Yo mato (22 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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Era uno de esos perfumes el que llevaba el día que...

—¿Estás aquí, o debo ir a buscarte?

La voz de Nicolás apagó de golpe las imágenes que Frank tenía ante los ojos. Se dio cuenta de que estaba completamente abstraído.

—No, estoy aquí. Solo un poco cansado.

En realidad, el más cansado de los dos era Nicolás. Tenía los ojos inflamados y enrojecidos del que ha pasado una noche de insomnio y tiene la imperiosa necesidad de una ducha tibia y una cama fresca, en ese orden. Frank había subido al Pare Saint-Román y había dormido algunas horas por la tarde, pero él se había quedado en el despacho para terminar todo el trabajo burocrático que la investigación policial conlleva. Cuando lo dejó en la central, Frank había pensado que el día en que los policías ya no estuvieran obligados a perder la mitad de su tiempo rellenando papeles se salvarían a la vez las selvas amazónicas y muchas posibles víctimas de criminales.

Ahora iban a cenar a casa de Hulot y su mujer, Céline. Dejaron atrás el aparcamiento, los restaurantes y las tiendas de
souvenirs
, doblaron a la izquierda y cogieron la calle que llevaba a la parte más alta de la zona. Un poco más abajo de la iglesia que domina Eze se alzaba la casa de Nicolás Hulot; era un chalet de revoque claro y tejados oscuros, construido en equilibrio sobre el valle. Frank se había preguntado muchas veces de qué recursos habría echado mano el arquitecto para impedir que la fuerza de gravedad lo hiciera rodar cuesta abajo.

Aparcaron el Peugeot y Frank siguió a Nicolás mientras abría la puerta. Entraron en la casa. Frank se quedó de pie en el recibidor, mirando alrededor. Nicolás cerró la puerta a sus espaldas.

—Céline, hemos llegado.

La cabeza morena de la señora Hulot asomó por la puerta de la cocina, al final del pasillo.

—Hola, querido. Hola, Frank. Sigues tan guapo como siempre, por lo que veo. ¿Cómo estás?

—Hecho polvo. Lo único que puede reanimarme es tu cocina. Y a juzgar por el aroma, me parece que hay grandes probabilidades de curación.

La señora Hulot esbozó una sonrisa que iluminó su rostro bronceado. Salió de la cocina secándose las manos con un trapo.

—Ya está casi listo. Nic, ofrécele a Frank algo para beber mientras esperáis. Estoy un poco retrasada. He perdido mucho tiempo ordenando la habitación de Stephane. Le he dicho mil veces que trate de ser un poco más ordenado, pero no hace caso. Cuando sale siempre deja su cuarto hecho un desastre.

Volvió a la cocina con un revoloteo de faldas. Frank y Nicolás se miraron. En los ojos del comisario apareció la sombra de una pena que no terminaría jamás.

Stéphane, el hijo veinteañero de Céline y Nicolás Hulot, había muerto unos años atrás, a consecuencia de un accidente automovilístico, tras un largo coma. La mente de Céline se había negado a aceptar su muerte. Seguía siendo la mujer de siempre, dulce, inteligente y graciosa, sin que su personalidad se hubiera alterado en nada. Simplemente se comportaba como si Stéphane anduviera a diario por la casa, en vez de ser una foto y un nombre en la lápida de un cementerio. Tras visitarla algunas veces, los médicos consultados habían aconsejado a Hulot que siguiera el inofensivo juego de su esposa; creían que, en definitiva, aquello la protegía de daños psíquicos más graves.

Frank, que conocía el problema de Céline Hulot, se había adaptado a la situación desde su primer viaje a Europa. Lo mismo hizo Harriet cuando ambos estuvieron de vacaciones en la Costa Azul.

Después de la muerte de Harriet, la amistad con Nicolás se había hecho más profunda. Cada uno conocía la pena del otro, y solo en virtud de ese vínculo Frank había aceptado volver al principado de Monaco.

Hulot se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero Thonet hecho con madera de haya curvada al vapor, situado contra la pared de la izquierda. Toda la casa estaba decorada con muebles de coleccionista, fruto de una cuidadosa búsqueda, que transportaban a la época en que se había construido la casa.

Hulot llevó a Frank al salón, que se abría a un amplio balcón terraza desde el cual se dominaba la costa.

Fuera, la mesa para la cena estaba puesta con gusto, adornada con un ramo de flores amarillas y violeta dispuestas en un florero en el centro del inmaculado mantel. Se respiraba un ambiente hogareño, de cosas sencillas pero bien elegidas, de amor por una vida tranquila, sin ostentaciones. Se notaba la unión indisoluble de Nicolás y su mujer, el dolor por lo que ya no estaba, la añoranza por todo lo que habría podido ser y no había sido.

Frank lo percibía con claridad en el aire. Era un estado de ánimo que conocía a la perfección; esa sensación de pérdida que la vida conlleva inevitablemente cuando toca a alguien con la mano dura del dolor. Sin embargo, en vez de sentirse asustado, encontraba cierta paz en los ojos vivos de Céline Hulot, que había tenido coraje de sobrevivir al hijo muerto refugiándose en su inocente locura.

Frank la envidiaba, y estaba seguro de que el marido experimentaba el mismo sentimiento. Para ella los días no eran números que una mano tachaba cada noche; para ella el tiempo no era esperar interminablemente a alguien que no llegaría nunca. Céline tenía la sonrisa feliz del que está en una casa vacía pero sabe que la persona amada regresará en unas horas.

—¿Qué te apetece beber, Frank? —preguntó Hulot.

—El aroma habla de comida francesa. ¿Qué me dices de un aperitivo francés? Yo propondría un Pastis.

—Vale.

Nicolás fue al mueble bar a preparar las bebidas. Mientras tanto, Frank salió al balcón y se quedó mirando el panorama. Desde allí se dominaba una larga extensión de costa, ensenadas, bahías y cabos que avanzaban sobre el mar como dedos tendidos que indicaban el horizonte. El rojo del ocaso anunciaba otro día azul que a ellos les era negado.

Quizá aquella historia le había marcado definitivamente, pero a la mente de Frank acudió el título de un álbum de Neil Young,
Rust Never Sleeps.

La herrumbre no duerme nunca.

Delante de sus ojos se extendían todos los colores del paraíso. Agua azul, montañas verdes que se hundían en el mar, el oro rojo del cielo... aquel ocaso tan dulce lastimaba el corazón.

Pero pisando el suelo estaban ellos, los hombres de esta tierra, iguales a los hombres de otros cientos de lugares, en guerra con todas las cosas y de acuerdo en una sola: el intento desesperado de destruirlo todo.

«Nosotros somos la herrumbre que no duerme nunca.»

A su espalda oyó llegar a Nicolás. Lo vio a su lado, con dos vasos en las manos, llenos de un líquido opaco y lechoso. El hielo tintineó contra el cristal cuando Nicolás le pasó el aperitivo.

—Ten, siéntete francés durante uno o dos sorbos; después vuelve a ser estadounidense, que por ahora me sirves así.

Frank se llevó el vaso a los labios y notó el sabor y el perfume punzante del anís en la boca y la nariz. Bebieron con calma, en silencio, el uno al lado del otro, solos y decididos ante algo que parecía no tener fin. Había pasado un día desde que encontraron el cadáver de Yoshida, y no había sucedido nada. Un día consumido inútilmente a la caza de un indicio, de una pista. Una actividad frenética, una carrera agotadora por un camino que se perdía en el horizonte. Tregua. Eso era lo que deseaban. Solo un breve instante de tregua. Sin embargo, también en ese momento en que estaban a solas, había otra presencia que no lograban exorcizar.

—¿Qué hacemos, Frank?

El estadounidense se tomó un momento para beber otro sorbo.

—No lo sé, Nicolás. De veras que no lo sé. No tenemos casi nada. ¿Hay novedades de Lyon?

—Han terminado el análisis de la primera cinta, pero en esencia no ha dado más resultados que los de Clavert en Niza. Creo que con la segunda ocurrirá lo mismo. Cluny, el psicopatólogo, ha dicho que mañana me hará llegar un informe. He mandado también una copia del vídeo del coche, por si hay alguna indicación de las medidas físicas, pero si es como tú has dicho, tampoco eso nos servirá...

—¿Novedades de Froben?

—Ninguna. En la casa de Yoshida no han encontrado nada. Todas las huellas de la habitación donde le mataron son suyas. Las pisadas son del mismo tamaño que las encontradas en el barco de Jochen Welder, lo que confirma que el asesino calza un cuarenta y tres. Los pelos del sillón corresponden al muerto; la sangre es de su grupo, 0 Rh negativo.

—¿Y en el Bentley han descubierto algo?

—Lo mismo. Huellas de Yoshida a montones. En el volante hay otras huellas que estamos comparando con las de los vigilantes que conducían el coche de vez en cuando. He ordenado un estudio caligráfico de la inscripción del asiento, pero ya habrás visto que era muy similar a la primera. Igual, diría.

—Ya.

—Nuestra única esperanza es que continúen las llamadas a Jean-Loup Verdier y que ese maniático cometa al fin un error que nos permita cogerle.

—¿Crees que habría que poner bajo protección a ese chaval? Para evitar problemas, ya lo he hecho. Me ha llamado y me ha dicho que su casa está rodeada de periodistas. Le he pedido que no hable con ellos y he aprovechado para apostar un coche con dos agentes. Oficialmente, para llevarlo y traerlo de la radio sin que lo molesten. En realidad me siento más seguro así, aunque he preferido no decirle nada, para no asustarlo. Por lo demás, continuaremos vigilando la radio, como ya estamos haciendo.

—Ya. ¿Algo sobre las víctimas?

—Seguimos investigando con la policía alemana y con tus colegas del FBI. Estamos hurgando en la vida de los dos, pero por ahora no ha surgido nada. Tres personas famosas, dos estadounidenses y un europeo, de vida intensa pero sin ningún punto en común entre ellas, excepto los que ya hemos considerado. No los une nada de nada, salvo el hecho de haber sido brutalmente asesinados por el mismo loco.

Frank terminó su Pastis y apoyó el vaso en la baranda de hierro forjado. Se le veía inquieto.

—¿Qué ocurre, Frank?

—Nicolás, ¿nunca tienes la sensación de que algo te ronda en la cabeza, pero no sabes qué? Como cuando quieres recordar, por ejemplo, el nombre de un actor que conoces muy bien pero que en ese momento, por muchos esfuerzos que hagas, no te viene a la mente.

—Pues claro, me ha sucedido muchísimas veces. Pero a mi edad es algo muy habitual.

—Hay algo que he visto o he oído, Nicolás. Algo que debería recordar pero que no me viene a la cabeza. Y me vuelve loco, porque presiento que es un detalle importante...

—Entonces espero que te venga a la mente lo antes posible, sea lo que sea.

Frank dio la espalda a la espléndida vista, como si le distrajera de sus reflexiones. Se apoyó contra la baranda y cruzó los brazos sobre el pecho. Su cara reflejaba el cansancio de una noche de insomnio y el estado febril que lo mantenía en pie.

—Veamos, Nicolás. Tenemos un asesino amante de la música. Un entendido que, antes de cada homicidio, llama a un locutor de éxito de Radio Montecarlo para anunciar sus intenciones. Deja un indicio musical que no se entiende como tal, y acto seguido mata a dos personas, un hombre y una mujer. Hace que se los encuentre en un estado aterrador y de una forma que parece un escarnio. Firma los crímenes con la inscripción YO MATO..., en sangre. No deja huellas. Es un hombre frío, astuto, preparado y despiadado; según Cluny, de una inteligencia superior a la media. Tan seguro está de sí mismo, que en la segunda llamada nos da otro indicio, también ligado a la música, que nosotros no logramos descifrar. Y mata de nuevo, de manera todavía más despiadada que la anterior, en un contexto que parece un acto de justicia, pero con un sentido de burla aún más pronunciado: el cásete en el coche, el vídeo con la grabación de la muerte, la reverencia, la misma inscripción que la vez anterior. Ninguno de los cadáveres presenta signos de violencia sexual, por lo que no es un necrófilo. Pero a las tres víctimas les arranca la piel de la cara y el cuero cabelludo. ¿Por qué? ¿Por qué lo hace?

—No lo sé, Frank. Espero que el informe de Cluny nos dé alguna pista. Yo me he roto la cabeza, pero no logro formular una hipótesis razonable.

—Debemos descubrirlo a cualquier precio. Si logramos saber por qué lo hace, estoy casi seguro de que al mismo tiempo sabremos también quién es y dónde encontrarlo.

La voz de Céline penetró en esa conversación llena de sombras más oscuras que la noche que, entretanto, había caído sobre ambos.

—¡Eh, vosotros! Ya basta de pensar en el trabajo.

Dejó en medio de la mesa una fuente de comida humeante.

—Aquí tenéis:
bouilhbaisse.
Plato único pero abundante. Frank, si no te sirves por lo menos dos veces lo tomaré como una ofensa personal. Nicolás, ¿quieres ocuparte del vino, por favor?

Frank se dio cuenta de que tenía hambre. Ante la sopa de pescado de la señora Hulot, los insípidos bocadillos que habían comido en el despacho parecían un recuerdo lejano. Se sentó a la mesa Y desplegó la servilleta sobre las rodillas.

—Dicen que la comida es la verdadera cultura de los pueblos. ¡Si es así, tu
bouillabaisse
está declamando versos inmortales!

Céline rió, iluminando con la luz de su sonrisa su bello rostro moreno de mujer mediterránea. Las sutiles arrugas que le rodeaban los ojos, en vez de disminuirlo, aumentaban su encanto.

—Eres un adulador, Frank Ottobre. Pero es agradable oír esas cosas.

Hulot observaba a Frank por encima de las flores del centro de mesa. Sabía lo que llevaba dentro, y sabía que, a pesar de todo, por afecto hacia Céline y hacia él lograba de forma natural ser una de las personas más amables y corteses que conocía. Ignoraba qué era lo que Frank estaba buscando, pero deseó que lo encontrara deprisa, para que tuviera un poco de paz.

—Eres un muchacho de oro, Frank —dijo Céline, levantando su vaso para brindar por él—.Y tu esposa es una mujer con suerte. Lamento que no haya venido contigo esta vez, pero nos veremos la próxima. La llevaré de compras, ¡y que tiemble tu cuenta corriente!

Frank, sin pestañear siquiera, mantuvo la sonrisa. Solo una sombra pasó velozmente por sus ojos, pero se disolvió enseguida en el calor de la mesa. Levantó su vaso y respondió al brindis.

—Vale. Ya sé que no hablas en serio. Eres la mujer de un policía, y sabes que después del tercer par de zapatos corres el riesgo de que te acusen de irresponsable.

Céline rió de nuevo y el momento pasó. Una a una se habían encendido las luces de la costa, que en la noche marcaban la frontera entre la tierra y el mar. Los tres siguieron durante un rato saboreando la excelente comida y bebiendo buen vino, en un balcón suspendido en la oscuridad, donde una luz ambarina marcaba la frontera entre ellos y el vacío.

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