A este lado del paraíso (17 page)

Read A este lado del paraíso Online

Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
5.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una mitad de la estación se les había quedado mirando, en parte con horrorizada compasión y en parte con alborotada alegría; y cuando se acercó Phyllis, sobresaliendo su esbelta mandíbula, la pareja corrió hacia ella, mezclando en sus voces altas y agudas el grito del colegio y el nombre de Phyllis. A lo largo del campus fue aclamada y entusiásticamente escoltada, seguida de medio centenar de golfillos, para regocijo de varios cientos de alumnos y visitantes, la mitad de los cuales ignoraban que se trataba de una broma y suponían que Burne y Fred eran dos famosos deportistas que agasajaban a la joven en su visita al colegio.

Es fácil imaginar cuáles eran los sentimientos de Phyllis al desfilar así entre las tribunas de Harvard y Princeton, donde se sentaban docenas de sus antiguos admiradores. Trataba ella de ir un poco delante o un poco detrás, pero ellos se mantenían a su lado para que no hubiera la menor duda de con quién estaba, dirigiéndose en voz alta a sus amigos del equipo, hasta oír a sus conocidos susurrar:

—Esta Phyllis Styles está ya muy vista; sólo le quedaba venir con esos dos.

Tal había sido la obra de Burne, lleno de dinámico humor, pero fundamentalmente serio. De esas raíces había brotado la energía que ahora estaba tratando de canalizar…

Así pasaron las semanas y llegó marzo sin que aparecieran aquellos pies de barro que Amory esperaba. Alrededor de un centenar de estudiantes se dieron de baja en sus clubs en un arranque final de rectitud, y los clubs recurrieron a su arma más temible: el ridículo. Todo aquel que le conocía le quería; pero aquello por lo que él luchaba (y cada vez luchaba por más cosas) se convirtió en el hazmerreír de tantas lenguas, que un hombre con menos aplomo que él se habría derrumbado.

—¿Es que no te importa perder tu prestigio? —le preguntó Amory una noche. Se habían acostumbrado a llamarse varias veces por semana.

—Claro que no. Al fin y al cabo, ¿qué es el prestigio?

—Hay gente que dice que no eres más que un político bastante original.

Se echó a reír.

—Eso es lo que me ha dicho Fred hoy mismo. Supongo que me voy convirtiendo en eso.

Una tarde se enzarzaron sobre un tema que durante mucho tiempo había interesado a Amory: la relación que guardaban los atributos físicos con la conducta del hombre. Burne se refería a la biología:

—Claro que la salud cuenta; un hombre sano tiene dos veces más probabilidades de ser bueno —dijo.

—No estoy de acuerdo contigo; yo no creo en un «cristianismo muscular».

—Yo sí. Yo supongo que Cristo tenía un gran vigor físico.

—Oh, no —protestó Amory—. Tuvo que trabajar demasiado para eso. Imagino que cuando murió era un hombre acabado; y los grandes santos no han sido hombres fuertes.

—La mitad de ellos, sí.

—Bien, suponiendo que así fuera yo no creo que la salud tenga nada que ver con la bondad; supongo que para un gran santo es muy importante ser capaz de soportar enormes pruebas; pero de ahí a esa moda de los predicadores de aparentar gran virilidad, clamando que sólo la gimnasia salvará al mundo… no, Burne, es algo que no aguanto.

—Bueno, vamos a dejarlo, que no llegaremos a ningún lado y además yo no estoy completamente convencido. Pero de lo que sí estoy seguro es de que el aspecto personal tiene mucha importancia.

—¿El color? —preguntó Amory con interés.

—Sí.

—Es lo que siempre nos hemos figurado Tom y yo —convino Amory—. Hemos examinado los anuarios de los últimos diez años para estudiar las fotografías de las juntas directivas. Ya sé que para ti significan poco esas augustas asambleas; pero aquí, en general, personifican el éxito. El resultado es que siendo solamente los rubios el treinta y cinco por ciento de cada clase, las dos terceras partes de cada junta lo son. Fíjate que se trataba de los últimos diez años, lo que quiere decir que de cada quince rubios de la clase superior uno está en la junta, mientras que de los morenos hay uno cada cincuenta.

—Es cierto —concedió Burne—. En general el hombre rubio es un tipo superior. Yo hice lo mismo con los presidentes de los Estados Unidos y encontré que la mitad de ellos eran rubios; y hay que pensar en la preponderancia de morenos que da la raza.

—La gente inconscientemente lo admite —dijo Amory—. Habrás observado que la gente siempre espera de un rubio que hable; si una mujer rubia no habla es porque es «una muñeca» y al hombre rubio que permanece en silencio se le considera un estúpido. Y sin embargo el mundo está lleno de «hombres silenciosos y morenos» y «lánguidas morenitas» que no tienen nada en la cabeza; pero a nadie se le ocurre acusarles de eso.

—Indudablemente, una boca ancha, una mandíbula prominente y una hermosa nariz forman una cara superior.

—No estoy tan seguro —Amory era partidario de los rasgos clásicos.

—Claro que sí, te lo voy a demostrar —y Burne sacó del cajón de su escritorio una colección de fotografías de hirsutas y barbudas celebridades: Tolstoi, Whitman, Carpenter y otros.

—¿No son magníficos?

Amory trató de convencerse de que lo eran, pero no pudo evitar la risa.

—Burne, yo creo que es la colección de tipos más feos que he visto en mi vida. Eso parece un asilo.

—Pero Amory, mira la frente de Emerson, los ojos de Tolstoi —su tono era de reproche.

Amory sacudió la cabeza.

—¡No! Di que son extraordinarios y lo que tú quieras; pero claro que son feos.

Imperturbable, Burne acarició aquellas frentes amplias y recogió las fotografías.

Pasear de noche era una de sus distracciones favoritas; una noche convenció a Amory para que le acompañara.

—Odio la oscuridad —objetó Amory—. No me gusta nada, excepto cuando estoy particularmente inspirado; pero ahora, realmente…, le tengo miedo.

—Eso no te sirve de nada.

—Posiblemente.

—Vamos hacia el Este —sugirió Burne—, hacia aquel laberinto de caminos a través de los bosques.

—No es muy atractivo para mí —manifestó Amory con disconformidad—, pero vamos.

Echaron a andar a buen paso por espacio de una hora, entretenidos con una vivaz conversación, hasta que las luces de Princeton no fueron más que unos puntos blancos detrás de ellos.

—Toda persona con imaginación ha de tener miedo —dijo Burne formalmente—. Esto de pasear por la noche es una de las cosas que antes me horrorizaban. Te voy a decir por qué puedo pasear por cualquier parte sin tener miedo.

—A ver —Amory requirió. Se dirigían hacia el bosque; la voz de Burne se acaloraba con nerviosismo y entusiasmo.

—Tenía por costumbre venir aquí solo por las noches, hace tres meses, y solía detenerme en esta encrucijada que acabamos de pasar. Tal como ahora, enfrente de mí estaban los bosques, los ladridos de los perros, pero ni una sombra ni un sonido humano. Naturalmente, yo mismo poblaba los bosques de toda clase de espectros, como tú, ¿no es así?

—Así es —admitió Amory.

—Bien, empecé a analizar por qué mi imaginación insistía en todos aquellos horrores de la oscuridad; así que, sacando a mi imaginación fuera de mí, la dejé en la oscuridad como si fuera la del perro perdido, la del espectro o la del preso que se ha escapado y que veía cómo yo mismo me acercaba por la carretera. Eso lo arregló todo, como pasa siempre que se coloca uno en el lugar de otro. Me di cuenta de que si yo fuera el perro, el preso o el espectro no sería una amenaza para Burne Holiday mayor que la que él era para mí. A veces pensaba en el reloj. Es mejor volver para dejarlo en la habitación. Pero decidí que no; era mejor perder el reloj que volver atrás; así que seguí carretera adelante hasta que me metí en el bosque y comprendí que ya nunca más tendría miedo, hasta que una noche me senté y me quedé dormido. Ya estaba curado del miedo a la oscuridad.

—Dios —suspiró Amory—, yo no podría haber hecho eso. A la mitad del camino, en cuanto se hubiera vuelto a cerrar la oscuridad tras los faros del primer automóvil, me habría vuelto.

—Bueno —dijo Burne de repente, tras unos minutos de silencio—, ya estamos a mitad de camino. Vamos a volver.

En el camino de vuelta se embarcaron en una discusión sobre la voluntad.

—Es lo más importante —aseguró—. Es la frontera entre el bien y el mal. No he conocido nunca un hombre de mala vida que no tenga una voluntad muy débil.

—¿Y los grandes criminales?

—Normalmente son dementes. Si no, son muy débiles. No existe el criminal fuerte y sano.

—No estoy de acuerdo contigo, Burne, ¿y el superhombre?

—¿Y qué?

—Es el mal, creo yo, pero fuerte y sano.

—No lo he visto nunca. Te apuesto a que será un estúpido o un demente.

—Yo lo he visto muchas veces y no es ni una cosa ni otra. Por eso creo que te equivocas.

—Estoy seguro de que no; por eso no creo en la prisión, excepto para los dementes.

Sobre ese punto Amory no podía estar de acuerdo. Le parecía que la vida y la historia estaban plagadas de criminales agudos y fuertes, pero que a menudo se engañaban: se les podía encontrar en la política y en los negocios, y entre los estadistas, reyes y generales. Pero Burne lo negaba, y en ese punto divergían sus opiniones.

Burne se había estado alejando cada vez más del mundo que le rodeaba. Dimitió de la vicepresidencia de la clase superior, y sus mayores ocupaciones consistían en leer y pasear. Voluntariamente asistía a las clases de filosofía y biología para graduados, donde entraba con ojos llenos de patetismo e intención, como si esperara del profesor algo que nunca podría dar. A veces Amory le veía agitarse en su asiento, los ojos encendidos: es que estaba a punto de discutir una cuestión.

Por la calle iba cada día más abstraído, por lo que se le empezó a acusar de convertirse en un
snob
; pero Amory sabía que no había nada de eso; y una vez que Burne pasó medio metro de él sin verle, su pensamiento a muchas leguas de allá, Amory a poco se ahoga de la romántica alegría que le produjo. Burne parecía estar escalando hacia cimas donde otros no lograrían nunca poner el pie.

—Te digo —declaró Amory a Tom— que es el mejor contemporáneo que he conocido, y reconozco qué es muy superior a mí en capacidad mental.

—Y yo te digo que este es el peor momento para hacer esa confesión. La gente empieza a pensar que es un tipo muy raro.

—Está por encima de ellos. Tú lo sabes en cuanto hablas con él. Pero, por Dios, Tom, siempre estabas en contra de la «gente». El éxito te está adocenando.

Tom se enfadó un poco.

—¿Qué es lo que pretende?, ¿llegar a santo?

—¡No! No como los demás. No entra nunca en la Philadelphian Society. No tiene fe en esa porquería. Ni cree que las piscinas públicas o las palabras amables y oportunas puedan arreglar el mundo; sin embargo, se toma un trago cada vez que le da la gana.

—Pues hace muy mal.

—¿Has hablado con él últimamente?

—No.

—Entonces no tienes ni idea de cómo es.

Ahí terminó la discusión, pero Amory percibió más que nunca cómo habían cambiado los sentimientos del campus hacia Burne.

—Es muy raro —dijo Amory a Tom, una noche que discutían en tono más amigable sobre el mismo tema— que la gente que más desaprueba el radicalismo de Burne sea toda de la clase de los fariseos, quiero decir, los hombres mejor educados del colegio, los directores de periódicos, como tú y Ferrenby, los profesores jóvenes… Estos atletas incultos como Langueduc piensan que se está haciendo un excéntrico: «Este buen Burne —dicen— se ha metido unas ideas raras en la cabeza». Y eso es todo. Pero los fariseos, ¡caray!, queréis ridiculizarle sin piedad.

Al día siguiente se encontró a Burne que corría por el paseo MacCosh después de una conferencia.

—¿A dónde vas, Zar?

—A la oficina del
Prince
a ver a Ferrenby —le enseñó un ejemplar matinal del
Princetonian
—. Ha escrito este editorial.

—¿Lo vas a desollar vivo?

—No, pero me tiene asombrado. O le he entendido mal o se ha convertido en el radical más violento del mundo.

Burne salió corriendo. Pasaron varios días hasta que Amory tuvo noticia de la conversación que siguió. Burne había entrado en el santuario del editor, desplegando el diario alegremente.

—Hola, Jesse.

—Hola, Savonarola.

—He leído tu editorial.

—Hombre, no sabía que habías caído tan bajo.

—Jesse, me dejas asombrado.

—¿Yo? ¿Por qué?

—¿No te da miedo que toda la facultad se eche encima de ti si sigues publicando frases antirreligiosas?

—¿Cómo?

—Como esta mañana.

—Demonio, el editorial era sobre el sistema de entrenamiento en el fútbol.

—Sí, pero la cita…

Jesse se levantó.

—¿Qué cita?

—Ya sabes: «Quien no está conmigo está contra mí».

—Bien, ¿y qué?

Jesse estaba asombrado pero no alarmado.

—Tú dices aquí que… Déjame ver —Burne abrió el diario y leyó—: «
Quien no está conmigó está contra mí
, como dijo aquel caballero que, evidentemente, sólo era capaz de hacer las más groseras distinciones y las más pueriles generalizaciones».

—Pero ¿y qué? —Ferrenby empezó a alarmarse—. Lo dijo Oliver Cromwell, ¿no? ¿O fue Washington? ¿O uno de los santos? Señor, creo que lo he olvidado.

Burne se hecho a reír.

—Pero Jesse, Jesse…

—Pero, por amor de Dios, ¿quién lo dijo?

—Bueno —dijo Burne, recobrando su voz—, San Mateo dice que fue Cristo.

—¡Dios mío! —gritó Jesse, cayendo encima del cesto de papeles.

Amory escribe un poema

Las semanas volaban. De tanto en tanto Amory se iba a Nueva York para tratar de encontrar un reluciente autobús verde cuyo aspecto de caramelo le llamaba la atención. Un día se aventuró en un teatro que reponía una comedia cuyo nombre le resultaba ligeramente familiar. Se levantó el telón, entró una joven. Unas pocas frases que sonaron en su oído hicieron vibrar una apagada cuerda de su memoria. ¿Dónde? ¿Cuándo?

Y le pareció oír junto a él una voz vibrante y blanda que le susurraba: «Soy una tonta; dime cuando me equivoco».

La solución llegó como un relámpago, un rápido y alegre recuerdo de Isabelle.

En una página en blanco del programa empezó a garrapatear:

En la fingida oscuridad que una vez mas contemplo,

Allí con el telón se envuelven los años;

Dos años, dos años, aquel día tranquilo

Tan nuestro, con un feliz final.

Nuestras almas en agraz; y yo podía

Adorar tu rostro ansioso junto al mío;

Una alegre y amplia mirada sonriendo

Tantas veces mientras la triste comedia

llegaba hasta mí, como las muertas olas

Llegan a la playa.

Toda una tarde aburrida y errante.

Solo contemplo… Y esas charlas

Que destruyen una escena con encanto.

Lloraste un poco, y triste me volví por ti.

Aquí mismo. Donde Mr. X defiende el divorcio.

Y la que sea cae rendida en sus brazos.

Other books

Sunny Dreams by Alison Preston
Brave Story by Miyuki Miyabe
Desert Ice Daddy by Marton, Dana
The Clockwork Twin by Walter R. Brooks
Be My December by Rachel Brookes
The Holographic Universe by Michael Talbot
By Other Means by Evan Currie
Writing Tools by Roy Peter Clark
Mind Strike by Viola Grace
The Playboy of Rome by Jennifer Faye