Yelmos de hierro (38 page)

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Authors: Douglas Niles

BOOK: Yelmos de hierro
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—¡El fortín que habéis mandado construir protegerá nuestros intereses! —protestó Kardann—. ¡Podéis dejar una guarnición considerable hasta que la flota vuelva con más hombres!

—Creo que vuestra comprensión de las tácticas militares no es tan grande como vuestra habilidad con los números, mi querido contable. —El general habló con suavidad, con la esperanza de humillar al contable en lugar de imponer el rango. El capitán Daggrande sonrió ante la ironía, pero Cordell sintió una cierta alarma al ver que varios de sus oficiales parecían tomar muy en serio a Kardann—. Si abandonásemos estas costas ahora —insistió—, perderíamos todas las ventajas conseguidas. Esta gente sólo nos aceptará como amos si continuamos siéndolo no sólo durante un par de días o una semana, sino durante meses, quizás años.

Kardann comenzó a tartamudear, pero Cordell lo silenció con la mirada.

—¡Para aquel entonces, espero tener a toda esta tierra sometida al estandarte de la Legión Dorada! —Hizo una pausa para dar tiempo a que todos entendieran la importancia de su compromiso.

»Aprovechad el día para disfrutar de vuestra estancia —dijo, en tono festivo—. Muy pronto volveremos al trabajo. ¡Tenemos que construir Puerto de Helm!

El estómago de Gultec gruñó otra vez, y el esbelto jaguar se levantó y se desperezó a placer. Se acomodó en la robusta rama que le servía de asiento, a varios metros de altura, y se dedicó a limpiarse. Tenía hambre, pero no era una necesidad urgente.

Por fin, el felino manchado saltó a una rama más baja, y de allí saltó hasta la horcadura de un árbol vecino. Su hocico tembló, alerta al olor de la presa.

Gultec buscó su camino por las ramas a media altura, para evitar los matorrales y no perder la protección del follaje que ocultaba su presencia. Dedicó a la caza casi una hora, pero no encontró nada comestible.

Las sombras eran cada vez más largas en ios pequeños claros de la selva. El jaguar se movía entre las sombras, y su piel naranja y negra se fundía con la oscuridad. Cada vez tenía más hambre.

El animal avanzaba por una región de la selva muy lejos de Ulatos. Había marchado con rumbo sur, y cazado y dormido cuando hacía falta. Nunca había estado tan al sur, y esta zona era casi desconocida para la gente de la ciudad.

Gultec comenzó a moverse con una prisa desacostumbrada, porque la caza había sido escasa en los últimos días. El hambre lo empujaba, y, cuando no podía ir de rama en rama, caminaba por los senderos. Cazó a un pequeño roedor y lo devoró de un bocado, pero la minúscula víctima no aminoró su apetito.

Quizá fue por la urgencia de comer que abandonó su cautela habitual. Habían pasado muchos días sin ver ningún rastro humano, y relajó la vigilancia. El enorme felino no tenía por qué preocuparse de otros enemigos. Por lo general, ni siquiera el poderoso
hakuna
se molestaba por la presencia de otro depredador.

En cualquier caso, Gultec se deslizó en silencio por un sendero mientras caía la noche. Sus patas acolchadas pisaban suavemente la hierba, y cada cinco o seis pasos se detenía para olisquear el aire y mirar a su alrededor.

Impaciente, avanzó al trote. En un momento dado, soltó un gruñido irritado antes de recordar la necesidad de actuar con sigilo. Mientras recorría la senda, escuchó algo que se agitaba más allá. La brisa le trajo el delicioso olor de un pavo; comida suficiente para llenar el estómago de un jaguar.

Gultec se agazapó y avanzó casi tocando el suelo con la panza. ¡Allí! Vio al pavo, que permanecía junto al tronco de un árbol. El ave aleteaba y se retorcía, pero no se alejaba. Ni siquiera la aguda mirada de Gultec pudo descubrir la cuerda que lo sujetaba.

Con un salto perfecto, Gultec se lanzó hacia su presa. El ataque estaba planeado al milímetro; tocaría el suelo a tres metros del pavo, y en el salto siguiente lo tendría entre sus garras.

Sus patas se apoyaron en la hierba, listas para impulsarlo, pero la tierra no era firme, y cedió bajo su peso. Con un rugido de furia y pánico, Gultec cayó a través de un entramado de ramas que ocultaba un pozo muy profundo, y se estrelló contra el fondo.

De inmediato, el jaguar se elevó en un salto tremendo e intentó buscar un punto de apoyo en la pared para escalar hasta la boca del agujero, sin conseguirlo. Una y otra vez, el felino repitió el esfuerzo, siempre con el mismo resultado.

Por fin, exhausto y famélico, se acomodó en un rincón. Contempló cómo poco a poco el cielo se poblaba de estrellas y, a pesar de su furia, tuvo que aceptar que lo habían atrapado.

Varias docenas de hombres permanecieron en Ulatos, mientras el resto de la legión se trasladaba al fondeadero a unos cinco kilómetros de la ciudad. La construcción de Puerto de Helm comenzó en el momento en que doscientos legionarios, provistos de picos y palas, atacaron la colina rocosa cercana a la playa.

Darién había utilizado un poderoso hechizo de movimiento de tierras para iniciar un espigón en la laguna, y ahora los hombres trabajaban con carretillas y azadones, para extender el muelle hacia aguas más profundas. Por su parte, el capitán general y la hechicera abandonaron el palacio y se instalaron otra vez a bordo del
Halcón.

Aquella noche, en el lujoso camarote, dos figuras yacían en la cama. Cordell roncaba mientras Darién permanecía bien despierta, alerta a todo lo que ocurría a su alrededor; la oscuridad no era obstáculo para sus sentidos.

Una sensación de peligro la estremeció, y la mujer elfa se sentó en la cama. Algo invisible la advirtió del ataque, y Darién apoyó los pies en el suelo. Su túnica, donde guardaba los numerosos paquetes con los componentes de los hechizos, colgaba de uno de los pilares de la cama.

De pronto, una ráfaga de viento se coló por debajo de la puerta. La aguda visión de Darién, con una sensibilidad especial para captar a criaturas sobrenaturales como el cazador invisible, lo reconoció en el acto; una fracción de segundo después, comprendió sus intenciones.

El cazador venía en su busca; en el interior del camarote, el viento se transformó en un torbellino que extendió sus tentáculos de aire hacia Darién, dispuesto a matarla. Pero Darién tenía preparado su hechizo. Lanzó un escupitajo contra el atacante invisible, y después, con las manos levantadas ante su rostro, gritó la palabra que completaba la magia:

—¡Dyss-ssymmi!

Con un horrible sonido de succión, el torbellino giró cada vez más rápido al tiempo que se reducía de tamaño, hasta que se esfumó con un chasquido. El hechizo había devuelto al cazador al plano aéreo.

Cordell, que se había despertado con el grito de Darién, rodeó con su brazo los hombros de la maga, sin disimular su asombro ante la sangre fría de la elfa.

—¿Qué era eso? —preguntó, sentándose en el borde de la cama. No había visto al atacante; sólo había escuchado el aullido del viento.

—Mi cazador. Fracasó en su intento de matar a Halloran, y vino en mi busca. Es uno de los riesgos del hechizo. —Darién se despreocupó del ataque; le interesaban mucho más las implicaciones—. Esto significa que Halloran sigue con vida —añadió—. De haber muerto por la ingestión del veneno, el cazador no habría venido en mi búsqueda; habría vuelto a su dimensión.

—¡Maldita sea! —exclamó Cordell. Se recostó con un suspiro—. ¡El muchacho nos pone las cosas difíciles!

Darién lo espió de reojo, furiosa, segura de que su amante no podía ver su expresión.

—Quizá, difíciles. ¡Pero no escapará!

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—¿Adónde puede ir? Tenemos el control de Ulatos y, a través de la ciudad, podemos estar informados de todo lo que ocurre en el país. Tarde o temprano, alguien traerá noticias suyas. ¡Recuerda que su presencia será motivo de revuelo allí adonde vaya! —Darién se apoyó en el hombre y lo empujó suavemente contra las sábanas. él sonrió.

—Ven más cerca —dijo Cordell, estrechándola entre sus brazos—. Quiero saber algo más de tus planes.

—No tengo manera de corresponder a la bondad que me has demostrado. Lo que has hecho por mí representa mucho más que la vida. —Poshtli hizo una profunda reverencia ante Luskag; no podía dejar de parpadear y acabó por desviar la mirada. El punto dorado todavía ardía ante sus ojos.

Pero la visión había valido el precio. Si ahora podía realizar la tarea que le esperaba, quizá se podía salvar una ciudad, a todo un pueblo.

—Has sido un magnífico compañero, Poshtli de Nexal —afirmó Luskag, sincero. El enano se enjugó el sudor de la calva, y después metió la mano en el carcaj colgado de su cinturón.

»Quiero que lleves estas flechas para tu viaje —dijo. En su mano sostenía seis dardos. El Caballero águila cogió el regalo y repitió la reverencia.

Las flechas no tenían ninguna marca que las distinguiera, pero cada una —hecha con el mejor junco— era totalmente recta. Las puntas de obsidiana habían sido talladas de una piedra sin fallas. Las plumas del astil eran pequeñas; sin embargo, Poshtli presintió que allí residía la fuerza real del regalo.

El cacique de los enanos del desierto y un nutrido grupo de guerreros muy bronceados y cubiertos de polvo se habían reunido en el centro de la Casa del Sol para despedir al forastero, uno de los pocos humanos que habían estado allí, según las palabras de Luskag. Muchos hombres habían entrado en el desierto en busca de la Piedra del Sol, pero sólo un puñado había salido con vida.

El poblado no era más que un montón de cuevas en las paredes de un cañón. Los enanos habían quitado la maleza y alisado el fondo de un sector, y fue allí donde Poshtli saludó a los reunidos y dirigió una última mirada a Luskag.

El Caballero águila vestía su uniforme completo —la capa de plumas blancas y negras, y el yelmo picudo—, mientras que, atados al cinturón o al arnés, llevaba el arco, las flechas, la lanza y la
maca.

De pronto Poshtli comenzó a girar sobre sí mismo. Los enanos se apartaron deprisa cuando él alzó los brazos para que la capa se extendiera en un círculo. Entonces se puso en cuclillas y batió las alas. Se elevó un poco, volvió a tocar tierra unos pasos más allá, y después remontó el vuelo.

El guerrero disfrutó con las expresiones de asombro en las caras de los enanos. Sus poderosas alas se agitaron mientras volaba en círculos, cada vez más alto, por encima de la Casa del Sol. Lanzó un grito de desafío y despedida cuyo eco se escuchó en el cañón hasta mucho después de su partida. Una corriente de aire frío lo elevó, para llevarlo hacia oriente.

Poshtli voló incansable hacia el este, tal cual le habían indicado sus visiones.

Durante horas no vio otra cosa que arena, pero después el desierto dio paso a la llanura, a continuación a las montañas, y por fin a la selva. El águila se sostuvo con el poder de la
pluma,
porque Poshtli no se detuvo a comer ni a dormir, a pesar de que el sol salió y se puso durante su vuelo.

Voló por el aire pesado y húmedo sobre las selvas de Payit, y sus músculos se recargaron de energía. Presentía la meta en la distancia. La pirámide verde no tardaría en aparecer ante sus ojos.

Halloran y Erix avanzaron a través del bosque durante toda una jornada, sofocados por el aire caliente y húmedo, y sin hacer caso de las nubes de insectos que los picaban. De vez en cuando, encontraban un sendero angosto y montaban a
Tormenta,
mientras
Caporal
trotaba delante o atrás. El calor mortificaba al sabueso, y Hal se preguntó si el perro podría aguantar mucho más.

Pretendían ir tierra adentro hasta donde les fuera posible, evitando los poblados. Hal opinaba que cualquier persecución por parte de los legionarios se realizaría a lo largo de la playa, el único terreno apto para la caballería. Hubo momentos en que incluso él pensó en abandonar a su fiel yegua, pero después descartó la idea, y cortó con nuevos bríos la maleza para abrir un paso lo bastante amplio para el animal.

Por fin el largo día se acabó, y los exhaustos jóvenes montaron su campamento entre dos troncos, después de que Halloran hubo despojado el lugar de helechos y enredaderas. Con un último resto de energía, Hal desensilló a
Tormenta
antes de desplomarse, agotado. El perro ya dormía, si bien se sacudía y quejaba en sueños.

No habían encontrado agua en toda la jornada, pero Erix dio con unas plantas de tallo grueso, que al cortarlas daban un precioso hilillo de agua fresca. Después de comer un par de bocados de tortilla de maíz y alubias, Erix se quedó dormida.

Una vez más, Halloran abrió el libro de Darién e intentó concentrarse en la lectura. Las palabras todavía le resultaban poco familiares. Si bien había sido capaz de lanzar el proyectil mágico contra Alvarro, ahora no conseguía aprender la fórmula, y lo mismo le ocurrió con el hechizo de la luz. Sin darse cuenta, se quedó dormido con el libro apoyado en el pecho.

Cerca de medianoche, los llantos del sabueso despertaron a los jóvenes. No tardaron en descubrir el motivo: los aullidos agudos de una jauría resonaban por el bosque como la voz del destino.

—Se acercan —susurró Erix, pasmada.

Halloran se resistía a creer que la jauría tuviese alguna relación con él. Después de todo, sabía que ni el fraile ni la maga eran capaces de un hechizo de estas características. Pero dos actos mágicos consecutivos confirmaban sus peores sospechas.

—Están
muy
cerca —afirmó severo, mirando los ojos de Erix. Quería hundirse en su cálida profundidad, que prometía consuelo y refugio, aunque sabía que era imposible.

—¿Dónde están? —preguntó la muchacha, angustiada; intentaba disimular el miedo, sin conseguirlo del todo.

—No lo sé. Debe de tratarse de algo de magia negra... muy poderosa, letal. Por el sonido parece ser una jauría a la caza, pero es demasiado demoníaco para ser de este mundo. —Halloran se armó de valor.

»¿Recuerdas cuando te dije que debíamos separarnos si la situación era muy peligrosa? Ahora ha llegado el momento. No puedes permanecer conmigo. No soy capaz de correr más rápido que esas criaturas, y, cuando me atrapen, no será agradable. Quizá pueda demorarlas, para que tú puedas alejarte. —Erix se rió ante sus narices, y Halloran la miró atónito; no le veía la gracia—. ¡Hablo en serio! ¡Tenemos que separarnos! ¡Es tu única oportunidad!

—¿No se te ha ocurrido pensar que la jauría venga detrás de mí? —preguntó la joven. Se puso de pie y ayudó a Hal a levantarse—. Quizá deberíamos permanecer juntos e intentar ayudarnos mutuamente.

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