Yo mato (25 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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Hulot se llevó la taza a los labios.

—Mmm, muy bueno. En la central deberíamos tener un café así.

Jean-Loup sonrió con desgana. Su mirada vagaba; evitaba detenerse en ellos, en especial en Frank. Bikjalo volvió a sentarse, en la más apartada. Con ese gesto parecía querer mantener la distancia y dejar la situación en manos de los recién llegados. La tensión se palpaba en el aire.

Frank decidió que había llegado el momento de coger el toro por los cuernos.

—Y bien, ¿cuál es el problema, Jean-Loup?

Finalmente el locutor encontró la fuerza para mirarlo a los ojos A Frank le sorprendió no encontrar miedo, como había esperado sino cansancio y preocupación. Acaso era el temor de no lograr interpretar un papel que le quedaba grande. Pero no miedo. Jean-Loup apartó la vista y se preparó para pronunciar un discurso que quizá ya había pronunciado para sí mismo muchas veces:

—El problema es muy simple: no puedo.

Frank guardó silencio, esperando que Jean-Loup continuara. No quería darle la impresión de someterlo a un interrogatorio.

—Yo no estaba preparado para todo esto. Cada vez que oigo esa voz por el teléfono pierdo diez años de vida. Y cuando pienso que después de hablar conmigo ese hombre va... va...

Prosiguió como si le costara un enorme esfuerzo. Quizá a ningún hombre le guste mostrar sus debilidades, y en eso Jean-Loup era un hombre como todos los demás.

—... ese hombre va a hacer lo que hace... Eso... me destroza. Y me pregunto: ¿por qué yo? ¿Por qué tiene que hacerme esas llamadas justo a mí? Desde que ha comenzado esta historia ya no tengo vida. Vivo encerrado en mi casa, como un delincuente; no puedo asomarme a una ventana sin oír que los periodistas gritan mi nombre; no puedo sacar la nariz fuera sin que me rodee gente que me hace preguntas. No puedo más.

Bikjalo se sintió obligado a intervenir.

—Pero, Jean-Loup, ¡es una situación que se presenta una sola vez en la vida! En este momento tienes una popularidad increíble, eres una de las personas más conocidas de Europa. No hay canal de televisión que no te requiera, no hay periódico que no hable de ti. Cada día llegan a la radio propuestas de productores cinematográficos que quieren hacer una película sobre toda esta...

Una mirada abrasadora de Hulot lo cortó en seco. Frank pensó que aquel hombre era un capullo de la peor clase. Un capullo codicioso. Con gusto le habría dado un puñetazo.

Jean-Loup se levantó de la silla con gesto imperioso.

—Quiero que me aprecien porque hablo con la gente, no por que hablo con un asesino. Y además, ya conocen ustedes a los periodistas. Cuando hayan agotado los argumentos, comenzarán a preguntarse lo mismo que me pregunto yo: ¿Por qué él? Si no logran encontrar una respuesta, la inventarán. Y me destruirán.

Frank conocía suficientemente los medios para compartir esa preocupación. Y tenía la suficiente estima por Jean-Loup para intentar convencerlo con mentiras.

—Jean-Loup, las cosas son exactamente como dices. Te considero una persona demasiado inteligente para querer convencerte de lo contrario. Comprendo muy bien que no te sientas preparado para todo esto; por otra parte, ¿quién lo estaría? Yo he dedicado la mitad de mi vida a encerrar a criminales, y sin embargo creo que en tu lugar tendría las mismas preocupaciones y las mismas reacciones. Pero no puedes rendirte, no puedes hacerlo ahora.

Previendo una posible objeción, agregó:

—Sé que la culpa de todo esto también es nuestra. Si nosotros hubiéramos sido más hábiles, ya habría terminado todo. Pero, lamentablemente, no es así. Ese hombre todavía está libre, y mientras así sea solo querrá una cosa: seguir matando. Es preciso que lo detengamos.

—No sé si podré volver a sentarme ante un micrófono, simulando que no pasa nada, esperando oír esa voz.

Frank bajó la cabeza. Cuando volvió a levantarla, Hulot vio una expresión distinta en su rostro.

—En la vida hay cosas que buscas y otras que vienen a buscarte. No las has elegido, y ni siquiera las querrías, pero llegan y después ya no eres el mismo. En ese momento, hay dos soluciones: o escapas procurando dejarlas atrás, o te detienes y te enfrentas a ellas. Cualquier solución que elijas te cambia, y solo tú tienes la posibilidad de escoger, bien o mal. Tenemos a tres muertos, asesinados de una manera escalofriante. Si no nos ayudas, habrá otros. Si decides ayudarnos, puede que la situación te haga pedazos, pero después tendrás todo el tiempo y la fuerza para recuperarte. Si escapas, igualmente te hará pedazos pero, además, los remordimientos te perseguirán durante el resto de tu vida.

Jean-Loup se sentó lentamente en la silla. Incluso el cielo y el parecían haber callado.

—De acuerdo. Haré lo que me piden.

—¿Seguirás con el programa?

—Sí.

Hulot se relajó en su silla. Bikjalo no logró reprimir un gesto casi imperceptible de satisfacción. Para Frank, ese monosílabo, pronunciado a media voz, fue como el primer tic de un reloj que volvía a ponerse en funcionamiento.

26

Frank acompañó a Hulot hasta el coche. Jean-Loup y Bikjalo se quedaron sentados a la mesa junto a la piscina. Cuando se marcharon, el director de Radio Montecarlo, todavía inquieto porque el locutor había estado a punto de abandonar, pasó un brazo por los hombros de Jean-Loup y le susurró consejos, como el entrenador de un boxeador derrotado.

La primera impresión que Frank había tenido de ese hombre, en el fondo, había sido correcta. En el desempeño de su trabajo, había adquirido con el tiempo un instinto casi animal para reconocer a la gente. Todavía no lo había perdido. Al parecer, no bastaba con decidir dejar de ser un perro para dejar de serlo.

«El que nace cuadrado no muere redondo...»

Y esto valía tanto para él como para Bikjalo o cualquier otro.

Hulot abrió la puerta del Peugeot pero permaneció un momento de pie contemplando la fantástica vista de la costa. Daba la impresión de no tener ganas de volver a la investigación. Se volvió hacia Frank. El estadounidense vio en sus ojos la necesidad de un descanso sereno, sin sueños. Sin figuras de negro, voces que susurraran al oído «Yo mato...» y que provocaban un despertar poblado de fantasmas aún peores que los del sueño.

—Has estado muy bien con el muchacho... Con él y conmigo.

—¿A qué te refieres?

—Sé que me estoy apoyando bastante en ti en esta investigación. No creas que no me doy cuenta. Cuando te pedí que colaboraras intenté convencerme de que era para ayudarte a ti, cuando en realidad me sirve sobre todo a mí.

En un lapso muy breve, los papeles de ambos parecían haberse invertido, con esos pequeños o grandes hechos imprevistos que la vida presenta continuamente de manera bastante sarcástica.

—No es así, Nicolás. Al menos no es exactamente así. Quizá la locura de ese hombre al que perseguimos sea contagiosa y nos está volviendo locos también a nosotros. Pero si este es el camino para cogerle, debemos recorrerlo hasta que todo haya terminado.

Hulot se sentó al volante y encendió el motor.

—En lo que has dicho hay un riesgo implícito...

—¿Cuál?

—Que, una vez aceptada la locura, uno ya no consiga librarse de ella. Lo has dicho tú mismo, no hace mucho, ¿recuerdas, Frank? Somos pequeños dinosaurios, solo pequeños dinosaurios...

Cerró la puerta y puso el coche en marcha. La verja automática se abrió, activada por el agente que se hallaba fuera, en la calle. Frank se quedó mirando cómo el coche salía por la rampa y desaparecía. Durante toda la conversación con Nicolás, los agentes que le habían acompañado hasta allí habían permanecido a un lado, hablando entre ellos, de pie junto al coche. Frank se sentó en el asiento posterior. Los policías subieron también y el agente sentado en el asiento del acompañante lo miró en silencio, con expresión interrogativa.

—Volvemos a Pare Saint-Román. Sin prisa —dijo Frank al cabo de un instante de vacilación.

Necesitaba estar solo un rato, para reflexionar. No había olvidado al general Parker y sus intenciones; solo lo había dejado a un lado de momento. Necesitaba saber un poco más de él y de Ryan Mosse antes de tomar una decisión y saber qué actitud adoptar. Esperaba que Cooper ya hubiera reunido la información que necesitaba, aunque todavía era pronto.

El coche avanzó. Subida, verja, calle. Izquierda. Otra multitud de periodistas entre las matas, al acecho. Frank los miró atentamente mientras volvían a la actividad, como perros atentos al paso de otro perro. También estaba el pelirrojo que hacía un rato había metido la cabeza en el coche del comisario. Cuando Frank pasó delante de ellos, el reportero, apostado al lado de un Mazda descapotable, le devolvió la mirada, pensativo.

Frank se dijo que pronto los periodistas comenzarían a perseguirlo también a él, en cuanto supieran quién era y qué hacía allí. No había ninguna duda de que no tardarían en enterarse de qué papel desempeñaba él en aquel asunto. Hasta aquel momento seguían concentrados en bocados más suculentos, pero tarde o temprano alguno de ellos iría tras él. Sin duda muchos tendrían algún contacto en la policía, lo que la prensa llama «una fuente fiable».

Los reporteros desfilaron delante de la ventanilla del coche; eran la vanguardia de un mundo que, antes que nada, quería saber la verdad. Y el mejor periodista no era el que lograba averiguarla, sino el que conseguía hacer que la suya fuera la más creíble.

A marcha lenta, como había solicitado Frank, el coche cogió en sentido opuesto el camino que habían recorrido para llegar hasta la casa de Jean-Loup. Mientras bajaban, Frank vio por primera vez a la mujer y al niño.

Salieron casi corriendo de una calle sin asfaltar que se encontraba a un centenar de metros de donde se hallaban los periodistas, a la izquierda. Frank reparó en ellos porque la mujer llevaba al niño de la mano y parecía asustada. Se detuvo al principio de la calle y miró a su alrededor como si se encontrara en un lugar desconocido y no supiera adonde ir. Mientras el coche los pasaba, Frank tuvo la clara impresión de que la mujer huía de algo. Tendría poco más de treinta años; llevaba unos cómodos pantalones deportivos a cuadros, en varias tonalidades de azul, y una blusa delicada, azul oscuro, de tela tornasolada, por fuera de los pantalones. Ese color destacaba el magnífico y largo cabello rubio que le llegaba casi hasta los hombros. La tela y el pelo combinaban armoniosamente y parecían competir buscando reflejos extraños bajo el sol de mayo. Era alta, y de movimientos armoniosos pese a andar deprisa.

El niño, de unos diez años, parecía alto para su edad. Llevaba vaqueros y una camiseta de algodón roja; miraba, inseguro, con sus ojos azules un poco extraviados, a la mujer que lo sostenía de la mano.

Frank volvió la cabeza y apoyó la frente en el cristal de la ventanilla, para no perderlos de vista. Entonces vio al capitán Ray Mosse, del ejército de Estados Unidos, que llegaba corriendo y se detenía ante la mujer y el niño. Cogió a ambos del brazo y los obligó a seguirlo por la misma calle de donde venían. Frank apoyó una mano en el hombro del conductor.

—Deténgase.

—¿Cómo?

—Deténgase aquí un instante, por favor.

El conductor frenó y paró con suavidad el coche a la derecha. Los dos agentes se miraron. El que iba sentado en el lugar del acompañante se encogió de hombros. Estadounidenses...

Frank bajó, cruzó y cogió una callejuela que conducía a una casa algo apartada de las demás. Vio la espalda de tres personas. Un hombre robusto que empujaba con firmeza a una mujer y a un niño.

—¿Esto forma parte de sus investigaciones, capitán Mosse?

Al oír la voz, el hombre se puso tenso, con lo que obligó a que la mujer y el niño se detuvieran bruscamente. Volvió la cabeza y al ver a Frank no se mostró en absoluto sorprendido.

—¡Ah, pero si es nuestro agente especial del FBI! ¿Qué pasa,
boy scou
? ¿Vas a hacer tu buena acción del día? Si vas a la plaza del Casino y tienes un poco de paciencia, con suerte encontrarás a una ancianita a la que puedas ayudar a cruzar la calle...

Frank avanzó hacia el trío. La mujer, de ojos azules como los del niño, lo miraba con una mezcla de esperanza y curiosidad. Le impresionó la belleza de aquellos ojos y se asombró de que le impresionara.

El niño forcejeó para soltarse.

—Me haces daño, Ryan.

—Ve a casa, Stuart. Y no te muevas de allí.

Mosse le soltó. Stuart se volvió hacia la mujer, que asintió con la cabeza.

—Ve, Stuart.

El niño dio dos pasos hacia atrás sin dejar de mirarlos; después se dio la vuelta y corrió hacia la verja pintada de verde.

—También tú, Helena. Ve a casa y descansa.

Mosse apretó con fuerza el brazo de la mujer; Frank vio que los músculos se le tensaban bajo la camisa. El capitán la obligó a apartar la vista de Frank.

—Mírame. ¿Has entendido lo que he dicho, Helena?

La mujer ahogó un gemido de dolor. Hizo una leve afirmación con la cabeza. Cuando la soltó, ella lanzó una última mirada desesperada hacia Frank; luego se volvió y siguió al niño por el mismo camino. La verja verde se abrió y se cerró tras ellos.

«Como la verja de una prisión», pensó Frank.

Los dos hombres quedaron frente a frente. Por la manera en que Mosse lo miraba, Frank supo perfectamente cuál era la forma de pensar del capitán, sin duda la misma que la de Parker. Quien no estaba con ellos estaba contra ellos. Quien no los seguía era su enemigo y debía asumir las consecuencias.

Una breve ráfaga de viento agitó las matas que flanqueaban la calle. Cesó enseguida, y el follaje volvió a su inmovilidad, acentuando así la tensión entre los dos hombres.

—Veo que te las apañas muy bien con las mujeres y los niños... Pero no creo que sea suficiente para alguien que ha venido aquí con miras mucho más ambiciosas... ¿No te parece, capitán Mosse?

Frank sonrió, y el otro le devolvió la sonrisa. Una sonrisa de burla.

—Me parece que también tú sabes apañártelas con las mujeres, ¿verdad, Frank? Ah, disculpa, olvidaba que Frank te resulta excesivamente familiar... ¿Cómo querías que te llamaran? Ah, sí, señor Ottobre...

Pareció reflexionar sobre lo que acababa de decir y se movió un poco hacia un lado. Ese movimiento, en realidad, tenía la finalidad de permitirle plantarse con firmeza sobre sus piernas, como si esperara un ataque de un momento a otro.

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