—Es un encanto —repetía Linda sin cesar, con los ojos chispeantes. En realidad, y se veía a la legua, era del hijo de quien hablaba. Se había quedado encandilada con él. Por lo visto, había estado hablando sin parar sobre un solo tema: mejorar el mundo mediante el cambio político. Desde su matrimonio, Linda había oído hablar de política a Tony y sus amigos, pero relacionada única y exclusivamente con personas y nombramientos. Como las personas le parecían infinitamente viejas y aburridas, y como le traía sin cuidado a quién nombrasen o dejasen de nombrar, consideraba la política un tema aburridísimo y solía evadirse en cuanto empezaban a hablar de ella. Sin embargo, la política de Christian no la aburría; mientras volvían de casa de su padre aquella noche, Christian la había llevado a dar una vuelta al mundo: le había enseñado el fascismo de Italia, el nazismo de Alemania, la guerra civil de España, el socialismo inadecuado de Francia, la tiranía de África, el hambre de Asia, la política reaccionaria de Estados Unidos y la plaga de la derecha conservadora de Inglaterra. Sólo la Unión Soviética, Noruega y México merecían alguna alabanza.
Por sus circunstancias personales, Linda estaba ahora a punto de caramelo; sólo le hacía falta un empujoncito: inteligente y enérgica pero sin forma de canalizar sus energías, desgraciada en su matrimonio, absolutamente indiferente en lo que concernía a su hija y oprimida interiormente por cierta sensación de inutilidad, estaba lista para unirse a alguna causa o para embarcarse en una aventura amorosa. Que acabase de aterrizar en su vida un apuesto joven ofreciéndole en bandeja dicha causa hizo que le resultara imposible resistirse a ninguna de las dos cosas.
Los pobres Alconleigh se encontraron entonces con crisis simultáneas en la vida de tres de sus hijos: Linda abandonó a Tony, Jassy se marchó de casa y Matt se escapó de Eton. Igual que les sucede más tarde o más temprano a todos los padres, los Alconleigh se vieron obligados a aceptar el hecho de que sus hijos ya no estaban bajo su control y habían tomado las riendas de su vida. Por mucho que sufriesen, que reprobasen su conducta y que se angustiasen, no podían hacer absolutamente nada; se habían convertido en meros espectadores de una función que no les hacía ninguna gracia. Fue el año en que los padres de nuestros contemporáneos, cuando las cosas no iban tan bien como esperaban para sus hijos, se consolaban diciendo: «No importa; piensa en los pobres Alconleigh… ¡Eso sí que es una desgracia!».
Linda echó por la borda toda la discreción y la sabiduría mundana que pudiese haber adquirido durante sus años en la alta sociedad londinense: se convirtió en una comunista de armas tomar, que aburría e incomodaba a todo el mundo pontificando sobre doctrinas que acababa de adoptar, no sólo en la mesa durante la cena, sino también subida a una tarima en un rincón de Hyde Park y en cualquier otra tribuna igual de sórdida. Al final, para alivio infinito de la familia Kroesig, se fue a vivir con Christian. Tony inició los trámites de divorcio. La noticia fue un golpe muy duro para mis tíos; sí, es verdad que nunca les había gustado Tony, pero tenían una forma de pensar muy anticuada: según su opinión, un matrimonio no dejaba de ser un matrimonio, y el adulterio era un error. Tía Sadie, en especial, se escandalizó profundamente por la despreocupación con que Linda había abandonado a la pequeña Moira. Creo que todo el asunto le recordaba demasiado a mi madre y se imaginaba el futuro de Linda a partir de entonces como una sucesión de desbocamientos incontrolables.
Linda fue a verme a Oxford cuando regresaba a Londres después de haber comunicado la noticia en Alconleigh. La verdad es que me pareció muy valiente por su parte que lo hubiese hecho en persona y, de hecho, lo primero que me pidió al verme, algo nada habitual en ella, fue que le sirviese una copa. Estaba bastante nerviosa.
—Dios, ya no me acordaba de lo aterrador que puede llegar a ser Pa —dijo—, incluso ahora, cuando ya no tiene ningún poder sobre nosotros. Ha sido igual que aquella vez en su despacho, después de la comida en casa de Tony: igual que entonces, se ha puesto a bramar como un loco. La pobre mami parecía muy desgraciada, pero también estaba furiosa, y ya sabes lo sarcástica que puede llegar a ser. Oh, en fin, ya ha pasado todo. Querida, no sabes la alegría que me da volver a verte.
No la había visto desde el domingo en que había conocido a Christian, en Planes, así que quería que me lo contara absolutamente todo.
—Bueno —empezó a decir—, vivo con Christian en su piso, pero es muy pequeño, la verdad, aunque tal vez sea mejor así, porque me encargo de las tareas domésticas y, por lo visto, no se me dan demasiado bien. Menos mal que a él sí.
—Qué remedio —apunté yo.
En la familia, Linda era famosa por su torpeza: ni siquiera sabía abrocharse las botas, y los días de caza siempre tenían que ayudarla tío Matthew o Josh. Me acuerdo muy bien de ella delante del espejo del salón mientras tío Matthew le abrochaba las botas por detrás, ambos encarnando la concentración más absoluta, mientras Linda decía: «Ah, ahora lo entiendo. La próxima vez, seguro que sabré hacerlo sola». Como nunca en toda su vida se había hecho ni siquiera la cama, el piso de Christian no podía ser muy cómodo ni estar muy ordenado si era ella quien se ocupaba de la casa.
—Qué mala eres… ¡Pero es que es horrible! Lo de cocinar, quiero decir. Ese horno… Christian mete algo dentro y dice: «Bueno, pues en media hora lo sacas». No me atrevo a decirle lo aterrorizada que estoy, así que al cabo de esa media hora me armo de valor y abro el horno, y entonces me golpea en la cara esa horrible ráfaga de aire caliente. No me extraña que haya quien mete la cabeza y la deja ahí dentro de pura desesperación. ¡Ay, Fanny…! Y tendrías que haber visto cómo salía disparada la aspiradora a toda velocidad llevándome detrás, no había quien la parase, y de pronto se fue directa al hueco del ascensor. ¡Cómo chillé! Christian me salvó por los pelos. Creo que el cuidado de la casa es mucho más agotador y peligroso que salir de caza, no hay punto de comparación: después de una cacería nos servían huevos con el té y nos mandaban a descansar, pero la gente espera que, después de hacer las tareas domésticas, una siga con su vida tan pancha, como si nada especial hubiese ocurrido. —Lanzó un suspiro—. Christian es muy fuerte —siguió diciendo—. Y muy valiente. No le gusta que chille.
Me pareció cansada y un poco preocupada, y busqué en vano indicios de felicidad desbordante o amor apasionado.
—¿Y qué hay de Tony? ¿Cómo se lo ha tomado?
—Huy, está más contento que unas castañuelas, porque ahora puede casarse con su amante sin que haya un escándalo, y divorciarse sin disgustar a la Asociación Conservadora.
Era muy propio de Linda no haber dado a entender nunca a nadie, ni siquiera a mí, que Tony tenía una amante.
—¿Quién es su amante? —le pregunté.
—Se llama Pixie Townsend. Es la típica rubia platino con el pelo teñido de azul y con cara de niña. Adora a Moira; vive cerca de Planes y la saca a montar a caballo todos los días. Es una Anti-ísima de los pies a la cabeza, pero la verdad es que en estos momentos agradezco profundamente su existencia, porque así no me siento culpable. Todos estarán mucho mejor sin mí.
—¿Ha estado casada?
—Oh, sí, y se divorció hace años. Se le dan de maravilla todas las aficiones del bueno de Tony, ya sabes: el golf, los negocios y el Partido Conservador, justo lo contrario que a mí, y sir Leicester considera que es perfecta. Dios mío, no sabes lo felices que van a ser.
—Bueno, y ahora quiero que me hables un poco más de Christian.
—Pues verás, es un cielo. Es una persona muy seria, ya sabes, es comunista, y ahora yo también lo soy; nos pasamos el día rodeados de camaradas, son unos Ísimos magníficos, y también hay un anarquista. A los camaradas no les gustan los anarquistas, ¿a que es curioso? Yo siempre había pensado que son prácticamente iguales, pero a Christian le cae bien éste porque le tiró una bomba al rey de España, no me digas que no es romántico… Se llama Ramón y se pasa todo el día preocupado por los mineros de Asturias, porque su hermano es uno de ellos.
—Sí, querida, pero háblame de Christian.
—Oh, es que es un cielo, simplemente. Tienes que venir a pasar unos días con nosotros. O bueno, pensándolo bien, a lo mejor eso no sería muy cómodo, pero ven a vernos un día. Ni te imaginas el hombre tan extraordinario que es, tan ausente respecto a los demás seres humanos que apenas repara en su presencia. Sólo le importan las ideas.
—Espero que le importes tú.
—Creo que sí, pero es muy raro y despistado. Verás, la noche antes de que me escapara con él, y ya sé que fui a Pimlico en taxi, pero lo de «escaparse» suena mucho más romántico, quedó a cenar con su hermano, y supuse, naturalmente, que hablarían de mí y tratarían todo el asunto, así que no pude resistirme, lo llamé a medianoche y le dije: «Hola, cariño, ¿cómo ha ido la cena?, ¿de qué habéis hablado?», y él me contestó: «No sé, no me acuerdo, de la guerra de guerrillas, creo».
—¿Su hermano también es comunista?
—No, no, trabaja en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Un hombre extraordinariamente solemne; parece un monstruo de las profundidades marinas.
—Ah, es ese Talbot. Ya veo. No los había relacionado. Y ahora, ¿qué planes tenéis?
—Bien, dice que va a casarse conmigo cuando me divorcie. Yo creo que eso es una tontería, y estoy de acuerdo con mami en que con una vez es suficiente, pero Christian dice que soy de la clase de personas con las que hay que casarse para convivir, y el caso es que sería estupendo que no me llamarán Kroesig nunca más. Bueno, ya veremos.
—Entonces, ¿cómo es tu vida ahora? Supongo que ya no vas a fiestas y cosas así, ¿no?
—Querida, son unas fiestas tan agobiantes… No te lo puedes imaginar. El caso es que no quiere que vayamos a fiestas normales. Grandi dio una cena la semana pasada, me llamó él en persona y me pidió que fuese con Christian, lo que, por cierto, me pareció todo un detalle por su parte, aunque bueno, siempre ha sido muy atento conmigo. En fin, el caso es que Christian se puso hecho una furia y dijo que si no se me ocurría ninguna razón por la que no debía ir a esa cena lo mejor era que fuese, pero que él no iría por nada del mundo. Así que al final, claro está, no fuimos ninguno de los dos, y luego me enteré de que había sido una maravilla de fiesta. Y tampoco podemos ir a casa de los Rib ni… —Y mencionó a varias familias conocidas no sólo por su hospitalidad sino también por sus convicciones políticas conservadoras.
»Lo peor de ser comunista es que las fiestas a las que sí se puede ir son todas… bueno, sí… son la mar de entrañables y conmovedoras y todo eso, pero no son muy alegres que digamos, y siempre en lugares tan deprimentes… La semana que viene, por ejemplo, tenemos tres: la de unos checos en el Sacco y Vanzetti Memorial Hall, en Golders Green, la de unos etíopes en Paddington Baths y otra en apoyo de los muchachos de Scottsboro en uno de esos sitios tan aburridos, ya ves.
—Los muchachos de Scottsboro —repetí—. Pero ¿todavía están vivos? Ya deben de tener sus añitos.
—Sí, y la verdad es que los pobrecillos ya no son lo que eran, socialmente hablando —dijo Linda con una risita tonta—. Me acuerdo de una delicia de fiesta que dio Brian en su honor, fue la primera fiesta a la que me llevó Merlin, lo recuerdo perfectamente. ¡Oh, Dios! Lo pasamos de muerte. Pero el jueves que viene no va a ser así, de ninguna manera. Querida, ya sé que estoy siendo desleal, pero es que es un alivio poder charlar así contigo después de todos estos meses. Los camaradas son un encanto, pero no saben charlar, sólo pronunciar discursos. Siempre le estoy diciendo a Christian lo mucho que me gustaría que sus amigos pusiesen un poco más de alegría en las fiestas o, si no, que dejasen de darlas, porque no veo qué sentido tiene dar fiestas tristes, ¿no te parece? Y los de izquierdas siempre están tristes porque se preocupan enormemente por sus causas, y las causas siempre acaban tan mal… Mira a los muchachos de Scottsboro, sin ir más lejos, estoy segura de que al final los electrocutarán, si es que no se mueren de viejos antes, claro. Hay que estar de su parte, por supuesto, pero no sirve de nada, porque la gente como sir Leicester siempre acaba ganando, así que ¿qué se puede hacer? Sin embargo, los camaradas no parecen darse cuenta y, por suerte para ellos, no conocen a sir Leicester, así que creen que deben seguir dando esas fiestas.
—¿Y qué te pones para ir a las fiestas? —le pregunté con interés, pensando que Linda, con su ropa cara, debía de parecer completamente fuera de lugar en aquellos bailes y salones.
—Pues ¿sabes qué? Al principio era un verdadero fastidio y me preocupaba mucho, pero luego he descubierto que cualquier cosa de lana o algodón está bien vista. La seda y el raso serían una metedura de pata, pero sólo me pongo lana y algodón, así que siempre acierto. Nada de joyas, claro, pero la verdad es que las dejé todas en Bryanston Square… En fin, así es cómo me educaron, pero me dio mucha rabia, qué quieres que te diga… Christian no sabe nada de joyas; le dije, porque creí que se sentiría muy orgulloso, que había dejado todas mis joyas por él, pero se limitó a contestarme: «Bueno, siempre te quedan las tiendas de bisutería, ¿no?». Oh, querida, es que es la monda, tienes que venir a vernos un día de éstos. Tengo que irme, cielo, me he alegrado tanto de verte… No sé exactamente por qué, pero por alguna razón sentí que las emociones habían vuelto a traicionar a Linda, que aquella exploradora del desierto había dado con otro espejismo: el lago estaba ahí, los árboles también, los camellos sedientos habían bajado a beber su ración diaria de agua, pero si avanzaba apenas unos pasos, vería que en realidad todo era arena y polvo, como hasta entonces.
Minutos después de que se hubiera marchado a Londres para regresar junto a Christian y los camaradas, tuve otra visita. Esta vez era lord Merlin. Lord Merlin me encantaba; lo admiraba mucho y lo habría defendido a capa y espada, pero no tenía con él tanta confianza como con Linda. A decir verdad, me daba miedo, porque sentía que conmigo se aburría al cabo de cinco minutos y que, por algún motivo, me consideraba algo perteneciente a Linda, alguien que no existía por sí mismo salvo como la anodina mujer de un simple profesor universitario. No era más que la confidente.
—Esto no me gusta nada —dijo a boca jarro y sin preámbulos, a pesar de que llevaba varios años sin verlo—. Acabo de volver de Roma y ¿qué me encuentro? A Linda con Christian Talbot. Es asombroso que no pueda marcharme de Inglaterra sin que Linda se líe con algún indeseable. Esto es un desastre. ¿Van en serio? ¿Estamos a tiempo de hacer algo?