'48 (39 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: '48
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Como ya he dicho, era un largo ascenso. Exactamente, doscientos seis escalones; los había contado hacía algunas horas. Subimos, seguidos por las pisadas de nuestros perseguidores y por algún disparo de vez en cuando. El corazón cada vez nos latía con más fuerza, nuestras piernas cada vez parecían más pesadas y los pulmones nos ardían. Parecía que nunca íbamos a llegar, que las fuerzas nos iban a abandonar en el último momento, pero seguimos subiendo, y cada nuevo tramo de escalones nos animaba a seguir hasta el siguiente. Aunque había ventanas, los cristales estaban tan sucios que resultaba imposible ver cuánto habíamos subido. Cada vez que Muriel tropezaba, yo la levantaba y la obligaba a seguir adelante; y, cada vez que tropezaba yo, lanzaba alguna blasfemia al aire y me apoyaba en la barandilla para levantarme. Pero, aun así, seguimos subiendo. Detrás de nosotros, las pisadas de nuestros perseguidores cada vez sonaban más cercanas. La jauría seguía ganándonos terreno. Yo me repetía una y otra vez que era imposible que se estuvieran acercando, que los Camisas Negras estaban enfermos, que seguíamos llevándoles mucha ventaja, pero cada vez me resultaba más difícil creerlo.

Al oír gritos a nuestra derecha, me di cuenta de que algunos de los Camisas Negras estaban subiendo por la otra escalera que había dentro de la torre. Por el ruido, parecía que avanzaban más rápido que sus compañeros. Los vi llegar a un rellano situado a pocos metros de nosotros. Casi no les sacábamos ventaja. Delante de mí, Muriel, agotada, estaba a punto de darse por vencida.

—Nunca lo conseguiremos, Hoke —dijo. Su pecho y sus hombros se movían con bruscos espasmos y sus pasos cada vez eran más lentos—. No vamos a llegar.

Vaya con la aristocracia británica.

—Ya casi hemos llegado. Un piso más, sólo un piso más. Arriba ya no podrán cogernos.

Me puse a su lado y la cogí por la cintura. Estaba temblando, agotada y muerta de miedo. Apoyé su cuerpo contra el mío y, con las pocas fuerzas que me quedaban, seguí avanzando, hasta que por fin vimos la abertura al final del siguiente tramo de escalones. Muriel pareció recuperar las fuerzas y el ánimo; supongo que la luz le devolvería las esperanzas.

Subimos los últimos escalones literalmente arrastrándonos, hasta que llegamos a un amplio rellano rodeado de ventanas. El sol que conseguía atravesar los sucios cristales iluminaba las partículas de polvo que flotaban en el aire. No había tiempo que perder. Muriel respiraba ruidosamente y las piernas le flaqueaban, pero la empujé hacia la puerta de cristal de doble hoja que teníamos delante. Había otras puertas en el rellano, así como varias mesas y sillas, utensilios de limpieza y todo tipo de objetos desordenados, pero lo único que importaba era esa puerta de cristal. Teníamos que atravesarla antes de que la jauría de Camisas Negras nos alcanzara.

Y lo conseguimos. Una vez fuera, avanzamos penosamente hacia una de las dos pasarelas que corrían paralelas sobre el río Támesis, separadas por escasos metros, uniendo la torre septentrional del puente con la torre meridional.

Una caída de más de cuarenta metros nos separaba del río. La fresca brisa que atravesaba el enrejado de hierro de las protecciones laterales de la pasarela, alborotándonos el cabello y acariciándonos la cara, resultaba tonificante. Respiramos profundamente, llenándonos los pulmones de aire puro. Pero no podíamos perder más tiempo.

—Tenemos que llegar a la otra torre —le dije a Muriel, y eché a andar en esa dirección. A pesar de la puerta de cristal que nos separaba de ellos, las pisadas y los gritos de los Camisas Negras cada vez sonaban más cercanos.

—Si —asintió ella dócilmente y empezó a avanzar tambaleándose por la pasarela. A pesar de su agotamiento, creí apreciar el principio de una sonrisa en su rostro. Supongo que habría visto una luz de esperanza, que pensaba que, si conseguíamos llegar a las puertas que se abrían al final de la larga pasarela, quizá tuviéramos alguna posibilidad. Nuestros perseguidores estaban enfermos, así que estarían todavía más cansados que nosotros después del largo ascenso. Si conseguíamos llegar a la otra torre, sería fácil descender la escalera y podríamos escapar, podríamos despistarlos o escondernos en cualquier edificio del sur de la ciudad. Sí, supongo que eso es lo que estaría pensando. No obstante su cansancio, Muriel cada vez parecía avanzar más rápido, eludiendo los obstáculos, rodeando las piezas de maquinaria cubiertas con lonas y las cajas que había apiñadas sobre la pasarela. Yo la seguí al ver las primeras sombras detrás de la puerta de cristal.

La pasarela era lo suficientemente ancha para dar cabida a cinco personas al mismo tiempo, de modo que unos peatones pudieran pasar mientras otros disfrutaban de las espectaculares vistas de Londres que se veían entre las vigas de hierro; éstas estaban ligeramente inclinadas hacia adentro, de tal forma que el espacio que había en la parte superior de la plataforma era más estrecho que el de la base. Al ver la batería antiaérea instalada en la pasarela gemela, me acordé de las veces que había pensado en subir allí de noche para esperar al testarudo piloto alemán y derribar su Dornier cuando pasara sobre el puente; como la Luftwaffe durante la guerra, el solitario bombardero siempre llegaba a Londres remontando el curso del Támesis. No hubiera sido mala idea si yo hubiera tenido la menor noción de cómo funcionaba una batería antiaérea, pero, como ése no era el caso, siempre había acabado renunciando a la idea. Aun así, eso era lo que me había hecho pensar en el puente la noche anterior, mientras planeaba cómo deshacerme de Hubble y sus secuaces en la cercana fortaleza.

A mitad de camino, pasé junto a un cadáver sentado precariamente en una silla de madera. Por el polvoriento uniforme azul que llevaba, supuse que sería un vigilante o uno de los encargados del mantenimiento del puente. La chaqueta colgaba sobre sus hombros hundidos, y tenía los ojos clavados en el suelo de hormigón. Los escasos mechones de pelo blanco que le quedaban en la cabeza estaban tan crispados que ni siquiera se agitaban con la brisa. Rodeé las cajas que parecía estar vigilando y seguí a Muriel, que ya casi había alcanzado el final de la pasarela.

Aunque oímos perfectamente el ruido de la puerta de cristal al abrirse y las pisadas y los gritos de esa ruidosa chusma que nos seguía, ni Muriel ni yo nos molestamos en mirar hacia atrás. En vez de eso, yo aminoré un poco el paso para sacar la pistola de la funda.

Al llegar al final de la pasarela, Muriel prácticamente se estrelló contra la puerta en su afán por atravesarla. Sollozando, agarró los dos tiradores verticales y tiró con todas sus fuerzas, pero la puerta no se abrió. Gritó con desesperación y volvió a intentarlo, agitando la puerta desesperadamente; pero, aunque el marco y las hojas temblaron, la puerta no se abrió.

—¡Está cerrada con llave, Hoke! —gritó cuando yo llegué a su altura—. Dios mío, está cerrada con llave —repitió.

Yo me di la vuelta y apunté la pistola hacia nuestros perseguidores.

—Sí —le dije—. Ya lo sé.

Capítulo 27

Muriel se quedó mirándome fijamente, como si yo hubiera perdido definitivamente la cabeza, y supongo que mi sonrisa confirmó sus sospechas.

—Estamos atrapados —dijo con incredulidad mientras luchaba por recuperar el aliento.

—Sí, pero también lo están ellos —repuse yo moviendo la cabeza hacia los Camisas Negras que avanzaban lentamente hacia nosotros, mirándonos con gesto triunfal a pesar de su cansancio. Algunos todavía debían de estar subiendo la escalera, y los que ya habían alcanzado la pasarela intentaban recuperar el aliento agarrándose a las vigas de hierro o avanzaban con paso inseguro, ayudándose entre sí. Realmente, esas sanguijuelas enfermas resultaban patéticas. Al ver que les estaba apuntando con la pistola, los que encabezaban el grupo se detuvieron y levantaron sus armas.

Yo señalé hacia Muriel con la Browning y dije:

—Muerta no os servirá de nada. Ni yo tampoco.

Debieron de captar la idea, porque no siguieron avanzando.

—¡No disparéis!

Reconocí inmediatamente esa voz aguda y ahogada.

—No disparéis —insistió Hubble—. Están atrapados. No tienen escapatoria.

Sus secuaces se apartaron para dejarlo pasar, y Hubble se acercó lentamente apoyándose en McGruder y otro Camisa Negra. Me alegré de verlo, pues me preocupaba que no consiguiera subir hasta la pasarela.

Muriel se apartó de la puerta para acercarse a mí. Hubble la miró y frunció el entrecejo.

—Aléjese de él, señorita Drake —dijo mirando a Muriel fijamente. La piel ennegrecida que le rodeaba los ojos hacía que pareciese el villano de una vieja película de cine mudo. Intentó ponerse recto, como para confirmar su autoridad, pero sólo lo consiguió parcialmente—. Aunque sea un salvaje, ese hombre no le hará daño, señorita Drake. ¿Verdad que no, señor Hoke? ¿Verdad que usted no dispararía contra una chica tan frágil y encantadora como la señorita Drake?

—Supongo que no —contesté yo apuntando hacia la frente de Hubble.

La sonrisa desapareció de los labios de sir Max al tiempo que su figura volvía a encorvarse. El viejo fanático me miró con odio.

—No puede matarnos a todos, maldito iluso. —Sus palabras sonaron como el silbido de una serpiente—. Si intenta disparar, mis hombres lo acribillarán. —Volvió a buscar a Muriel con la mirada—. Apártese de él. Venga con nosotros. Vuelva a donde realmente pertenece, con la gente de su clase. Antes estaba desesperado. Si no, nunca hubiera intentado… —dejó la frase sin acabar, pues todavía conservaba el juicio suficiente para no recordarle a Muriel lo que había intentado hacer con ella—. Ahora lo tenemos a él. Ahora puedo usar su sangre.

Por increíble que parezca, Muriel dio un paso hacia adelante; pero, antes de seguir, se volvió hacia mí y me miró con indecisión.

—Vamos —dije yo, cansado de ese juego—. Vete con él si eso es lo que quieres, pero te aseguro que te sacará hasta la última gota de sangre.

—Pero ¿qué puedo hacer si no, Hoke? No quiero morir. —Muriel parecía haberse dado por vencida—. Si no hacemos lo que dice, nos matarán aquí mismo.

—Mi querida Muriel, nosotros nunca haríamos una cosa así. —Hubble había decidido que ya era hora de adoptar un tratamiento más familiar, más paternal, que el de «señorita Drake». Aun así, había algo obsceno en ese tono de voz acaramelado con el que pretendía engatusar a Muriel—. Tú y yo pertenecemos al mismo mundo. Tu padre era un querido amigo mío. Te prometo que, decidas lo que decidas, no te pasará nada.

Si Muriel caía en la trampa que le estaba tendiendo Hubble, realmente merecía cualquier cosa que le pudiera pasar después. Aunque, por otra parte, a mí la charla me venía bien, pues, gracias a ella, los Camisas Negras más rezagados se estaban uniendo a sus compañeros en la pasarela. Al mirar por encima de los Camisas Negras más próximos a mí, vi a dos de sus compañeros cruzando prácticamente a rastras la puerta de cristal. A juzgar por el número que había en la pasarela, esos dos debían de ser los últimos. Bien. Había llegado el momento de la verdad.

Abrí la bolsa de lona que llevaba al hombro y, con cuatro zancadas, me acerqué a las vigas de hierro del lado interior de la pasarela. Ayudándome con un puntal inclinado, me subí a la barandilla. Al fondo, detrás de los Camisas Negras, vi una silueta tras la puerta de cristal. Perfecto. Cissie había abandonado su escondite y estaba deslizando una barra de hierro a través de los tiradores de la puerta para que no pudiera abrirse desde fuera. Eso significaba que todos los Camisas Negras estaban ya en la pasarela. Le deseé buena suerte y un rápido descenso.

Los Camisas Negras me observaban con desconfianza, preguntándose qué podría estar tramando mientras esperaban el momento apropiado para abalanzarse sobre mí. Yo seguía apuntando a Hubble para contener el ímpetu de sus secuaces.

—Tienes dos opciones, Muriel —dije intentando parecer tranquilo—. O vienes conmigo o te quedas con estas alimañas y mueres con ellas.

Mis palabras parecieron aumentar todavía más su confusión, pero no había tiempo para explicaciones. McGruder soltó a Hubble y dio dos pasos en mi dirección. Pero, al ver que dirigía el cañón de la Browning hacia su cabeza, pareció pensarlo mejor.

—Me encantaría hacerte un agujero en la frente —aseguré yo, y el lugarteniente de Hubble se detuvo. Aun así, estaba demasiado cerca. Ahora o nunca, me dije a mí mismo. Pero, de repente, Hubble empezó a hacer unos extraños ruidos, como si tuviera algo atascado en la garganta que le impedía respirar.

Se llevó las temblorosas manos al cuello e intentó abrirse la camisa mientras sufría una gran convulsión. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas, y un hilo de sangre resbaló desde el lagrimal. También sangraba por los oídos y por la boca, abierta de par en par. McGruder llegó en su ayuda justo cuando Hubble se había puesto a chillar con un horrible sonido que parecía más propio de un animal que de un ser humano. Con el cuerpo cada vez más encogido, Hubble se llevó las manos al pecho, al estómago, a los hombros…, intentando tocar el dolor. Tenía los pantalones empapados en sangre, pues sus arterias taponadas estaban reventando y el líquido tenía que salir por alguna parte. Una mancha oscura comenzó a extenderse bajo su piel, y los músculos de su cuerpo se fueron contrayendo a medida que fallaban sus órganos vitales. El momento que tanto temía Hubble por fin había llegado: era la hora de su muerte.

Los gritos de dolor dieron paso a un alarido profundo y agudo que terminó bruscamente cuando un gran chorro de sangre le salió a presión por la boca y salpicó a sus secuaces más próximos. Igual que su vida, su muerte fue violenta, aterradora. Los que estábamos a su alrededor observábamos su agonía como hipnotizados, hasta que yo decidí que nadie, por muy retorcido o malvado que fuera, merecía una muerte así. Le disparé en la frente, y Hubble cayó al suelo sin emitir un solo sonido.

Al morir Hubble, los acontecimientos se precipitaron. Yo intenté moverme todo lo rápido que pude para que no me arrastrasen consigo. Los Camisas Negras empezaron a gritar, y McGruder se dejó caer de rodillas junto al cuerpo ensangrentado de Hubble. Los primeros secuaces se abalanzaron hacia mí como posesos; creo que, de haberles dado la oportunidad, me habrían descuartizado ahí mismo con sus manos desnudas. Le propiné una patada en la cara al tipo de aspecto robusto al que le había aplastado la cara con la puerta. El Camisa Negra cayó de espaldas, arrastrando consigo a sus compañeros. Eso me dio el tiempo necesario para meter la mano izquierda en la bolsa de lona y sacar lo que necesitaba antes de rodear el puntal de hierro con el brazo derecho para tener un mejor ángulo de tiro. Apunté cuidadosamente y disparé tres veces seguidas contra el cadáver con uniforme azul que estaba sentado en la silla, rodeado de cajas.

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