja de soldados de la Guardia Roja le lanzaron una mirada fugaz y luego retomaron su partida de rash. El teniente apostado arriba estaba tan absorto en la observación del istmo que no se percató de su llegada.

Bahn también llevó la mirada al otro lado de las almenas y vio oscuras hileras de terraplenes y los cañones de asedio, todavía cubiertos por las fundas de paja y de lona untada de grasa que les ponían por la noche. Aquí y allá se vislumbraban figuras blancas en movimiento, y la solitaria columna de humo del arma de un francotirador trepaba por el aire.

Más allá se extendía, como una ciudad somnolienta y brumosa, el vasto campamento del IV Ejército Imperial.

«Deberíamos preguntarles si les apetece jugar un partido de cruz —pensó Bahn—. Podríamos resolver definitivamente la guerra aquí y ahora y continuar con nuestras vidas.»

Debajo, en el lado de los khosianos, el partido de cruz estaba llegando a su fin, y Bahn vio que Halahan enfilaba cojeando hacia la escalera, aparentemente, con la intención de subir. Bahn no tenía ganas de hablar con él —ni con nadie— en ese preciso momento.

Avanzó por la explanada de la muralla con el cuerpo encogido por puro instinto en dirección al lugar de la brecha. Se sentía desamparado cada vez que recibía un golpe de aire cuando cruzaba el hueco que mediaba entre dos almenas y los espacios totalmente expuestos al enemigo a causa del derrumbe de todo un tramo de almenas. Sin embargo, nadie más se movía por la muralla encorvado, ni mostraba el menor indicio de preocupación por el disparo que acababan de realizar desde las filas enemigas. Bahn se obligó a ponerse derecho y a caminar de un modo más apropiado para un oficial.

Se detuvo donde toda una sección de almenas se había desplomado; el tramo de muralla de la zona socavada aparecía como recortado, y Bahn se quedó mirando boquiabierto la brecha rellenada ya con escombros.

El agujero tapado con piedras y tierra abarcaba algo más de la mitad de la anchura de la muralla. El relleno había sido apisonado y tapado con tablas sueltas, y se había montado una rudimentaria barricada con bloques de piedra a modo de parapeto, aunque en esos momentos no había nadie allí. La brecha en sí ya no era visible desde el lado manniano del Escudo, ya que enfrente se levantaba la misma colina de tierra —la única defensa que habían encontrado que podía resistir los constantes cañonazos— que protegía el resto de la muralla.

Aun así, desde la posición de Bahn era imposible no verla, y él no fue capaz de apartar la mirada de ella. Contempló el tramo derruido de la muralla como si escudriñara las profundidades de su alma, y sintió una especie de afinidad con aquella masa de piedras sepultadas.

Recordó entonces la nota enviada desde el servicio de inteligencia de Minos la semana anterior, en la que se sugería la posibilidad de una invasión inminente de Khos. Su deber lo obligaba a mantener la información en secreto; después de todo, sólo era una hipótesis sobre los planes del enemigo. Incluso se lo había ocultado a Marlee para evitarle preocupaciones innecesarias. No obstante, su esposa había notado que le pasaba algo raro y se había percatado del abatimiento que acompañaba a Bahn esos últimos días. Y para colmo, los cañones del lado manniano permanecían mudos, debido supuestamente al período de duelo decretado por la matriarca del imperio. Bahn, sin embargo, tenía la impresión de que simplemente estaban cogiendo aire para la masacre que estaba a punto de desencadenarse.

Se quitó el yelmo y lo depositó con un chirrido sobre una de las almenas que se mantenían en pie. En aquel tramo de la muralla se había construido una cisterna entre las almenas que se llenaba con el agua de la lluvia, y dio un par de sorbos a la taza enganchada de ella con una cadena. Una vez saciada su sed, se apoyó en una almena y contempló el istmo de Lans mientras se sumía en sus pensamientos.

Una tormenta aún lejana arrastraba cortinas de lluvia desde el otro extremo del istmo y la cadena de colinas que se extendía más allá: la punta del continente meridional y las tierras de Pathia, diez años ya bajo el yugo de Mann. La brisa le agitaba el cabello y, en la lejanía, los pájaros surcaban el cielo sin rumbo fijo.

Un cañonazo hizo temblar la muralla y Bahn se encorvó. Se volvió hacia el lugar del impacto y vio a Halahan de pie y con la pierna mala afirmada sobre los escombros de la almena derruida; tenía una mano apoyada sobre la rodilla levantada y con la otra sujetaba la pipa de arcilla, que le colgaba de la comisura de los labios mientras examinaba, con el gesto impertérrito, una nube de polvo que se levantaba desde las piedras que tenía junto a la bota.

El veterano nathalés se inclinó hacia delante y escupió al montón de trizas como si quisiera apagar una llama.

—¿Dándole vueltas a un polvo? —preguntó a Bahn sin volverse hacia él.

Bahn lo miró perplejo. No entendía qué quería decir Halahan.

—Hace un momento parecía totalmente ensimismado. Pensé que estaría pensando en alguna mujerzuela.

Bahn se puso derecho. Se pasó la mano por el pelo y volvió a colocarse el yelmo en la cabeza. En todo momento puso mucho cuidado en permanecer escudado por las almenas.

—Se mueve con la tranquilidad de un león de las montañas —replicó antes de pensar lo que estaba diciendo.

Halahan tuvo la gentileza de no bajar la mirada a la prótesis metálica con bisagras que envolvía buena parte de su pierna y se limitó a volverse hacia Bahn. Había en sus retinas un matiz de humor negro que brillaba con el deslumbrante azul oscuro de un cielo crepuscular. A Bahn siempre le había gustado el comandante nathalés de la brigada de Chaquetas Grises; siempre había respetado su forma de ser y su aversión a las tonterías, su humildad y su ausencia de malicia. Unos rasgos muy distintos de los del resto de los oficiales que conocía.

En el pasado había sido sacerdote. Al menos eso había oído Bahn; aunque se le hacía difícil vislumbrar en el oficial actual algún vestigio del antiguo hombre religioso. Más bien al contrario, pues en su carácter había algo de persona de vuelta de todo, de anárquico.

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