Yelmos de hierro (37 page)

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Authors: Douglas Niles

BOOK: Yelmos de hierro
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»Nos aseguraremos de que los guerreros de Ulatos recuerden mientras vivan que han sido conquistados por la Legión Dorada.

De la crónica de Coton:

Mientras, la oscuridad cae sobre las costas de Nexal.

Zaltec mantiene esclavizada a Maztica. Qotal nos tienta con la promesa de su retorno, con las señales del
cuatl,
con las visiones del Caballero águila, pero no da ninguna prueba de su próxima llegada. Y ahora un Muy Anciano recorre nuestra tierra.

Lo sigue su jauría de sabuesos —bestias negras y feroces surgidas del averno, el mundo de Zaltec y el Fuego Oscuro— y busca matar el futuro antes de que pueda comenzar. Porque así podrá asegurar el triunfo de Zaltec.

Pero ahora el Muy Anciano también se mueve con temor, porque las piezas del futuro comienzan a estar en su sitio. Debe matar a la muchacha y, al mismo tiempo, mantener su naturaleza en secreto. Al parecer, hasta los Muy Ancianos temen a los extranjeros.

La muchacha todavía es una hija de
pluma,
y también es beneficiaría de una ayuda imprevista. El hombre blanco la acompaña no como conquistador, sino como compañero. Juntos desafían a la oscuridad, pero la oscuridad es enorme, y ellos son muy pequeños.

19
Puerto de Helm

—¿Qué te ha pasado? —exclamó Erix, echando la cabeza hacia atrás para poder mirar hacia la cara de Halloran.

—¡La pócima..., uno de los frasquitos! ¡Te hace crecer! —Erix se tapó las orejas con las manos, y Halloran se cohibió, al imaginar el estruendo de su voz al resonar entre las paredes de piedra. Se puso en cuclillas junto a la gruta, y vio que el hechizo de luz había perdido un poco de fuerza durante la pelea.

—Y esa...
cosa
que te atacó... ¡No podía verla! ¿Qué era? —La muchacha se acercó a Hal, y levantó una mano temblorosa para tocarle las rodillas, como si quisiera asegurarse de que era real. Aun en cuclillas, él quedaba mucho más alto, pero al menos sus rostros se encontraban
mis
cerca. Hal hizo un esfuerzo para dominar el volumen de su voz.

—No lo sé. He escuchado hablar de cosas como ésa... Cazadores invisibles y seres que los hechiceros pueden llamar. Creo que era uno de los primeros..., que consiguió seguir nuestro rastro hasta aquí.

Erix frunció el entrecejo mientras se concentraba en los ruidos de la selva.

—Escucha... el aullido. ¡Ha desaparecido!

Ambos permanecieron inmóviles por unos momentos, escuchando. Hal observó las primeras luces del alba.

—No creo que nuestro amigo invisible tuviese nada que ver con el aullido —opinó—. Ahora no se escucha, pero esto no quiere decir que haya abandonado la pista.

—¿Piensas que alguien más conoce nuestro paradero? ¡Si el cazador invisible pudo encontrarnos, quizá también pueda hacerlo su amo!

—O ama... —acotó Hal, con su pensamiento puesto en Darién. Sabía que la maga no le perdonaría jamás el robo del libro, y sospechaba que sería implacable en la búsqueda de su venganza. Por fortuna, la carencia del libro limitaba los poderes de la hechicera, y dificultaba la búsqueda.

»Ahí has acertado —dijo—. Pienso que lo mejor será irnos de aquí inmediatamente.

La luz del amanecer teñía la mitad del cielo, pero en la selva continuaba el silencio. El rumor de las olas en la playa era el único sonido que llegaba hasta la gruta.

De pronto, Halloran se dobló en dos, su cuerpo de gigante derribado como un árbol talado. Cayó a cuatro patas, sacudido por unas arcadas tremendas. Por un segundo, experimentó la terrible sensación de caída libre mientras el mundo giraba a su alrededor. Su cuerpo se retorció, atormentado por las convulsiones, y notó que la hierba se le escapaba de las manos con las sacudidas.

Por fin, volvió la sensación de normalidad. Permaneció de rodillas, en la misma posición, y poco a poco recuperó el aliento. Ya no sentía náuseas. Pero lo más importante era que su tamaño era el de antes, no el de un gigante. Erix lo ayudó a ponerse de pie.

—¿Estás herido? —preguntó la joven—. Parecías sufrir un dolor tremendo.

él asintió, mientras reprimía un gemido.

—Por un instante, pensé que iba a morir. Ahora ya pasó todo.

—No me gusta esta magia que te transforma —dijo Erix, que dio énfasis a sus palabras con un cabeceo—. ¡Creo que deberías tirar todas las pócimas!

—¡Pues ésta ha resultado muy útil! ¿Quién puede decir si la invisibilidad no nos sacará de apuros? O esta otra pócima..., ¿para qué servirá?

Hal cogió el otro frasco de la alforja. Al igual que los otros dos envases, éste llevaba una etiqueta ilegible. Quitó el tapón, y acercó la botellita a sus labios.

—¡Espera! —exclamó Erix, angustiada—. Aún no te has repuesto de los efectos de la otra. Al menos deja pasar unas horas antes de probarla.

El joven estuvo a punto de no atender a la súplica, pero la angustia de su voz lo convenció de que Erix sufría por su suerte.

—De acuerdo —respondió, y guardó el frasco.

—¿Son éstos los guerreros que han causado problemas? —preguntó Cordell.

Cuatro hombres habían sido llevados a su presencia, cargados de cadenas. Ahora esperaban de rodillas delante del capitán general en la plaza de Ulatos. Estaban cubiertos de roña, vestidos sólo con los restos de sus taparrabos. Resultaba difícil creer que habían sido Caballeros Jaguares y águilas.

—Estos son —gruñó Alvarro, que dio un bofetón a uno de los cautivos que se atrevió a levantar la cabeza al escuchar la voz de Cordell.

El caballista conocía la intención de su comandante, y toda esta payasada era un juego que le resultaba muy divertido. Los hombres no habían provocado ningún incidente. Su única ofensa había sido mirarlo con odio, en lugar de bajar la mirada como los demás prisioneros. Los guerreros payitas solían volverse malhumorados y apáticos cuando los capturaban. Pero la mirada había sido la excusa que necesitaba Alvarro.

—¿Valez, estás preparado? —preguntó Cordell.

—¡Sí, mi general! —gritó el herrero de la legión. Se arrodilló delante de una pila de ascuas, y sacó un hierro candente. En la punta aparecía la imagen del ojo vigilante de Helm, que brillaba con un rojo cereza.

El grupo se encontraba en la tarima en medio de la plaza, en compañía de Darién y un nutrido contingente de guardias. Muchos nativos se habían dado cita en el lugar para presenciar la magia de los hombres blancos. La hechicera permanecía junto a Cordell, lista para traducir sus palabras en el momento preciso.

El primer prisionero no sabía lo que le esperaba. Dos legionarios lo arrojaron de boca al suelo y se arrodillaron sobre su espalda, al tiempo que lo obligaban a poner la cara de costado contra el pavimento. Valez se movió deprisa, y apoyó el hierro al rojo contra la mejilla del hombre.

Un hedor nauseabundo se esparció al instante, y una columna de humo se elevó de la quemadura. El caballero soltó un alarido, pero los legionarios lo retuvieron en la misma posición. Un segundo más tarde, Valez apartó el hierro, y el hombre rodó por el suelo y se echó a llorar desconsolado. Los soldados no lo sabían, pero sus lágrimas no eran de dolor, sino de vergüenza.

En cuestión de minutos, los otros tres caballeros corrieron la misma suerte, si bien opusieron una resistencia frenética a la humillación. Pero, al final, cada uno sucumbió a la fuerza de sus captores y acabó marcado con el ojo vigilante en su rostro.

—La mano de Helm está en todas partes —anunció Domincus, con voz solemne. El fraile miró a los hombres marcados como si su presencia fuera una ofensa a su dios.

—Así es —afirmó Cordell. Se sentía preocupado por el clérigo. Desde la muerte de su hija, Domincus se había obsesionado con la venganza de Helm contra los asesinos, y en su mente, trastornada por el odio, veía a todos los nativos como culpables.

Sin embargo, su obsesión había resultado muy útil en la conquista de Ulatos. El fraile había proclamado con tanto vigor el poder de Helm, tan palpable había sido la prueba de su superioridad en el resultado de la batalla, que los payitas parecían aceptar a Helm como un dios superior, sin discusiones. Domincus les había dicho que Helm en persona había depuesto a los dioses paganos. Ahora, los mazticas se reunían a diario para escuchar las arengas del fraile en un idioma que no entendían. Aun así, conocían el ojo vigilante de Helm bordado en el estandarte, y habían comenzado a tratarlo con el respeto debido a un dios poderoso; se posternaban cada vez que la bandera subía o bajaba.

—¡Que éste sea el último recordatorio de nuestro dominio y del castigo que merecen nuestros enemigos! —proclamó Cordell, y Darién tradujo sus palabras. La hechicera, tapada de pies a cabeza como tenía por costumbre cada vez que se aventuraba a la luz del sol, miró satisfecha a los prisioneros.

Una vez más, se sentía impresionada por la sabiduría del general. La legión no podía permitirse dejar muchos soldados de guarnición en Ulatos, pero la ciudad debía recordar que había sido conquistada. Incluso cuando no hubiese ningún legionario a la vista, los ciudadanos mirarían a estos cuatro guerreros y el recuerdo se mantendría fresco.

—Volvamos a palacio —dijo el capitán general, que marchó a paso ligero hacia su residencia.

Darién y Domincus lo escoltaron a través del patio. Daggrande y Kardann los esperaban.

—El cacique, Caxal, está aquí, general —informó el enano.

—¿Ha traído a alguien con él?

—Sí, señor. Ha traído a unos cuantos para que os hablen de aquella ciudad, Nexal. —El capitán señaló hacia el patio interior de la residencia.

Cordell se dio prisa en pasar por la arcada bordeada de hiedra. Encontró a Caxal sentado en un banco de piedra, en compañía de seis hombres sentados en el suelo. El capitán general hizo una pausa para esperar a Darién, mientras los payitas se apresuraban a ponerse de rodillas y tocar el suelo con la frente.

El resto de los capitanes de Cordell, Garrant y los comandantes de los arqueros y lanceros, se sumaron al grupo. El último en llegar fue Kardann. Sin dejar de jadear, preparó inmediatamente sus plumas y pergaminos, mientras Cordell hablaba.

—Quiero que me digáis todo lo que sabéis acerca de la tierra de Nexal, de su gente y de la propia ciudad. No os haré ningún daño. Daré una recompensa a todos los que compartan sus conocimientos conmigo. Ahora, hablad.

El general se paseó arriba y abajo junto a un estanque rodeado de flores, mientras Darién traducía sus palabras. Los nativos permanecieron de rodillas delante del conquistador.

—Tú —Cordell señaló a un hombre alto vestido con una sencilla túnica blanca—, ¿has estado allí?

—Sí, excelentísimo señor. La ciudad de Nexal es la ciudad más grande de todo el Mundo Verdadero. A su lado, Ulatos no es más que un pueblucho sórdido y miserable.

—¿Y oro? —preguntó Cordell—. ¿Los nexalas tienen oro?

—¡Oh, sí, magnífico conquistador! El más humilde de sus señores lleva placas de oro puro sobre el pecho, pendientes en las orejas, y tapones en los labios. Cobran en oro los tributos impuestos a todas las tribus que han conquistado.

»El mercado de Nexal no tiene comparación con ningún otro en el mundo, supremo señor. El mercado ocupa una plaza del tamaño de toda esta ciudad. Su ilustrísima encontrará allí oro, plumas, turquesas, perlas y jade, todo tipo de tesoros, objetos mágicos, cosas de
plumamagia y zarpamagia.

»Además, hay grandes tesoros. El propio Naltecona oculta en algún lugar de su palacio más riquezas que toda nuestra humilde ciudad. Y cada uno de sus consejeros tiene su propio palacio, y en todos hay un cuarto que jamás ha sido abierto a lo largo de toda la historia de Nexal.

—¿Cómo sabes todo esto? —Al capitán general le resultaba sospechoso el entusiasmo de su interlocutor; sin embargo, el nativo se apresuró a darle una explicación.

—He comerciado con los mercaderes de Nexal —respondió—, los
potec,
que viajan por todo Maztica. Algunas veces vienen a Payit, interesados en comprar cacao y plumas que no se encuentran en tierras menos ubérrimas. Hablan sin tapujos acerca de su ciudad, y de los muchos impuestos que pagan a Naltecona para su peculio personal, de la misma manera que sus padres pagaron impuestos al padre de Naltecona. En una ocasión, viajé a Nexal en compañía de un grupo de
potec,
y viví un año en aquella gran ciudad. Pasé muchos días en el mercado, dedicado a comerciar y a aprender sus costumbres.

—¿Qué hay de su ejército?

—Los guerreros de Nexal son más numerosos que los granos de arena de la playa —contestó el comerciante—. Han derrotado a todos sus enemigos, y conquistado a todas las naciones vecinas, excepto una. Me refiero a Kultaka, que tiene soldados tan feroces como los nexalas, aunque no tan numerosos.

—La ciudad, Nexal, ¿está fortificada?

—Está protegida por lagos por los cuatro costados, oh invencible guerrero. Hay que recorrer largas pasarelas para llegar a la ciudad, y cada una tiene muchas secciones de madera que se pueden quitar. Es una ciudad de canales, plazas y avenidas. No hay paredes a su alrededor.

Los demás nativos confirmaron o adornaron el relato del mercader. La mayoría de los detalles se referían a los murales, los grandes templos y los dioses sangrientos. Ninguno podía precisar el tamaño del ejército nexala, pero era obvio que, en comparación, la fuerza payita era un regimiento.

Cordell también consiguió información acerca de la situación geográfica de la ciudad, gracias a un mapa de muchos colores, dibujado por el mercader, con las características del terreno muy bien detalladas. Después de recompensar a los aborígenes con cuentas de vidrio y acompañarlos hasta la puerta, el capitán general se dirigió a sus oficiales.

—Daggrande, ¿cómo va la carga?

—Esta mañana, hemos acabado de cargar el oro, general. Está distribuido entre todas las naves.

—Espléndido. Permaneceremos aquí un día más para que los hombres disfruten de la victoria.

—¿Puedo preguntar —dijo Kardann— si el capitán general ha considerado la sugerencia de volver a Amn en busca de refuerzos? Con el tesoro que tenemos en las bodegas, el Consejo no vacilará en financiar una flota mucho más grande. —Varios capitanes asintieron y se escucharon murmullos de aprobación a la sugerencia.

—¡La legión avanzará hacia el oeste! —ladró Cordell—. Apenas si hemos cogido unas migajas del festín que tenemos delante. ¿Es que no os dais cuenta de que, en cuanto volvamos a casa, cualquier pirata o brujo de cuatro cuartos de la Costa de la Espada vendrá a Maztica?

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