Yo, la peor

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Authors: Monica Lavin

BOOK: Yo, la peor
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Novela alrededor de la monja novohispana sor Juana Inés de la Cruz, que en los últimos años debió deshacerse de sus libros y de la palabra, acosada por los altos funcionarios de la Iglesia en Nueva España. La novela mira a sor Juana a través de las mujeres reales y ficticias (abuela, madre, hermanas, tía, maestra, virreinas, esclavas, monjas y el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz, alias sor Filotea) que acompañaron su tiempo (la segunda mitad del siglo XVII) y que tejieron sus destinos por contraste o en complicidad con esta mujer sobresaliente

“Ahora me piden que sea otra de la que soy, que me corte la lengua, que me nuble la vista, que me ampute los dedos, el corazón, que no piense, que no sienta más que lo que es menester y propio de una religiosa, de una esposa de Cristo. ¿Quién ha decidido que no pensar es propio de la mujer del Altísimo?”

Monica Lavin

Yo, la peor

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21.03.12

Invocación

Santa Paula, patrona de las viudas, eremita que abandonaste los privilegios de tu cuna, los lujos de tu casa, los saraos y las conversaciones con los hombres y las mujeres del mundo para dedicarte a Dios, para servir a Dios y al santo Jerónimo que había sido tu maestro y había reconocido tus virtudes en Roma, cuando el papa Dámaso lo había invitado. Viuda de Toxocio que a los treinta y tres años te encontraste sola en el lecho nupcial, sola bajo el techo de la casa romana, sola en las calles, sola con tu cuerpo que había dado a luz a cinco críos, inútil y desatada. Precisaste un motivo que te protegiera de ti misma y de tu condición de viuda y de tu gusto por los ruidos del mundo, la música y la comida, el vino, los ropajes y las joyas, la mirada dulce de los hombres, el apetito de tu cuerpo y tu inteligencia, y así consagraste todo a la vida religiosa. A dormir en el suelo sobre un saco, a beber poca agua y a la comida frugal. Inculcaste a tus hijas el fervor religioso, tanto que las penitencias mataron a tu hija primera y tu dolor fue muy grande, pero Jerónimo te convocó y te hizo mirar que Blesila estaba en un lugar mejor al de los vivos y que eras egoísta por llorar su pérdida. Partiste con tu hija Eustoquia del puerto de Ostia, dejaste Roma cuando Paulina ya había casado con el senador, aunque tus hijos Toxocio y Rufina protestaron tu abandono.

Viajaste a los lugares santos —Egipto, Palestina, Jerusalén— con Jerónimo como maestro y guía. Ayunaste y fuiste rigurosa con tu dieta y al cuerpo abandonaste de afeites y miramientos, porque era el vehículo de tu alma, y ésta, en el nombre de Dios, te gobernaba. Anduviste los caminos con los eremitas y con Jerónimo fundaste los tres monasterios en Belén; dedicaste tu fortuna toda a esa tarea y hubo espacio para hombres y uno fue casa de mujeres. Y cuando tu hijo casó con Leta mandaron a la niña Paula a educarse contigo, la abuela santa. A vivir la vida austera, devota de Dios, sin desvíos, atenta a la regla, desprovista de lujos, ajena a todo aquello que distrajera la comunicación con el Señor, y tu nieta habría de seguirte en la dirección del monasterio educada por ti, destinada a llevar tu nombre y andar tus pasos.

Las calles de Roma se quedaron sin tus zapatillas bordadas de piedra, Paula; echaron de menos tus pies que descalzos andaban los desiertos o llevaban a tu cuerpo a tumbarse en el piso de chozas de barro, en cuevas, comiendo poco, orando, cantando los salmos en el hebreo que tu padre te había enseñado, atendiendo al santo Jerónimo que envejecía como tú, Paula.

Santa Paula, patrona de las viudas, de las mujeres sin hombre, de las mujeres que han perdido su lugar en lo terreno y no se bastan, y elevan la cara al cielo, buscando la poesía de los afectos, la dedicación y el propósito de su tiempo, de su paso por el mundo; mirando cómo colocar la vida que han dedicado a un hombre en otro, que también exige mucho, pero que ofrece la promesa del divino cielo, de la paz eterna, despojada de egoísmos y menesteres vanos. Santa Paula, fiel de san Jerónimo, a tu vera se cobijan las viudas, las mujeres que siendo esposadas se han quedado solas, sin lugar en el mundo; porque ¿qué son las mujeres sin hombre que les dé nombre, techo, alimento, uso al cuerpo, honorabilidad, paso en la calle, silla en la mesa, lugar en la cama?, ¿qué son las mujeres que se quedan huecas de varón sino personas a medias, fantasmas de otra vida? Santa Paula, protégelas de sí mismas, de sus deseos, de su estigma de solas. Santa Paula, acoge en tu seno a las mujeres sin padre, a las mujeres sin marido, a las mujeres sin oficio y también a las que, viudas desde antes de tomar hombre, aceptan la unión con Dios como único sitio en el mundo para que la altura de su inteligencia tenga alas, aire, propósito. Santa Paula, permite a Juana Inés Ramírez de Asbaje, viuda de nacimiento, viuda tres veces —porque dejó una vida en Panoayan, otra en el palacio y la última en los brazos de Cristo; viuda que será del mundo cuando entre a la casa donde riges con el muy santo Jerónimo—, que elija su camino, que lo entinte de signos, que lo ilumine con los luceros de su excepcional inteligencia, con la atinada cosecha de sus versos. Santa Paula, como mujer, como patricia, como viuda a destiempo, protege el camino que elige la mujer nacida a la vera de los volcanes en el intermedio del siglo XVII en Nueva España. Permite que las palabras de las mujeres que la conocieron y que vivieron su tiempo den vida y testimonio. Comprende que tu sed por el conocimiento religioso, las Escrituras que te supiste de memoria para proveer a san Jerónimo de los textos originales en hebreo, en griego, en siríaco y que él tradujera la Biblia al latín, es la sed de otras mujeres. La sed de conocer, la insatisfacción de ser viuda de privilegios. Si en santa te convertiste tú, en monja poeta se convirtió Juana Inés Ramírez, celebridad de su tiempo. Santa Paula, permite que la viudez de la niña del volcán, cortesana favorita, estudiosa sin universidad, encuentre en los libros y en el sosiego del convento el propósito y el sentido de su media persona sin padre, sin hombre en su lecho. Dale a Dios como marido tolerante para que el mundo goce de las luces de una inteligencia no común.

Protégela de los hombres que representan a Dios en la tierra, pero que son hombres al fin en tierra de hombres donde el poder de la inteligencia y la palabra les pertenece.

Santa Paula, viuda por destino, santa por elección, comprende y arropa la decisión de Juana Inés. No permitas que, como tú, al final de tu vida, pierda la voz, su otra mitad: las palabras.

Parte I

La niña del volcán

Los lobos

Noviembre 17 de 1694

Querida y admirada María Luisa:

Te escribo con la certeza de que no tenemos tiempo. Es preciso que procedas de prisa para que los lobos se den cuenta de que su plan ha fallado. Han seguido acorralándome y yo he dado muestras de que me han convencido, pero tú bien sabes la verdad. Tú que has recibido de mi pluma evidencias de afecto y reverencia, de mi amistad y devoción perenne, das ahora pruebas tan altas de tu amor por mi persona que me será imposible estar a la altura de tus gestos de comprensión y tus capacidades de estratega para vencer en la batalla.

Cuantos versos te escribí en los tiempos en que estuviste en Palacio, tan cerca de mi celda en San Jerónimo, tan arropada por los volcanes como yo, son ascuas apenas,
indicios vanos
de la insondable emoción que tu compañía me ha brindado a lo largo del tiempo. Y que hoy, cuando los tres lobos se han puesto en mi contra, cuando quieren comer a su cordera, porque balan con palabras, me recoges en tu seno tan virtuosa como la virgen María, como la madre de Cristo, con el desinterés que sólo un amor incondicional puede proveer. Te escribo atribulada por lo que desde la publicación de la
Carta atenagórica,
tres años atrás, ha sucedido, y emocionada por las providencias que tú has tomado para que ellos no logren lo que se han propuesto; para que si la Santa Inquisición ha de juzgarme como al amigo Palavicino, quien en su sermón sobre las finezas en el convento de San Jerónimo osó darme la razón y llamarme la Minerva de América —lo que atesoro con agradecido honor—, encuentren que aunque mi pellejo se haga costra con las llamas y mis ojos se derritan y mi lengua no sea más que un músculo inservible, mis palabras habrán volado antes, habrán surcado mares y despreciado poderosas decisiones de que se me recuerde como a una santa, como a una arrepentida de haber dedicado al mundo palabras vanas. Tú ya sabes que mi nombre ha sido llevado al Santo Oficio anteriormente por considerar profanos mis villancicos, porque juzgan pecaminoso que incluya a los negros y sus bailes y sus rebumbes y cadencias en el estribillo final y festivo de los villancicos que se escenifican en los atrios. Cómo quieren tener la atención de los pueblos si no mezclan sus gozos con religiosos luceros. Muy a propósito he cesado las referencias a los negros cuando la persecución en los oratorios donde se reúnen a bailar ha sido tenaz, pero por más sofocos que hagan en la vía pública, los bailes se hacen a puertas cerradas, que lo supe bien por mi negra Juana de San José y por lo que se cuenta en pasillos y patios de este convento que en su encierro tiene muchas ventanas al mundo.

Ahora se añaden a la ojeriza contra mi persona, razones más poderosas para desatar un auto. Siempre pensé que tus ideas eran brillantes; lo mismo ocurrió a tu marido, las sugerencias más notables para su gobierno eran las tuyas porque tenías no sólo una cabeza clara y aguda, sino veloz. Sabías tener contento al arzobispado. En tus tiempos, Aguiar y Seixas estaba sosiego; de todas las mujeres que hubiera querido encerrar en el convento de Belén con el loco de Barcia, tú eras la prueba fehaciente de los peligros que representaba una mujer poderosa y de su impotencia. Tú pensabas. Pensabas y actuabas. Tú eras sensible y gobernabas. Eras hermosa. Tú eras la representación del rey y a su imagen y semejanza departías con los poderes de Dios sobre la tierra porque, ojo, el rey gobernaba sobre lo religioso y lo laico. Pero qué te cuento yo a ti que tú no sepas, y que aún en tu calidad de ex virreina sigues procurando lazos, libros, empaques para que las palabras sobrevivan y nos den un peso en el mapa de las ideas, y de las creaciones, de los altos vuelos del arte que son propios de lo humano y del halo divino con que fuimos insuflados.

Te confieso, María Luisa, que he bajado de peso, que la comida me ha dejado de interesar y que ya no meto mano en las decisiones de la cocina. Mi curiosidad se ha replegado ensombrecida por la ira. Soy un animal acorralado, un animal acusado de su naturaleza: tener colmillos y usarlos, tener garras y encontrar su sitio en el mundo. Si la bestia se alimenta de otros animales, lo mío es alimentarme del pensamiento de los demás, de sus maneras de mirar el mundo, lo mío es apresar el entendimiento en palabras. Encontrar las metáforas del intelecto que me hagan estirar el cuello a las alturas donde la gracia divina lo permita. Pero los hombres no son divinos, los hombres son envidiosos. A uno lo he llamado de nuevo como mi confesor, qué golpe maestro para tenerlos en paz. La cordera recapacita sobre su antigua decisión de alejarlo y lo llama suplicante. Bien sabemos él y yo que lo atenaza la envidia de que lo que yo escriba sea publicado por obra y voluntad de mi virreina amiga, que mis villancicos tengan más lustre que los suyos. El más cercano y el más alejado de los hombres de mi mundo, Núñez de Miranda, el que me trajo al convento, bien sabes que me hice religiosa por sus consejos que no eran errados porque de qué otra manera hubiera dedicado tiempo al estudio, tenido la ventaja de las conversaciones nuestras, la cercanía de tu sensibilidad y de otras inteligencias pertinentes y atrevidas como Kino, Sigüenza, mi muy leal amigo, a quien la envidia nunca ha pesado, pues siempre ha reconocido a la compañera de aula que pude haber sido.

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