A este lado del paraíso (21 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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Desde que murió la pobre Beatrice cuento con un poco de dinero, pero bastante poco. Puedo perdonar a mi madre casi todo, a excepción de haber legado, en un repentino arranque de religiosidad al final de su vida, la mitad de lo que quedaba para seminarios y vidrieras. Mr. Barton, mi abogado, me escribe que casi todos mis dineros están invertidos en compañías de tranvías y que las citadas compañías pierden dinero por las tarifas de cinco céntimos. ¡Imagínate una nómina con salarios de 350 dólares al mes para un hombre que no sabe leer ni escribir! Y lo malo es que hay que creer en todo eso, aunque haya presenciado cómo lo que una vez fue una considerable fortuna se puede evaporar a causa de la especulación, las extravagancias, la administración democrática y el impuesto sobre la renta… Moderno, eso es lo que yo soy, Mabel.

De cualquier forma podemos tener un piso sensacional. Tú te buscas un trabajo en una revista de modas y Alec que se meta en la Zinc Company o como se llame lo que tiene su familia. Me está mirando por encima del hombro y dice que la compañía es de bronce, pero a mí me parece que eso no importa mucho, ¿y a ti? Probablemente es tan sucio el dinero ganado con el bronce como el ganado con el zinc. En cuanto al famoso Amory, escribirá inmortal literatura si logra estar seguro de algo que valga la pena contárselo a otro. No hay regalo más peligroso para la posteridad que unas cuantas perogrulladas inteligentemente adornadas.

Tom, ¿por qué no te haces católico? Claro que para ser un buen católico tendrás que dejar de urdir las violentas intrigas que me contabas, pero escribirías mejor poesía si te relacionaras con los altos candelabros dorados y los grandes cánticos; y aunque el clero americano es bastante burgués, como solía decir Beatrice, tú no irías más que a las iglesias elegantes, y yo te presentaré a monseñor Darcy, que es una maravilla.

La muerte de Kerry fue un golpe muy duro y lo mismo la de Jesse en cierto modo. Y tengo gran curiosidad en saber qué rincón del mundo se ha tragado a Burne. ¿Tú crees que estará en la cárcel, con nombre falso? Confieso que la guerra en lugar de volverme ortodoxo, que es la reacción correcta, ha hecho de mí un apasionado agnóstico. La Iglesia Católica ha tenido últimamente sus alas cortadas tanto tiempo que el papel que juega es despreciable y ni siquiera tiene ya buenos escritores. Estoy harto de Chesterton.

Solamente he conocido un soldado que sufriera la tan cacareada crisis espiritual como ese tipo, Donald Hankey; y el que yo conocí estudiaba para cura, así que estaba maduro para la crisis. A mí sinceramente todo eso me parece una basura, aunque, al parecer, proporciona mucho consuelo sentimental a los de casa; a ver si padres y madres quieren más a sus hijos. Esta religión inspirada en la crisis resulta bastante pobre y fugaz. Para un hombre que descubre a Dios hay cuatro que descubren París.

En cuanto a nosotros —tú y yo y Alec—, tendremos un mayordomo japonés y nos vestiremos para cenar, tendremos vino en la mesa y llevaremos una vida contemplativa y carente de emociones, hasta que nos decidamos a utilizar las ametralladoras con los propietarios o a arrojar bombas con los bolcheviques. ¡Dios! Tom, espero que ocurra algo. Estoy más inquieto que el demonio, y me horroriza volverme gordo o enamorarme y hacerme un hombre casero.

La finca de Lake Geneva está en alquiler, pero en cuanto desembarque pienso ir al Oeste a ver a Mr. Barton para que me dé detalles. Escríbeme a casa de los Blackstone, Chicago.

Hasta pronto, querido Boswell.

Samuel Johnson.

Libro Segundo
La educación de un personaje
1. La debutante

L
a acción transcurre en febrero en un amplio y refinado dormitorio de la casa de los Connage, en la calle Sesenta y Ocho de Nueva York. El cuarto de una señorita: paredes de color rosa, cortinas, y una colcha rosa sobre una cama color crema. Todos los motivos del cuarto son rosas y cremas, pero el único mueble visible es un lujoso tocador con un tablero de cristal y un triple espejo. De las paredes cuelgan una buena copia de las «Cerezas maduras», unos pocos perros de Landseer y «El rey de las islas Negras», de Maxfield Parrish.

Un gran desorden reina en la habitación, donde se hallan dispersos los siguientes objetos: (1) siete u ocho cajas de cartón vacías, sus lenguas de papel seda jadeando en sus bocas; (2) un montón de trajes de calle mezclados con sus hermanos de tarde, todos sobre la mesa y evidentemente nuevos; (3) una tira de tul que ha perdido su dignidad y se arrastra tortuosamente por toda la escena; y (4) sobre dos pequeñas sillas una colección de ropa interior que supera a toda descripción. A uno le encantaría ver la cuenta de todas esas delicadezas, y poseído del deseo de ver a la princesa para cuyo provecho… ¡Mira! ¡Viene alguien! ¡Decepción! Se trata solamente de la sirvienta que busca algo. Levanta un montón de una silla —allí no está—, otro montón de encima de la mesa…, dentro de los cajones; saca a la luz varias bonitas combinaciones y un sorprendente pijama que no satisface. Sale.

Un incomprensible murmullo en la habitación de al lado.

Esto se va calentando. Ahora es la madre de Alec, la señora Connage, amplia, digna, empolvada como una viuda, pero un tanto pasada. Sus labios se mueven de manera significativa e indican que anda buscando algo. Su búsqueda es menos minuciosa que la de la sirvienta, pero hay en ella un punto de furor que disimula su ligereza. Tropieza con el tul, y su «¡maldita!» es perfectamente audible. Se retira con las manos vacías.

Más chachara fuera, y la voz de una muchacha, una voz de niña mimada, que dice: «De toda la gente estúpida…»

Tras una pausa entra como tercer explorador no la de la voz mimada sino una edición más joven. Es Cecelia Connage, dieciséis años, bonita, lista y de un natural buen humor. La han vestido para la fiesta con un traje cuya evidente sencillez probablemente le molesta. Se acerca al montón más cercano, escoge una pequeña prenda de color rosa y la alza con gestos de aprobación.

C
ECELIA
: ¿De color rosa?

R
OSALIND
(Fuera.)
: ¡Sí!

C
ECELIA
: ¿Muy viva?

R
OSALIND
: ¡Sí!

C
ECELIA
: ¡Ya la tengo!

(Se contempla en el espejo del tocador y empieza a bailar con entusiasmo.)

R
OSALIND
(Fuera.)
: Pero ¿qué haces? ¿Te la estás probando?

(Cecelia deja de bailar y sale llevando la prenda sobre el hombro derecho. Por la otra puerta entra Alec Connage. Mira en torno suyo y da una gran voz:
¡Mamá!
En la otra puerta surge un coro de protestas; y, atraído por él, se acerca a ella, pero es rechazado por otro coro.)

A
LEC
: ¡Así que estás ahí! Amory Blaine está aquí.

C
ECELIA
(Rápidamente.)
: Llévatelo abajo.

A
LEC
: Está abajo.

L
A
S
EÑORA
C
ONNAGE
: Enséñale su habitación. Dile que lo siento, que ahora estoy muy ocupada.

A
LEC
: Ha oído hablar mucho de todas vosotras. Daos prisa. Padre le está hablando de la guerra y me parece que está un poco inquieto. Es un temperamental.

(Esto último basta para que Cecelia entre en el cuarto.)

C
ECELIA
: ¿Qué quiere decir eso de temperamental? Tú solías decir eso de él en tus cartas.

A
LEC
: Ah, es que escribe cosas.

C
ECELIA
: ¿Toca el piano?

A
LEC
: Yo creo que no.

C
ECELIA
(Especulando.)
: ¿Bebe?

A
LEC
: Sí, no tiene nada de raro.

C
ECELIA
: ¿Dinero?

A
LEC
: Dios, pregúntaselo a él. Antes tenía mucho y ahora tiene unas rentas.
(Entra la señora Connage.)

L
A
S
EÑORA
C
ONNAGE
: Alec, claro que nos alegramos de que venga un amigo tuyo a visitarnos.

A
LEC
: Deberías ir a saludar a Amory.

L
A
S
EÑORA
C
ONNAGE
: Claro que sí. Pero me parece una chiquillada de tu parte dejar tu casa e ir a vivir con dos amigos en un apartamento. Espero que no sea para beber todo lo que te dé la gana.
(Se detiene.)
Le vamos a descuidar un poco esta noche. Ya sabes que es la semana de Rosalind. Cuando una chica se pone de largo necesita todas las atenciones.

R
OSALIND
(Fuera.)
: Demuéstralo viniendo aquí para abrocharme.

(Sale la señora Connage.)

A
LEC
: Rosalind no ha cambiado nada.

C
ECELIA
(En tono bajo.)
: Está terriblemente mimada.

A
LEC
: Se va a encontrar con su igual esta noche.

C
ECELIA
: ¿Quién? ¿Amory Blaine?

(Alec asiente)

C
ECELIA
: Bueno, Rosalind todavía no ha encontrado el hombre que la domine. De verdad, Alec, trata a los hombres de manera terrible. Abusa de ellos y rompe con ellos y falta a las citas y les bosteza en la cara…, y ellos vuelven por más.

A
LEC
: Será que les gusta.

C
ECELIA
: No les gusta nada. Pero es que ella es… es una especie de vampiro, me parece…, y obliga a las chicas a hacer lo que ella quiere… y además odia a las mujeres.

A
LEC
: Hay mucha personalidad en nuestra familia.

C
ECELIA
(Con resignación.)
: A mí no me tocó nada.

A
LEC
: ¿Se porta bien Rosalind?

C
ECELIA
. No demasiado bien, un término medio; fuma a veces, bebe ponche, la besan con frecuencia… Sí, sí…, es de conocimiento público… Consecuencias de la guerra, ya sabes.

(Entra la señora Connage.)

L
A
S
EÑORA
C
ONNAGE
: Como Rosalind casi ha terminado, vamos a ver a tu amigo.

(Salen Alec y su madre.)

R
OSALIND
(Fuera.)
: ¡Madre!

C
ECELIA
: Madre ha ido abajo.

(Entra Rosalind. Rosalind es… Rosalind. Una de esas jóvenes que no necesitan hacer el menor esfuerzo para que los hombres se enamoren de ellas. Rara vez lo hacen dos tipos de hombres: los tontos, a quienes asusta su inteligencia, y los intelectuales, a quienes asusta su belleza. Todos los demás le pertenecen por prerrogativa natural. Si el mimo la hubiera echado a perder, el proceso ya estaría terminado; y —de hecho— su estado no es exactamente ése: quiere lo que quiere cuando lo quiere, y cuando no lo consigue hace la vida imposible a los que la rodean; pero, en su verdadero sentido, no se puede decir que esté echada a perder. Su entusiasmo, su apetito de crecer y aprender, su interminable fe en lo inagotable del romance, su coraje y fundamental honradez…, esas cosas no se echan a perder. Durante largos períodos odia cordialmente a toda su familia. Carece de principios; su filosofía es
carpe diem
para ella y
laissez-faire
para los demás. Le gustan los cuentos sucios; tiene ese punto de bastedad que a veces se da en las naturalezas grandes y finas. Quiere siempre gustar; pero si no lo logra, ni se preocupa ni cambia por ello.

De ninguna manera es un carácter modelo.

La educación de toda mujer bonita se cifra en el conocimiento de los hombres. A Rosalind le han defraudado los hombres en cuanto a individuos, pero tiene gran confianza en los hombres en cuanto a sexo. Detesta a las mujeres. Representan las cualidades que siente y desprecia en sí misma: bajeza, orgullo, cobardía y mezquina deshonestidad. Una vez dijo en el coro de amigas de su madre que la única excusa de la mujer es ser un elemento perturbador entre los hombres. Baila excepcionalmente bien, dibuja con soltura y agudeza, y tiene una sorprendente facilidad de palabra que utiliza tan sólo en las cartas de amor. Pero toda crítica de Rosalind termina con su belleza. El brillo de ese glorioso pelo de oro, por cuyo afán de imitación se sostiene toda la industria del tinte. Esa boca eternamente besable, pequeña, ligeramente sensual y muy perturbadora. Unos ojos grises y una piel impecable con dos motas de desvanecido color. Esbelta y atlética, bien desarrollada, es una delicia ver cómo se mueve por una habitación, cómo se pasea por la calle, cómo levanta el palo de golf o cómo mueve el volante. Un último calificativo: su personalidad vivaz e instantánea trasciende a esa consciente y teatral cualidad que Amory había encontrado en Isabelle. Monseñor Darcy se habría visto en un aprieto para definirla como personalidad o como personaje. Porque era quizá esa deliciosa e inefable mezcla que se da una vez por siglo.

A pesar de toda su extraña y excéntrica sabiduría, la noche de su debut está tan feliz como una niña pequeña. La ha estado peinando la camarera de su madre; pero al pronto ha decidido, llena de impaciencia, que ella lo puede hacer mejor. Está demasiado nerviosa para estar en el mismo sitio. A eso se debe su presencia en esta desordenada habitación. Va a hablar. El tono de Isabelle era como el de un violín, pero aquel que oyera a Rosalind habría de reconocer que su voz era tan musical como una cascada.)

R
OSALIND
: Sinceramente, sólo hay dos trajes con los que me siento a gusto.
(Peinándose en el tocador.)
Uno es la falda-pantalón y el otro el traje de baño. Los dos me sientan muy bien.

C
ECELIA
: ¿Estás contenta de ponerte de largo?

R
OSALIND
: Sí. ¿Tú no?

C
ECELIA
(Cínicamente.)
: Estás contenta porque así te podrás casar e irte a vivir a Long Island entre recién casados. Tú quieres llevar una vida que sea una cadena de aventuras con un hombre en cada eslabón.

R
OSALIND
: ¡Qué yo quiero eso! Querrás decir que me he encontrado con eso.

C
ECELIA
: ¡Ah!

R
OSALIND
: Cecelia, querida, tú no sabes el martirio que es ser… como yo. Me he tenido que acostumbrar a poner en la calle una cara de acero para que los hombres no me piropeen. Si se me ocurre reír un poco alto en el teatro, el protagonista actúa para mí durante el resto de la obra. Si dejo caer la voz, los ojos o el pañuelo en un baile, mi pareja me llamará por teléfono todos los días de la semana.

C
ECELIA
: Tiene que ser un horrible martirio.

R
OSALIND
: Lo más triste es que los únicos hombres que me interesan son inabordables. Si fuera pobre, me dedicaría al teatro.

C
ECELIA
: Sí, te deberían pagar por toda tu comedia.

R
OSALIND
: A veces, cuando me siento radiante, pienso: ¿para qué malgastar todo esto con un solo hombre?

C
ECELIA
: Y a menudo, cuando estás de mal humor, ¿para qué desperdiciarlo con una sola familia?
(Levantándose.)
Me voy abajo a ver a Amory Blaine. Me gustan los hombres temperamentales.

R
OSALIND
: No existen. Los hombres no saben cómo ser realmente felices o estar realmente enfadados; y los que lo saben, se hacen pedazos.

C
ECELIA
: Bueno, me alegro de no tener tantas preocupaciones como tú. Estoy prometida.

R
OSALIND
(Con una sonrisa despectiva.)
: ¿Prometida? ¿Estás loca? Si mamá, te oye hablar de esa manera te envía al internado, que es donde debieras estar.

C
ECELIA
: No se lo dirás porque yo también le puedo decir algunas cosas que sé…, y tú eres demasiado egoísta.

R
OSALIND
(Un poco enojada.)
: ¡Vete de aquí, niña! ¿Con quién estás prometida, con el repartidor de hielo?, ¿con el de la pastelería?

C
ECELIA
: Ni con uno, ni con otro. No te hagas la tonta. Adiós, querida, ya te veré luego.

R
OSALIND
: Sí, por favor… Te «necesito» tanto.

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