Yo mato (42 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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—La etiqueta de la tienda que ha vendido el disco, por ejemplo —dijo Guillaume—. Aquí está. Disque á Risque, Cours Mirabeau, Aix-en-Provence. El número de la calle es muy pequeño y no se puede leer. Y mucho menos el número de teléfono. Lo lamento, pero eso deberéis encontrarlo solos.

Había una nota de triunfo en la voz de Guillaume. Se volvió hacia Hulot con un gesto que podría haber sido el de un acróbata que saluda al público después de un triple salto mortal.

Frank y Nicolás no tenían palabras.

— ¡Guillaume, eres un fenómeno!

El muchacho se encogió de hombros y sonrió.

—No exageremos. Soy simplemente el mejor que hay en el mercado.

Frank se inclinó sobre el monitor y releyó, incrédulo, la inscripción. Después de tanto tiempo sin nada, por fin tenían algo. Después de tanto errar por el mar había, lejana en el horizonte, una línea oscura que podía ser tierra pero también un montón confuso de nubes. Y la contemplaban con los ojos dudosos de quien teme una nueva desilusión.

Nicolás se levantó del sofá.

—¿Puedes imprimirnos estas imágenes?

—Pues claro. ¿Cuántas copias?

—Cuatro bastarán.

Guillaume manipuló el ordenador y una impresora se puso en marcha con un chasquido seco. Mientras las hojas se depositaban una a una en la bandeja, se levantó del sillón.

Frank, frente al muchacho, lo miró, pensando que a veces, con algunas personas, las palabras están de más.

—No tienes ni idea de lo que has hecho por nosotros y seguramente por muchas otras personas. ¿Hay algo que nosotros podamos hacer por ti?

Guillaume le dio la espalda, sin hablar; extrajo la cinta de la grabadora, se volvió y se la tendió a Frank, sosteniéndola firmemente en la mano, sin rehuir la mirada.

—Una sola cosa. Atrapad al hombre que ha hecho todo esto.

—Prometido. Y será también mérito tuyo.

Hulot cogió las fotos de la bandeja de la impresora. Por primera vez en mucho tiempo, su voz sonaba optimista.

—Bien, creo que ahora tenemos que hacer. Mucho que hacer. No te molestes en acompañarnos; tú también tienes trabajo. Conozco el camino.

—Por hoy, basta de trabajo. Lo cerraré todo y me iré a dar una vuelta en moto. Después de lo que he visto, no tengo ningunas ganas de quedarme aquí solo...

—Adiós, Guillaume, y gracias una vez más.

Fuera los acogió la languidez del crepúsculo en aquel jardín que parecía encantado después de la crudeza de las imágenes acababan de volver a ver. La brisa tibia del inicio del verano soplaba del mar, las manchas coloreadas de los macizos de flores el verde brillante de la hierba, el verde más oscuro del seto laureles.

Frank observó que, por una extraña casualidad cromática, no había ni una sola flor roja, el color de la sangre. Lo consideró un buen augurio y sonrió.

—¿Por qué sonríes? —le preguntó Nicolás.

—Un pensamiento estúpido. No me hagas caso. Un leve ataque de optimismo, gracias a Guillaume.

—Buen chaval. El...

Frank calló. Sabía que su amigo no había terminado.

—Era el mejor amigo de mi hijo. Se parecían mucho. Cada vez que veo a Guillaume no puedo dejar de pensar que, si Stéphane estuviera vivo, muy probablemente habría sido como él. Una manera un poco retorcida de seguir sintiéndome orgulloso de mi hijo...

Frank evitó mirarlo, para no ver en los ojos de Nicolás el brillo de las lágrimas que notaba en su voz.

Recorrieron en silencio el breve camino hasta el coche. Una vez dentro, Frank cogió las hojas impresas que el comisario había apoyado en el salpicadero y se puso a mirarlas, para darle tiempo a recuperarse. Mientras Hulot encendía el motor, volvió a dejarlas donde estaban y se apoyó contra el respaldo.

Se abrochó el cinturón y reparó en que se sentía entusiasmado.

—Nicolás, ¿conoces Aix-en-Provence?

—No, no he ido nunca.

—Entonces será mejor que te compres un mapa. Creo que deberás hacer un pequeño viaje, amigo mío.

38

El automóvil de Hulot se detuvo en la esquina de las calles Princesse Florestine y Suffren Raymond, a pocos metros de la central de policía. Por una ironía del destino, al lado de ellos había un cartel publicitario que anunciaba: «Peugeot 206 —
Enfant terrible
».

Nicolás lo señaló con el mentón. En sus labios asomaba una sonrisa maliciosa.

—Mira, el coche justo para el hombre justo.

—Ya, ya,
enfant terrible.
A partir de este momento todo está en tus manos. Anda, ponte a trabajar.

—Si descubro algo, te llamaré enseguida.

Frank abrió la puerta y se apeó. Por la ventanilla abierta apuntó al comisario con un dedo acusador.

—Si encuentras algo, no. Cuando encuentres algo. ¿O te has creído realmente lo de las vacaciones?

Hulot lo saludó llevándose dos dedos a la frente. Frank cerró la puerta y se quedó un instante contemplando el coche que se alejaba y desaparecía en el tranco.

La imagen obtenida de la filmación había introducido un soplo de optimismo en el aire estancado de la investigación, pero era todavía demasiado leve para representar algo sustancioso. Por el momento, Frank solo podía cruzar los dedos.

Luego echó a andar por la calle Suffren Raymond, rumbo a central. Mientras regresaban de Eze-sur-Mer, le había llamad Roncaille para convocarlo a su despacho a una reunión en la que se tomarían «decisiones importantes». Por su tono, ya imaginaba el tenor de la conversación. Aun a pesar de la destitución de Nicolás Hulot, tras el fracaso de la noche anterior, con una nueva víctima —mejor dicho, dos nuevas víctimas—, hasta Roncaille y Durand debían de pensar que peligraban sus puestos.

Cuando llegó ante la puerta del despacho de Roncaille llamó; desde el interior, la voz del director lo invitó a entrar.

Frank abrió la puerta y no le extrañó encontrar al procurador general Durand. Sí le sorprendió, en cambio, la presencia de Dwight Durham, el cónsul estadounidense. No porque fuera injustificada, sino porque creía que las negociaciones diplomáticas se trataban a otro nivel, muy superior al que su condición de investigador que colaboraba en las investigaciones permitía presuponer. El hecho de que Durham se hallara en aquella sala era una señal evidente de la intervención del gobierno de Estados Unidos, ya se debiera a los hilos que pudiera haber movido Nathan Parker, de manera extraoficial, entre sus conocidos personales, o al asesinato de ciudadanos estadounidenses en el territorio del principado. Además, la nada halagüeña situación de un capitán del ejército de Estados Unidos acusado de homicidio y detenido en una cárcel monegasca complicaba todavía más las cosas.

Cuando lo vio entrar, Roncaille se puso de pie, como hacía siempre con cualquiera, por otra parte.

—Pase usted, Frank; me alegro de verlo. Imagino que, después de la noche que ha pasado, le habrá costado dormir, como a todos nosotros.

Frank estrechó las manos que le tendieron. La rápida mirada que le dirigió Durham encerraba muchos mensajes, que no le costo captar. Se sentó en un sillón de cuero. El despacho era algo más amplio que el de Hulot y contaba con un sofá, aparte de los sillones pero no era sustancialmente distinto de la mayoría de los despachos de la central. Como única concesión al cargo de director de la Sureté, había un par de cuadros en las paredes, sin duda auténticos pero cuyo valor Frank no supo evaluar. Roncaille volvió a sentarse.

—También imagino que habrá visto usted los periódicos y lo que han escrito después de los últimos acontecimientos.

Frank se encogió de hombros.

—No, confieso que no he tenido esa necesidad. Los medíos tienen una lógica propia, que normalmente trata de satisfacer a los ciudadanos y a los editores; rara vez resultan útiles para los investigadores. No es mi trabajo leer los periódicos. Ni procurarles a toda costa algo sobre lo que escribir...

Durham se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa Durand interpretó que las palabras de Frank aludían a la destitución de Hulot, y se sintió en el deber de aclarar aquella cuestión.

—Frank, sé que se siente afectado por la destitución del comisario Hulot. Tampoco a mí me ha gustado tener que tomar una medida que juzgo impopular. Sé que Hulot es muy estimado en el cuerpo de policía, pero debe usted comprender...

Frank lo interrumpió, con una leve sonrisa dibujada en los labios.

—Por supuesto que lo comprendo. Perfectamente. Y no es mi intención hacer un problema de eso.

Roncaille, consciente de que la conversación adquiría un tono que podía ser peligroso, se apresuró a calmar la situación según una precisa predisposición personal.

—No hay ni debe haber ningún problema entre nosotros, Frank. La demanda y el ofrecimiento de colaboración son sinceros y bienintencionados. El señor Durham está aquí para confirmárselo.

El cónsul se apoyó en el respaldo del sillón y se pasó el dedo índice por la punta de la nariz. La suya era una posición de privilegio y se esforzaba por no hacerla demasiado evidente, pero al mismo tiempo logró transmitir a Frank la positiva impresión de que no estaba solo. Frank sintió por él una renovada simpatía y mayor respeto aún que durante la breve visita al Pare Saint-Román.

—Frank, es inútil tratar de ocultar la realidad. La situación no podría ser más embrollada. Lo era ya antes de que se produje este..., digamos, incidente del capitán Mosse, que ha complica todavía más las cosas. De cualquier modo, en este asunto hemos pasado página, pues lo resolverán las respectivas diplomacias de la manera y en los términos que juzguen correctos. En lo que ata al señor Ninguno, como lo ha bautizado la prensa...

Se volvió hacia Durand, para cederle la tarea de concluir el discurso. El procurador miró a Frank, que tuvo la sensación de que habría preferido mostrar el culo por televisión en horario de máxima audiencia a tener que pronunciar las palabras que debía decir.

—De común acuerdo hemos decidido dejar en sus manos el desarrollo de las investigaciones. Nadie, a estas alturas, está más calificado que usted: es un agente con un historial excelente, incluso excepcional, que ha seguido la investigación desde el principio, conoce a los protagonistas y a las personas involucradas, y goza de toda nuestra confianza. Contará con la ayuda del inspector Morelli, como representante de la Süreté y como vínculo con las autoridades del principado, pero por lo demás tiene usted carta blanca. Presentará sus informes a Roncaille y a mí; su objetivo es también el nuestro: debemos atrapar a ese asesino antes de que ataque a otras víctimas.

Durand terminó de hablar y se quedó mirándolo con la cara del que acaba de hacer una concesión inconcebible, como permitir a un niño desobediente que se sirva una doble ración de dulce.

Frank adoptó el aire de circunstancias que Roncaille y Durand esperaban de él, cuando en cambio los habría entregado de buena gana a los centuriones romanos y se habría ido a disfrutar de los sesenta denarios de recompensa sin el menor remordimiento.

—Gracias. Me siento muy honrado. Lamentablemente, la astucia del asesino al que perseguimos parece sobrehumana. Hasta ahora no ha cometido ni un solo error. Y eso que ha hecho muchos movimientos, y en un territorio pequeño y bien vigilado por un excelente control policial...

Roncaille acogió este reconocimiento de las fuerzas de policía locales como algo debido. Apoyó los codos en el escritorio y se inclinó un poco hacia Frank.

—Puede usted usar el despacho del comisario Hulot. El inspector Morelli, como ya le he dicho, está a su disposición. Encontrara allí toda la documentación del caso, los informes de la brigada científica sobre los dos últimos asesinatos, incluido el de Roby Stricker. Los informes de la autopsia llegarán mañana por la mañana. Si lo necesita, se pondrá a su disposición un automóvil personal y un coche patrulla en servicio.

—No le niego que me sería muy útil.

—Cuando salga usted, Morelli le buscará uno. Una última cosa... ¿Va usted armado?

—Sí, tengo una pistola.

—Muy bien. Le haremos una identificación de policía temporal que le dará pleno derecho a actuar en el territorio del principado. Buena suerte, Frank.

Para Frank, la reunión había terminado, al menos en lo que a él se refería. Las cuestiones que debieran aún discutir los otros tres aunque le concernieran, no le interesaban en absoluto. Se levantó estrechó la mano de los presentes y salió al pasillo. Mientras bajaba al despacho de Hulot pensó en las novedades de aquella tarde.

La principal era el hallazgo que les había proporcionado Guillaume Mercier. En el reino de los ciegos el tuerto es el rey, y en el mundo de la ignorancia un nombre y una dirección pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte de alguien. Al contrario que Nicolás, Frank pensaba en esa pista más con ansiedad que con esperanza. Era como si cien manos lo empujaran a correr, mientras cien voces confusas susurraban palabras sin sentido en sus oídos. Palabras que debería entender y no entendía, durante una carrera que no lograba detener.

Ahora la suerte de la investigación se hallaba en manos de Nicolás Hulot, comisario de vacaciones, que tendría más posibilidades de descubrir algo durante ese tiempo libre que durante el tiempo que oficialmente había podido dedicar a la investigación.

Su segundo pensamiento fue para Helena Parker. ¿Qué quería de él? ¿Por qué tenía tanto miedo de su padre? ¿Y qué relación había entre ella y el capitán Mosse? A juzgar por la manera como la había tratado el día de la pelea, resultaba evidente que iba más allá de la relación normal entre la hija de un general y un subalterno aunque se le considerara casi uno más de la familia. Y, sobre todo ¿hasta qué punto eran verdaderas las afirmaciones del general en cuanto a la fragilidad psicológica de la joven?

Estas preguntas asaltaban la mente de Frank aunque tratara de apartar los pensamientos sobre Helena Parker; la joven podía ser un elemento perturbador que amenazaba con distraerlo de Ninguno y de la investigación, en la que desde ese momento estaba totalmente involucrado.

Abrió la puerta del despacho de Nicolás sin llamar; ahora era el suyo. Y podía hacerlo. Morelli, sentado al escritorio, se puso de pie de inmediato al verlo llegar. Hubo un momento de incomodidad entre ellos. Frank decidió que era necesaria una explicación, para que quedara claro exactamente de qué parte cada uno de ellos había decidido estar.

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