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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

A este lado del paraíso (25 page)

BOOK: A este lado del paraíso
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Porque es todo un saber, amar y vivir,

Recibir lo que el destino o los dioses quieren dar,

No hacer preguntas ni oraciones,

Besar los labios y acariciar el pelo,

Abreviar las pasiones cuando remiten,

Al igual que se agradecen cuando llegan,

Tener y guardar y, a su tiempo, dejar.

A
MORY
: Pero nosotros no hemos tenido.

R
OSALIND
: Amory, yo soy tuya, ya lo sabes. A veces durante el mes pasado hubiera sido completamente tuya si tú me lo hubieras pedido. Pero no puedo casarme contigo y arruinar nuestras vidas.

A
MORY
: Tenemos que probar a ser felices.

R
OSALIND
: Dawson dice que aprenderé a quererle.

(Amory con la cabeza entre sus manos no se mueve. Parece que de repente se le ha escapado la vida.)

R
OSALIND
: ¡Querido! ¡Querido! No puedo vivir contigo y no puedo imaginar la vida sin ti.

A
MORY
: Estamos los dos con los nervios de punta, y esa semana…

(Su voz ha envejecido. Ella se acerca y, tomando su cara entre sus manos, le besa.)

R
OSALIND
: No puedo, Amory. Yo no puedo estar encerrada en un piso pequeño, sin ver árboles ni flores, esperándote a ti. Me odiarías en una atmósfera mezquina. Haría que me odiaras.

(De nuevo queda cegada por lágrimas incontrolables.)

A
MORY
: Rosalind…

R
OSALIND
: Vete, querido… ¡No lo pongas más difícil! No puedo soportarlo…

A
MORY
(La cara descompuesta, la voz rota.)
: ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Para siempre?

(Se advierte un cambio en sus respectivos sufrimientos.)

R
OSALIND
: No puedes comprender…

A
MORY
: Me temo que no, si tú me quieres… Te asusta soportar dos años de estrecheces.

R
OSALIND
: No seré la Rosalind que tú quieres.

A
MORY
(Un poco histérico.)
: ¡No puedo dejarte! ¡No puedo, eso es todo! ¡Te necesito!

R
OSALIND
(Un tono duro en su voz.)
: Te portas como un chiquillo.

A
MORY
(Brutalmente.)
: ¡No me importa! ¡Estás arruinando nuestras vidas!

R
OSALIND
: Estoy haciendo lo único sensato, lo único que se puede hacer.

A
MORY
: ¿Te vas a casar con Dawson Ryder?

R
OSALIND
: Oh, no me preguntes. Ya sabes que para ciertas cosas soy mayor de edad y para otras, bueno, una niña. Me gusta el sol y las cosas bonitas y la alegría… y odio toda clase de responsabilidad. No quiero ocuparme de cacharros, cocinas y escobas. Quiero ocuparme de nadar en verano para tener las piernas suaves y morenas.

A
MORY
: Y tú me quieres.

R
OSALIND
: Por eso es por lo que tiene que terminar. Esta situación nos hace mucho daño. No podemos tener más escenas como ésta.

(Extrae su anillo de su dedo y se lo entrega. Las lágrimas la ciegan.)

A
MORY
(Sus labios en la húmeda mejilla de ella.)
: ¡No! Guárdalo, por favor… ¡Me estás rompiendo el corazón!

(Ella empuja el anillo en la mano de él.)

R
OSALIND
:
(Bruscamente.)
: Es mejor que te vayas.

A
MORY
: Adiós.

(Ella le mira una vez más, con infinito deseo, con infinita tristeza.)

R
OSALIND
: No me olvides, Amory…

A
MORY
: Adiós…

(Va hacia la puerta, busca a ciegas el picaporte y lo encuentra; ella le ve alejarse. Una vez ido, se incorpora a medias en el diván para hundir su cara entre los almohadones.)

R
OSALIND
: ¡Dios mío! ¡Quisiera morirme!
(Tras un momento se levanta y con los ojos cerrados tantea el camino hacia la puerta. Se vuelve y contempla la habitación, donde tantas veces se habían sentado a soñar; la caja que tantas veces había llenado de cerillas para él; la pantalla que tan discretamente habían bajado durante la larga sobremesa de un sábado. Con los ojos empañados contempla y recuerda, habla en voz alta.)
Oh, Amory, ¿qué te he hecho?
(Embargada por la dolorosa tristeza que un día pasará, Rosalind siente —sin saber por qué— haber perdido algo.)

2. Experimentos en la convalecencia

E
l bar Knickerbocker, presidido por la figura jovial y pintoresca del «Oíd King Colé» de Maxfield Parrish, estaba lleno. Amory se detuvo a la entrada y consultó su reloj; necesitaba saber la hora, porque algo en su mente, encargado de catalogar y clasificar las cosas, gustaba de recortarlas con toda claridad. Más adelante había de sentirse satisfecho, de una manera vaga, por ser capaz de pensar que «aquello terminó exactamente a las ocho y veinte del jueves, 10 de junio de 1919». En eso pensaba al venir de su casa —un paseo del cual no había de guardar el más nimio recuerdo.

Su estado era bastante lamentable: dos días de preocupaciones y nerviosismo, de noches insomnes, sin probar un plato, que culminaron en la crisis emocional y la brusca decisión de Rosalind; un esfuerzo que había arrastrado a los fundamentos de su mente hacia un lastimoso estado de coma. Mientras picaba torpemente las aceitunas del mostrador, un hombre se acercó a hablarle, y las aceitunas cayeron de sus manos nerviosas.

—Bueno, Amory…

Era alguien a quien había conocido en Princeton; no tenía la menor idea de su nombre.

—¡Hola, viejo! —se oyó decir a sí mismo.

—Mi nombre es Jim Wilson; te has olvidado.

—Claro que no; te recuerdo muy bien.

—¿Vienes a la reunión de ex alumnos?

—¡Ya sabes! —entonces se dio cuenta de que no venía a la reunión.

—¿Estuviste fuera?

Amory asintió con ojos desvaídos. Al retirarse hacia atrás para dejar pasar a uno, echó al suelo el plato de aceitunas.

—Muy mal —murmuró—. ¿Quieres beber algo?

Wilson con mucha diplomacia se acercó a él y le dio una palmada en la espalda.

—Tú ya tienes bastante.

Amory le miró sin decir nada, y Wilson quedó turbado por su escrutinio.

—¿Bastante? ¡Demonio! —dijo finalmente Amory—. No he tomado un trago en todo el día.

Wilson le miró incrédulo.

—¿Quieres beber algo o no? —preguntó con rudeza.

Se acercaron juntos a la barra.

—Un Rye.

—Para mí un Bronx.

Wilson se tomó otro, y Amory varios más. Decidieron sentarse. A las diez Wilson fue desplazado por Carling, uno del año 15. Amory, su cabeza dándole vueltas alegremente —capas de dúctil satisfacción sobre las partes heridas de su espíritu—, discurseaba volublemente sobre la guerra.

—Un desperdicio mental —insistía con sabiduría de lechuza—. Dos años de mi vida perdidos, vacío intelectual. Idealismo perdido, hay que convertirse en animal físico —sacudió la cabeza hacia «Old King Cole»—, hay que hacerse prusiano para todo, especialmente con las mujeres. Antes era galante con ellas, ahora ni tanto así —expresaba su falta de principios barriendo el suelo con la botella de seltz, sin interrumpir su discurso—. Buscar el placer donde se encuentre para morir mañana, esa es mi filosofía en el día de hoy.

Carling bostezaba, pero Amory, derramando brillantez, continuaba.

—Antes me asombraban muchas cosas…, gente que cumplía sus compromisos, una actitud hacia la vida cincuenta por ciento. Ahora no me extraña nada, no me extraña nada… —y de tal manera trató de impresionar a Carling por el hecho de que ya no se asombraba de nada que perdió el hilo de su discurso para terminar anunciando a toda la barra que él sólo era un «animal físico».

—¿Qué estás celebrando, Amory?

Amory se inclinó hacia él con gesto confidencial.

—Celebrando reventar mi vida. El mejor momento de acabar mi vida. No te puedo decir…

Oyó a Carling que decía al barman:

—Déle un alka-seltzer.

Amory sacudió la cabeza indignado.

—Nada de porquerías.

—Pero escucha, Amory, te estás poniendo enfermo. Estás pálido como un fantasma.

Amory consideró la cuestión. Trató de verse en el espejo; pero incluso cerrando un ojo no podía ver más allá de la fila de botellas tras el mostrador.

—Me gustaría algo sólido. Vamos a tomar Una… ensalada.

Se puso el abrigo en un intento de desenvoltura; pero abandonar la barra era demasiado para él, y se dejó caer en una silla.

—Iremos al Shanley —sugirió Carling, ofreciéndole el brazo.

Con esa ayuda Amory se las arregló para arrastrar sus piernas a lo largo de la calle Cuarenta y Dos.

El Shanley estaba muy oscuro. Amory tenía conciencia de que hablaba en alta voz, de manera sucinta y conveniente —pensaba él—, acerca de un deseo de aplastar a la gente bajo sus pies. Devoró tres sandwiches como si fueran pastillas de chocolate. Luego Rosalind volvió a asomar a su mente, y él se encontró con que sus labios pronunciaban su nombre una y otra vez. Tenía mucho sueño y la sensación indiferente y vaga de mucha gente, en smoking, probablemente camareros, alrededor de su mesa…

Estaba en una habitación, y Carling decía algo acerca de un nudo en el cordón de su zapato.

—No importa —se las arregló para articular adormilado—, duermo con ellos…

Alcoholizado todavía

Se despertó riendo, y sus ojos vagaron perezosamente a su alrededor, evidentemente una habitación con baño, de un gran hotel. La cabeza le zumbaba, y una imagen tras otra se formaba, emborronaba y desvanecía ante sus ojos; pero aparte del deseo de reír no tenía una reacción completamente consciente. Alcanzó el teléfono junto a la cabecera de su cama.

—Dígame, ¿qué hotel es éste…? ¿El Knickerbocker? Muy bien, haga el favor de enviarme dos whiskies con hielo…

Se quedó tendido un momento pensando si traerían una botella o solamente dos vasos. Con mucho esfuerzo se levantó de la cama y fue al cuarto de baño.

Cuando salió, frotándose perezosamente con una toalla, al encontrarse con el camarero con las bebidas le entró un súbito deseo de tomarle el pelo. Tras una reflexión consideró que sería indigno y le despidió con un gesto.

En cuanto el nuevo alcohol cayó en su estómago y empezó a calentarle, las imágenes aisladas comenzaron lentamente a formar la película del día anterior. De nuevo vio a Rosalind llorando encogida entre los almohadones, de nuevo sintió sus lágrimas en su mejilla. Sus palabras empezaron a sonar en sus oídos: «No me olvides…, Amory…, no me olvides…»

—¡Demonio! —exclamó en voz alta y, atragantado, cayó en la cama con espasmódicas sacudidas de dolor. Al cabo de un minuto abrió los ojos para mirar al techo.

—¡Qué estúpido! —dijo con disgusto, y con un enorme suspiro se levantó y se acercó a la botella. Después de otro vaso dio rienda suelta al lujo de las lágrimas. A propósito trajo a la memoria pequeños incidentes de la pasada primavera, parafraseando ciertas emociones que habían de producirle un dolor más fuerte.

—Eramos tan felices —entonó dramáticamente—, tan felices. —De nuevo se dejó llevar y se arrodilló junto a la cama, su cabeza medio hundida en la almohada.

—Mi niña… mi niña…

Apretó los dientes, y las lágrimas se vertieron de sus ojos.

—Mi niña…, todo lo que yo tenía…, todo lo que yo quería… ¡Vuelve, vuelve…! Te necesito…, te necesito… Somos tan desgraciados… Sólo nos hemos hecho daño… Alejada para siempre…, ya no podré verla… ni ser su amigo… Tiene que ser así…, tiene que ser así.

Y de nuevo:

—Eramos tan felices, tan felices…

Se levantó y se arrojó en la cama en un éxtasis de sentimientos, y así permaneció exhausto mientras comprendía lentamente lo borracho que había llegado la noche anterior; su cabeza volvía a dar vueltas. Rió y se levantó para dirigirse al Leteo…

Al mediodía se fue al bar de Biltmore y de nuevo empezó el desorden. Después había de tener el vago recuerdo de haber discutido sobre poesía francesa con un oficial británico que le fue presentado como «el capitán Corn, de la Infantería de Su Majestad», y de haber intentado recitar
Clair de lune
durante el almuerzo; se durmió en una silla grande y cómoda hasta eso de las cinco, cuando el gentío le despertó de nuevo; a lo que siguió una preparación alcohólica de diferentes componentes para la prueba de la cena. En el Tyson compraron entradas para el teatro, una comedia con cuatro entreactos, con dos voces monótonas, escenas turbias y sombrías, con efectos de luz difíciles de seguir para sus ojos extraviados. Pensó después que debía ser
The Jest

Después el Cocoanut Grove, donde Amory durmió en una pequeña terraza. En el Shanley, Yonkers, se volvió bastante cuerdo y, mediante un riguroso control del número de whiskies que bebió, estuvo lúcido y locuaz. El grupo consistía en cinco hombres, a dos de los cuales conocía ligeramente; se puso muy digno a la hora de pagar su parte y, para alborozo de las mesas que le rodeaban, trataba a grandes voces de arreglarlo todo…

Alguien dijo que una famosa estrella de cabaret estaba en una mesa próxima; Amory se levantó y, con gran cortesía, se presentó él mismo…, lo que le produjo contratiempos, primero con el acompañante y luego con el
maître
; toda vez que la actitud de Amory era de extremada cortesía…, consintió, tras enfrentarse con una lógica irrefutable, en ser conducido de nuevo a su mesa.

—He decidido suicidarme —anunció de repente.

—¿Cuándo? ¿El año que viene?

—No. Mañana por la mañana. Tomaré una habitación en el Commodore, me meteré en un baño caliente y me abriré las venas.

—¡Se ha vuelto loco!

—¡Tú necesitas otro whisky, chico!

—Mañana hablaremos de eso.

Pero Amory no se dejaba disuadir, al menos con argumentos.

—¿Nunca te entraron ganas de hacerlo? —preguntó confidencialmente, pero en tono fuerte.

—¡Claro que sí!

—¿A menudo?

—Mi estado crónico.

Eso provocó una discusión. Un hombre dijo que a veces se sentía tan deprimido que lo había llegado a pensar seriamente. Otro estaba de acuerdo en que la vida no tenía objeto. El capitán Corn, que se había unido al grupo, sostuvo que se sentía eso siempre que la salud de uno andaba mal. Amory sugirió que debían pedir otro Bronx, para mezclarlo con hielo y beberlo. Para alivio suyo nadie aplaudió su idea; así que, habiendo terminado su whisky, apoyó su barbilla en la mano y el codo en la mesa —la más delicada y apenas perceptible posición de dormir, según él— y cayó en un profundo sopor.

BOOK: A este lado del paraíso
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