'48 (36 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: '48
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Sin atreverme a incorporarme del todo, abandoné las sombras de la escalera y corrí de puntillas para no hacer ruido. En medio del patio había una ametralladora sujeta sobre un trípode. Al pasar junto a ella, me alegré de ver que la Vickers Mk 1no tenía munición. Lo más probable era que hubiera pertenecido a la guarnición de la torre y que los Camisas Negras se hubieran entretenido haciendo tiro al blanco con ella, pues la garita que había en el otro extremo del patio estaba llena de agujeros de bala. O, quién sabe, puede que Hubble se tomara tan en serio su papel de jefe militar que obligara a sus secuaces a hacer prácticas de tiro. Me pregunté si lo de desfilar por el patio también habría sido idea suya.

Llegué hasta la esquina de la Torre Blanca y me detuve unos instantes para examinar el terreno. Enfrente de la torre, a mi izquierda, había una capilla y, pegada a ella, un gran edificio con una cantidad desproporcionada de ventanas. El edificio estaba coronado por todo tipo de gárgolas y almenas y tenía una torreta octogonal a cada lado de la entrada. Creí oír algo en esa dirección, pero, aunque escuché atentamente, no volví a oírlo. Asomé la cabeza justo a tiempo para ver cómo el hombre del uniforme negro entraba en la Torre Blanca.

¿Habría llegado el momento de la verdad? ¿Sería allí donde iba a encontrar a los Camisas Negras con sus prisioneros? El resto de la fortaleza parecía desierto y, además, la Torre Blanca parecía el sitio perfecto para encerrar a los prisioneros. En las amplias salas interiores, llenas de cañones, armaduras y todo tipo de objetos de época, había sitio más que de sobra para todos los rehenes. Y, además, la Torre Blanca tenía multitud de habitaciones donde los Camisas Negras podrían… Rogué a Dios que no llegara demasiado tarde.

No había más tiempo que perder. Rodeé la esquina y corrí hacia la escalinata de piedra que subía hasta la puerta de la torre, preparado para encontrarme con los Camisas Negras en cualquier momento. Pero no apareció nadie. Sin dejar de correr, agarré la barandilla de hierro de la escalinata y subí los escalones de dos en dos, apuntando el cañón de la metralleta hacia la puerta.

La sólida puerta de doble hoja estaba abierta, pero no se oía ningún ruido dentro. Asomé la cabeza y la retiré inmediatamente. No podía creer lo que había visto dentro.

El suelo de piedra de la sala estaba a un nivel inferior al de la puerta. Era un amplio recinto con altos techos abovedados cubiertos de telas de araña. Multitud de cascos y petos de armaduras colgaban de las sórdidas paredes y, en los nichos que se abrían en los muros de piedra, había cañones de distintos tamaños dispuestos en filas perfectamente ordenadas. Aunque había varias arañas de hierro colgando del techo, la mayor parte de la luz procedía de las lámparas de pie y de la puerta abierta. La escena que iluminaban era tan horrible que hubiera preferido no tener que contemplarla nunca.

Apoyado contra el muro exterior, cerré los ojos con fuerza y luché contra las náuseas que se apoderaban de mí. Pero lo que me descomponía no era sólo la visión de esos cuerpos medio desnudos, de todos esos cadáveres tumbados sobre su propia sangre coagulada, con tubos de goma clavados en los brazos, ni tampoco el hedor de sus excrementos mezclándose con el de la sangre. No, lo que realmente me provocaba náuseas era mi sensación de fracaso. Les había fallado. Había esperado demasiado. Los Camisas Negras ya habían llevado a cabo su enloquecido experimento y, desde luego, los voluntarios habían pagado el precio de su necedad, porque sus cuerpos yacían sin vida junto a los de los donantes en esa fétida charca de color carmesí. Esperaba que al menos Hubble estuviera entre ellos.

Me obligué a volver a mirar con la esperanza de que alguno de esos infelices siguiera vivo. Además, quería saber si Hubble realmente había sucumbido ante su propia locura. Supongo que también quería saber si el cuerpo de Muriel estaba entre los muertos.

Algunos de los Camisas Negras estaban sentados en sillas de madera, con sus «donantes» tumbados junto a ellos, mientras que otros yacían encogidos en el suelo, con los dedos agarrotados y las bocas abiertas, como si estuvieran gritando en silencio, como si la sangre ajena les hubiera provocado algún tipo de paroxismo al entrar en sus venas, sumiendo sus cuerpos en una profunda agonía. Tenía ganas de insultarlos por su temeraria estupidez, por la inútil barbarie a la que se habían entregado. Ni siquiera habían sido capaces de esperar, de realizar las transfusiones una a una. Así, al menos habrían desistido después de un par de fracasos. Aunque supongo que estaba subestimando el alcance de su desesperación, además del deterioro de sus cerebros y la fe ciega que tenían en Hubble. Y, en cualquier caso, ¿qué tenían que perder?

Haciendo caso omiso del olor, atravesé el umbral de la puerta y busqué una cara conocida entre los cuerpos. Por desgracia, varios de ellos estaban boca abajo o dándome la espalda, y había otros muchos medio ocultos entre las sombras de los nichos. Si quería saber si Hubble y Muriel estaban entre los cadáveres, no me quedaba más remedio que entrar e inspeccionarlos de cerca.

Al descender a ese agujero infernal, me di cuenta de que no había suficientes cadáveres para que todos los Camisas Negras y todos sus prisioneros estuvieran allí. La idea me cogió por sorpresa. ¿Y las mujeres y los niños? Por lo que veía, no había ninguna mujer y, desde luego, no había ningún niño, pero, dos noches atrás, yo había visto mujeres y niños delante del Savoy. Habría unos veinte cadáveres en total y el ejército de Hubble por sí solo debía de alcanzar al menos el triple de ese número, y eso contando con las bajas que habían sufrido los Camisas Negras durante el bombardeo del hotel y los que yo había matado personalmente. Descendí el último escalón y, evitando las partes más profundas del lago de sangre, fui de nicho en nicho, mirando en cada esquina, buscando más cuerpos, sin perder la esperanza de encontrar a alguien vivo.

Debía de estar absorto en mi labor, porque, cuando oí el ruido, él ya estaba prácticamente a mi lado.

No es que hubiera olvidado al hombre que había entrado en la torre, pero me había distraído. Lo que hizo que me volviera fue el ruido de sus pisadas sobre la sangre. Supongo que se habría ocultado entre los cañones de uno de los nichos más lejanos. Ahora corría hacia mí, apuntándome directamente al estómago con la pica medieval que tenía cogida con las dos manos. Fue entonces cuando me di cuenta de que no llevaba el uniforme de los Camisas Negras. Aunque cubierta de polvo y desgarrada en varios sitios y con los galones rojos deshilachados, reconocí inmediatamente la guerrera azul marino de los miembros de la guardia de la Torre de Londres. El cabello enmarañado casi le tapaba los ojos y tenía la larga barba salpicada de saliva. A la distancia que me encontraba pude ver que, además de reflejar odio y locura, sus ojos estaban sangrando. Esos ojos casi me fulminaron, pero logré recuperar el dominio de mí mismo.

En vez de retroceder, di un paso hacia adelante, girando el cuerpo para no ofrecer un blanco demasiado fácil. No tenía tiempo para dispararle y, además, no quería alertar a los Camisas Negras, así que me aparté hacia un lado y pasé la correa de la metralleta alrededor de la punta de hierro de la pica. Cuando la correa se enganchó en la borla de seda roja y dorada que colgaba entre la punta y el fuste de madera de la pica, tiré, al tiempo que giraba el cuerpo, usando la inercia del guardián de la torre para hacerle perder el equilibrio. Él cayó de rodillas y gritó como un demente hasta que lo golpeé en la nuca con el puño izquierdo. Cayó pesadamente y se golpeó la cara contra el suelo ensangrentado. Mi maniobra había resultado, pero la torpeza del hombre había ayudado; la enfermedad corría por sus venas, igual que corría por las venas de los Camisas Negras.

Me abalancé sobre él y le clavé la rodilla en la espalda. Le cogí el pelo con una mano y, levantándole la cabeza, se la aplasté contra el suelo de piedra. Él gimió y permaneció inmóvil. Pero seguía consciente, pues un ligerísimo quejido salió de su boca. Sabía que ese hombre no era culpable de nada, que tenía el cerebro tan enfermo como la sangre, pero llevaba demasiado tiempo luchando contra otros como él para sentir ninguna piedad. Cuando estaba a punto de volver a golpearle la cabeza contra el suelo, pensé en las víctimas que nos rodeaban, en esos inocentes a los que habían asesinado por el mero hecho de ser diferentes, por tener algo que los demás querían para sí mismos. Y, entonces, me acordé de los compañeros de las víctimas, de esas mujeres y esos niños que podían seguir vivos, esperando morir en cualquier momento. Volví a levantarle la cabeza.

—¿Dónde están los otros? —le susurré al oído.

El guardia no estaba tan loco como para no saber que, si no contestaba, yo le aplastaría el cráneo contra el suelo.

—Se… Se los han llevado. —Las palabras apenas consiguieron salir por entre sus dientes rotos y sus labios hinchados.

—¿Adonde? —dije yo, dejándome llevar por la ira para vencer la repulsión que sentía. Le cogí el pelo todavía con más fuerza y le levanté la cabeza otro par de centímetros. Él pareció entender el mensaje y murmuró algo que no pude entender.

Seguí levantándole la cabeza hasta que pude mirarlo a los ojos. Tenía grandes surcos oscuros alrededor y las mejillas llenas de venas explotadas. Después le miré las manos; las tenía hinchadas y negras y olían a gangrena. Sentí ganas de vomitar.

—¿Adonde? —repetí sin apenas abrir la boca.

Supongo que no le gustaría lo que vio en mis ojos, porque, de repente, habló con gran nitidez.

—Necesitaban ayuda… Necesitaban la ayuda de Dios.

Yo seguí mirándolo fijamente, sin decir nada.

—Sir Max dijo que… Sir Max dijo que Dios…

Su voz se fue apagando, hasta convertirse en un gemido, mientras le empezaba a salir sangre por la boca. Su cuerpo se estremeció bajo el mío, al principio suavemente, pero cada vez más fuerte, hasta que las convulsiones lo sacudieron salvajemente. Cuando intentó gritar, yo no tuve otra elección. Tenía que sofocar el ruido antes de que pudieran oírlo los Camisas Negras.

Le aplasté la cabeza con todas mis fuerzas contra el suelo, y el ruido del impacto fue cien veces peor que el gruñido con el que perdió la conciencia. Los músculos de su cuerpo se relajaron e inclinó la cabeza hacia un lado. La expresión de su cara era de satisfacción, como si, de alguna manera, se alegrara de alejarse de este mundo. Al menos, eso es lo que quise creer yo para aliviar mi conciencia. No sabía si estaba muerto, pero deseaba que lo estuviera. Desde luego, eso era lo mejor que podía pasarle.

Liberé la correa de la metralleta de la pica medieval a la que seguía enganchada y me levanté. Y fue entonces cuando oí los acordes. Era música de órgano.

Me acordé de la capilla que había visto antes de entrar en la Torre Blanca.

Capítulo 25

De alguna forma, la atormentada y angustiosa música de órgano que llenaba el aire tenía más que ver con una película de Lon Chaney que con un rito religioso. Venía de la pequeña iglesia que había en una esquina alejada del patio, detrás de una descuidada explanada de césped. Desde la puerta de la Torre Blanca, observé el pequeño campanario que se levantaba sobre sus toscos muros. Respiré hondo, intentando no pensar en lo que me esperaba ahí dentro, y corrí hacia el gran edificio neogótico que había junto a la capilla. A mi paso, el suelo quedó manchado de sangre.

En cuanto llegué al edificio, me puse en cuclillas y moví la metralleta de un lado a otro, listo para reaccionar ante cualquier visita inesperada. Pero, aparte de la estridente música de órgano, todo parecía tranquilo.

Volví a respirar hondo y seguí adelante, manteniéndome cerca del muro del edificio, aprovechando cada sombra para ocultarme. No tardé en llegar al callejón que separaba el largo edificio de la capilla. Me puse de puntillas debajo de la primera de las cinco estrechas ventanas que se abrían en la fachada lateral de la capilla y miré dentro, pero el cristal era demasiado grueso y estaba demasiado sucio para poder ver nada con claridad. Todo lo que pude apreciar es que en el interior había movimiento. También oí voces por encima del sonido del órgano; voces de hombres que gritaban y voces que imploraban clemencia.

Temeroso de que mi silueta pudiera delatarme, volví a agacharme y rodeé la pequeña iglesia pegado al muro. Pasé junto a dos lápidas verdosas y una carretilla con unos pequeños sacos dentro antes de encontrar la entrada. Una de las hojas de la puerta estaba entornada, permitiendo que los desafinados acordes del órgano llegaran nítidamente hasta mis oídos. Al acercarme, creí oír el llanto de un niño.

Apoyé la espalda contra la puerta, la abrí un poco más empujando con el codo y giré el cuerpo hacia el interior de la capilla, apuntando la metralleta hacia adelante.

El pasillo central no tendría más de un metro de ancho, y conducía directamente hasta un pequeño y modesto altar con un crucifijo de oro debajo de una vidriera. La mugre de las estrechas ventanas laterales y las oscuras vigas de madera del techo creaban un ambiente lúgubre, incluso tenebroso. A mi izquierda había varios arcos. Debajo del primero vi un sepulcro de alabastro con un caballero y su dama esculpidos en piedra. El viejo órgano de madera, con los tubos cubiertos de telas de araña, estaba en el último arco. Detrás, en el muro del fondo, había otra puerta.

Los débiles haces de luz que penetraban por las estrechas ventanas parecían bañar las motas de polvo que flotaban en el aire. Sentados en los bancos, los prisioneros de Hubble se movían nerviosamente mientras varios Camisas Negras patrullaban el pasillo central y los dos laterales. Algunos de los cautivos estaban llorando, otros guardaban silencio, acobardados, pero todos miraban hacia la figura que había en el altar.

Hubble estaba de espaldas. McGruder lo estaba ayudando a quitarse la camisa, dejando desnudo un brazo delgado y lleno de hematomas. El líder de los Camisas Negras tenía la mano negra hasta la muñeca y el hombro lleno de esas desagradables manchas que formaba la sangre al coagularse debajo de la piel. Realmente, era una visión nauseabunda.

Hubble se dio la vuelta, y yo me oculté detrás de la puerta para que no pudiera verme.

Con un gran esfuerzo, Hubble consiguió ponerse recto y miró a su auditorio con el mentón levantado y una mano apoyada sobre el bastón, intentando adoptar la postura de un nombre poderoso, de un líder invencible. Pero las mejillas hundidas y los oscuros hematomas que tenía alrededor de los ojos, la tonalidad azul de sus labios, la palidez enfermiza de su piel, prácticamente traslúcida, a través de la cual se veía un complejo entramado de venas rotas, el pelo, antaño impecablemente cortado, que le caía sin fuerza sobre la pálida frente, la inclinación de sus hombros y el temblor de sus extremidades parecían reírse de sus pretensiones de grandeza, convirtiéndolo en una patética parodia del hombre que había cautivado a miles de fanáticos con su oratoria fascista antes del estallido de la guerra. Aun así, al ver cómo brillaban sus ojos, me di cuenta de que ahora era más peligroso que nunca, pues esa misma locura que lo mantenía vivo también le daba las fuerzas y la voluntad necesarias para llenar el mundo de dolor.

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