Yo mato (44 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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Helena no pedía más que olvidar. Lo mismo que necesitaba Frank, allí, en ese coche aparcado junto a unos escombros, en ese abrazo, en ese sentimiento de encuentro entre muro y hiedra, que solo podían describir, dos simples palabras: por fin.

Frank nunca sabría quién se apartó primero. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, los dos supieron, incrédulos, que había sucedido algo importante. Se besaron, y en ese primer beso sus labios se unieron en el temor, no en el amor. El temor a que nada era verdadero, a que fuera la desesperación la que pronunciaba el nombre de la ternura, a que fuera la soledad la que daba una voz distinta a las palabras, a que nada fuera lo que parecía.

Sintieron el impulso de volver a hacerlo y volver a hacerlo una vez más antes de creer. Antes de que la sospecha se convirtiera en una pequeña esperanza, porque ninguno de los dos podía todavía permitirse el lujo de una certeza.

Luego se miraron un rato, sin aliento. Fue Helena la que se repuso antes. Le acarició la cara.

—Di algo estúpido, te lo ruego. Algo estúpido pero vivo.

—Pues... temo que hemos perdido la reserva en el restaurante.

Helena lo abrazó otra vez y Frank sintió en el cuello los pequeños estremecimientos de su risa aliviada.

—Siento vergüenza de mí misma, Frank Ottobre, pero no puedo dejar de pensar cosas buenas de ti. Da la vuelta y volvamos a mí casa. Hay comida y vino en el frigorífico. No tengo ninguna intención de compartirte con el mundo esta noche.

Frank arrancó y desanduvo el camino que acababan de recorrer. ¿Cuándo había sucedido? Quizá una hora, quizá una vida atrás. En aquel momento el tiempo no tenía sentido. Solo estaba seguro de una cosa: si en aquel instante se hubiera encontrado frente al general Parker, sin ninguna duda lo habría matado.

Octavo carnaval

Escondido en su lugar secreto, el hombre está tendido en la cama.

Ha caído en un sueño satisfecho, con la sensación líquida y sedante de una barca seca cuando encuentra el mar. Su respiración calmada, tranquila, leve, apenas levanta la sábana que le cubre y que revela que está vivo.

A su lado, igualmente inmóvil, el cadáver apergaminado yace en su ataúd de cristal. Lleva como un trofeo el que ha sido el rostro diáfano de Gregor Yatzimin. Esta vez el trabajo de colocación ha sido una auténtica obra maestra. No parece una máscara sino un verdadero rostro lo que recubre el cráneo momificado.

El hombre tendido en la cama duerme y sueña.

Imágenes indescifrables vienen a agitarlo, aunque las figuras que su mente procura desentrañar no llegan a turbar la perfecta inmovilidad del cuerpo.

Primero había oscuridad. Ahora hay una calle de tierra, al fondo de la cual se entrevé una construcción, bajo la luz suave de la luna llena. Es una cálida noche de verano. Él se acerca paso a paso a la silueta de una gran casa que se confunde en la penumbra, de la que llega como una llamada el perfume familiar de la lavanda. El hombre siente las pequeñas picaduras de la grava en los pies desnudos. Siente el deseo de avanzar pero al mismo tiempo tiene miedo.

El hombre advierte el sonido sofocado de un suspiro jadeante, el mordisco brusco de la angustia, que se calma y evapora apenas se da cuenta de que el aliento es suyo. Ahora está tranquilo, está en el patio de la casa, dividido en dos por el conducto de una chimenea de piedra que se eleva más allá del techo, como un dedo alzado par señalar la luna.

La casa está envuelta en un silencio que suena como una invitación.

De golpe la imagen de la casa se disuelve y él está dentro, subiendo una escalera. Alza la cabeza hacia una luminosidad débil que procede de arriba. Del rellano llega una luz que esparce penumbras en el vano de la puerta. Hay una figura humana que se dibuja a contraluz.

El hombre siente que el miedo vuelve, como un nudo de corbata tan ajustado que corta el aliento. A pesar de todo continúa su lento avance hacia arriba. Mientras sube —y no querría subir— se pregunta quién será esa persona a la que encontrará en lo alto, y en el mismo momento en que se lo pregunta siente que le causará terror saberlo.

Un escalón. Otro. El crujido de la madera bajo los pies desnudos, que se cuela en una pausa de su respiración, de nuevo jadeante. La mano apoyada en la baranda de madera se tiñe poco a poco de la luminosidad que se derrama desde arriba.

Cuando está a punto de subir el último tramo, la figura se vuelve, cruza la puerta de la que proviene la luz y lo deja solo en la escalera.

El hombre sube los últimos escalones. Frente a él, una puerta abierta de la que escapa una luz viva y trémula. Llega con lentitud al umbral, lo cruza, envuelto en ese fulgor que es también rumor, no solo claridad.

De pie, en medio de la habitación, hay un hombre. El cuerpo desnudo, es ágil y atlético, pero su rostro es deforme. Como si un pulpo le hubiera envuelto la cabeza y borrado sus facciones. Desde esa confusión monstruosa de excrecencias carnosas, dos ojos claros lo miran suplicantes, rogándole piedad. Esa figura desdichada llora.

«¿Quién eres?»

Una voz ha hecho esta pregunta. No la reconoce como suya Y no puede ser la del hombre deforme que se halla ante él, no tiene boca.

« ¿Quién eres?», repite la voz, y parece que proviene de todas partes, que sale directamente de la luz deslumbrante que le circunda.

Ahora el hombre sabe y no querría saber, ve y no querría ver.

La figura extiende los brazos hacia él, y es auténtico terror lo que transmite, aunque sus ojos siguen pidiendo la piedad del que tiene enfrente, como quizá en balde han buscado la piedad del mundo. Y de pronto la luz es fuego, altas llamas que, rugiendo, devoran todo lo que encuentran a su paso, un fuego que parece llegar directamente del infierno para purificar la tierra.

Se despierta sin un sobresalto; abre los ojos y reemplaza con las sombras el resplandor de las llamas.

Su mano busca en la oscuridad la ayuda de la lámpara de la mesita de noche. La enciende. La débil luz se esparce por la estancia desnuda.

De pronto llega la voz. Los muertos, porque duermen para siempre, en realidad ya no tienen necesidad de dormir.

«¿Qué tienes, Vibo? ¿No puedes conciliar el sueño?»

—No, Paso, por hoy he dormido suficiente. Estos días tengo mucho que hacer. Ya tendré tiempo para descansar después...

No pronuncia el final de la frase: «cuando todo haya terminado».

El hombre no abriga ninguna esperanza. Sabe muy bien que tarde o temprano llegará el final. Todas las cosas humanas terminan, así como tienen un principio. Pero por ahora todo sigue abierto todavía, y él no puede negar al cuerpo tendido en el ataúd la felicidad de un rostro nuevo, ni a sí mismo la satisfacción de la promesa cumplida.

Había una clepsidra rota en las brumas de su sueño, un tiempo sepultado en la arena que se ha esparcido en su memoria. Aquí, en el mundo real, esa clepsidra continúa girando sobre su eje y nadie la romperá nunca. Se harán añicos las ilusiones, como sucede desde siempre, pero esa infrangible clepsidra no; continuará girando hasta el infinito, incluso cuando ya no quede nadie para contar el tiempo que marca.

El hombre sabe que es la hora. Se levanta de la cama y comienza a vestirse.

«¿Qué haces?»

—Debo salir.

« ¿Estarás fuera mucho tiempo?»

—No sé. Todo el día, creo. Quizá también mañana.

«No me dejes aquí esperando, Vibo. Sabes que me pongo enfermo cuando tú no estás.»

El hombre se acerca al cofre de cristal y sonríe con cariño a la pesadilla que contiene.

—Te dejaré la luz encendida. Te he preparado una sorpresa mientras dormías.

Tiende una mano para coger el espejo y lo coloca sobre el rostro del cuerpo momificado, para que pueda ver su propia imagen reflejada.

—Mira...

«¡Ah, es maravilloso! ¿Este soy yo? ¡Vibo, soy guapísimo! Todavía más que antes.»

—Por supuesto que eres guapo, Paso. Y lo serás cada vez más.

Hay un instante de silencio, un silencio de emoción inmóvil que el cuerpo no sabe ni puede expresar con lágrimas.

—Ahora debo irme, Paso. Es muy importante.

El hombre vuelve la espalda al cuerpo tendido y se dirige hacia la puerta. Mientras cruza el umbral repite, quizá solo para sí mismo:

—Sí, es muy importante.

Y la caza se reanuda.

40

Nicolás Hulot aminoró la velocidad, dobló a la derecha y cogió la rampa de salida en la que un cartel blanco indicaba Aix-en-Provence. Luego siguió por la corta bajada a un camión con matrícula española, en cuya lona se leía Transportes Fernández. Apenas salieron de la carretera, el camión se dirigió a una plazoleta, a la derecha; el comisario lo adelantó y se detuvo unos metros más adelante. Del bolsillo de la puerta sacó el mapa de la ciudad que se había procurado, lo abrió y lo apoyó en el volante.

Estudió el plano, en el cual ya había marcado Cours Mirabeau la noche anterior. El esquema urbano del lugar era simple, y la calle que buscaba quedaba justo en el centro.

Puso en marcha el Peugeot y siguió por esa calle. A unos cientos de metros se encontró en una rotonda y siguió los carteles que anunciaban el centro de la ciudad. Mientras recorría la circunvalación, llena de subidas, bajadas y numerosos badenes de cemento para desalentar a los fanáticos de la velocidad, Hulot observó que la ciudad era muy limpia y animada. Las calles estaban llenas de gente sobre todo jóvenes. Recordó que Aix-en-Provence era la sede e una universidad bastante prestigiosa fundada en el siglo XV y que además albergaba un balneario de aguas termales.

Erró el camino un par de veces; pasó y volvió a pasar por hoteles y restaurantes de diversas categorías hasta encontrarse en la plaza General De Gaulle, donde comenzaba Cours Mirabeau.

Ocupó un lugar libre en un aparcamiento de pago y se quedó admirando por un instante la gran fuente del centro de la plaza, la Fontaine de la Rotonde, según rezaba una placa. Como le ocurría desde la infancia, el ruido del agua que caía le dio ganas de orinar.

Recorrió los últimos metros que lo separaban de Cours Mirabeau buscando con los ojos el cartel de algún bar y pensando que es increíble que una vejiga hinchada te despierte de pronto la incontenible necesidad de tomar un café.

Cruzó la calle, que estaban pavimentando. Un obrero con un casco amarillo discutía por el material que le faltaba con un hombre que parecía el capataz. Bajo un árbol, dos gatos callejeros se estudiaban con el rabo erguido, sin decidirse a pelear o a retirarse, ambos buscaban salvar su dignidad. Hulot decidió que el más oscuro era él, y el más claro y más grande, Roncaille. Entró en el bar y dejó a los dos animales con su disputa; pidió un cortado con la leche caliente y fue a los servicios.

Cuando volvió, el café estaba listo, en la barra. Mientras echaba el azúcar llamó al camarero, un joven que charlaba con dos muchachas más o menos de su edad, sentadas a una mesa ante dos vasos de vino blanco.

—¿Podría darme una información, por favor?

Si al joven le molestó abandonar la conversación con las muchachas, no lo demostró.

—Pues claro, si puedo.

—¿Sabe usted si hay, o ha habido, aquí, en Cours Mirabeau, una tienda de discos llamada Disque á Risque?

El camarero, un chaval de pelo claro muy corto con el rostro delgado, pálido y cubierto de granos, pensó un instante.

—No me parece haber oído nunca ese nombre, pero hace poco que vivo en Aix. He venido por la universidad —se apresuro a añadir.

Resultaba evidente que el muchacho quería hacer saber que no sería camarero para siempre, sino que tarde o temprano sería llamado a un destino mejor.

—Pero si sale usted al paseo encontrará, en esta misma acera, un quiosco de periódicos. Tattoo le parecerá un poco extraño, pero está allí desde hace cuarenta años y si hay alguien que puede dar esa información es él.

Hulot se lo agradeció con una inclinación de cabeza y comenzó a beber su café, mientras el muchacho volvía a la conversación interrumpida. Pagó la consumición y dejó el cambio en la barra de mármol. Cuando salió vio que el gato Hulot ya no estaba y que el gato Roncaille descansaba tranquilamente bajo el plátano, mirando a su alrededor.

Anduvo por el paseo sombreado a ambos lados por grandes plátanos y pavimentado con losas de piedra. En ambas aceras, había una serie ininterrumpida de cafés, tiendas y librerías.

Un centenar de metros más adelante encontró el quiosco de Tattoo, al lado de una tienda que vendía libros antiguos. En la calle, dos hombres más o menos de su edad jugaban al ajedrez en una mesita, sentados en dos sillas plegables frente a la puerta abierta del local.

Hulot se acercó al quiosco y se dirigió al anciano que lo atendía, rodeado de revistas, libros y tebeos. Tenía los ojos hundidos y pelo desgreñado, andaba más cerca de los setenta que de los sesenta y parecía salido de un western de John Ford, del estilo de
La diligencia.

—Buenos días. ¿Es usted Tattoo?

—El mismo. ¿En qué puedo ayudarle?

Nicolás vio que le faltaban algunos dientes, y también la voz era la esperable. Pensó que era una lástima que el viejo se encontrara en un quiosco en el centro de Aix-en-Provence y no en una diligencia de la Wells Fargo rumbo a Tombstone.

—Necesito una información. Busco una tienda de discos que se llama Disque a Risque.

—Entonces viene usted con unos cuantos años de retraso. Esa tienda ya no existe.

Hulot contuvo a duras penas un gesto de fastidio. Tattoo encendió un Gauloises sin filtro y de inmediato comenzó a toser. A juzgar por los accesos convulsos, su guerra con los cigarrillos parecía prolongarse desde hacía mucho tiempo. Resultaba fácil adivinar quien seria el vencedor, pero por el momento el viejo resistía. Hizo un gesto con la mano hacia el paseo.

—Estaba del otro lado de Mirabeau, trescientos metros más adelante, a la derecha. Ahora hay un
bistrot
en su lugar.

—¿No recuerda cómo se llamaba el dueño?

—No, pero el que ha abierto el nuevo local es su hijo. Si va hablar con él podrá darle toda la información que le interesa. Café des Arts et des Artistes.

—Gracias, Tattoo. Y no fume usted demasiado.

Mientras se alejaba pensó que nunca sabría si el nuevo ataque de tos fue un agradecimiento por el consejo o una catarrosa invitación a freír espárragos. Menos mal que la pista no se había perdido del todo. Lo que tenían era tan volátil que más parecía el humo de un cigarrillo de Tattoo que un verdadero indicio. Era necesario, al menos, evitar las pérdidas de tiempo. Morelli, desde luego, habría podido averiguar la identidad del propietario de la tienda buscándolo en la Cámara de Comercio, pero eso los habría retrasado, y no les sobraba el tiempo.

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