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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (13 page)

BOOK: A punta de espada
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—Hola, ricura.

Richard hizo ademán de dirigirse a ella, antes de ver el destello de acero.

—Apártate. —Ella sostenía un cuchillo largo apuntado al pecho del borracho.

—Oye, guapa —la aduló el hombre—, no te enfades. —O bien no estaba tan ebrio como aparentaba, o bien había sido luchador alguna vez, porque de repente el cuchillo estaba en el suelo. Sujetaba la muñeca de la mujer con una mano y la arrastraba hacia él cuando ella se revolvió, gritando:

—¡Richard!

De Vier salió al encuentro de ambos, desenvainado ya su cuchillo. El hombre lo vio y su presa se aflojó lo suficiente como para que la mujer se zafara.

—Vete de aquí —le dijo Richard—, o búscate una espada.

Un hombre con un delantal de cuero llegó corriendo desde la trastienda.

—Largo —dijo—; ya conoces las normas.

El borracho se frotó los brazos, como si lo hubieran lastimado.

—Lenny —dijo al vinatero—, ya sabes que no iba en serio. ¿Para qué diablos iba yo a pelearme?

Richard hizo un gesto con su puñal: atrás. El hombre retrocedió y desapareció junto a Lenny en la trastienda de la taberna.

Con Richard cubriéndola, la mujer recogió su cuchillo del suelo y volvió a guardárselo en la manga. Suspiró y se estremeció de pies a cabeza.

—No me puedo creer que haya hecho algo así —dijo.

—Yo sí. —Richard volvió a la mesa—. Con esa capucha tapándote los ojos, ¿cómo esperas ver nada?

La mujer se rió y se sacudió la caperuza del rostro. Con ella cayó una masa de cabello de color rojizo como el de un zorro.

—¿Me invitas a un trago? —sonrió.

—¿Sólo a uno? —Richard le devolvió la sonrisa—. ¿No a ocho? ¿Es que ahora has rebajado tu límite?

—No voy a ponerlo a prueba aquí: en este sitio sirven agua del río mezclada con alcohol puro para disimular el sabor.

—Por lo que parece —De Vier miró en dirección a su asaltante—, no deja de surtir efecto. Siéntate aquí para que pueda tenerlo vigilado.

—Sí. —La mujer se acomodó con los codos encima de la mesa—. Me dijeron que me buscabas. Creo que eres horrorosamente valiente. ¿De verdad matas a alguien con esa cosa?

—Oh, bueno, sólo por dinero. —Le dirigió una mirada insulsa—. ¿Es lo bastante modesto para tu gusto?

—Es un paso adelante. Ahora eres el mejor de la ciudad.

—Antes también lo era.

La mujer se rió, revelando unos dientes marrones en su atractivo rostid de fuertes rasgos.

—Tienes razón. Pero el rumor ha llegado a oídos de quienes emiten losjuicios. Conoces los canales igual de bien que yo.

Richard soltó un bufido.

—¡Canales! Cuando por fin matas a las suficientes personas, se dan cuenta de lo que vales.

—No empieces con eso —repuso impacientemente ella—. Ahora eres importante y lo sabes. —Parecía severa, con sus ojos grises opacos y serios—. ¿Hasta cuándo crees que podrás seguir dándole largas?

—No es ésa mi intención. Simplemente necesito más información. Háblame de la otra... dama.

—¿Qué otra dama...? —Empezó a ruborizarse y bajó la mirada—. No creo que eso tenga nada que ver con esto —rezongó.

—Perdona. —Richard retomó el tono educado que utilizaba con los clientes—. Pensé que estabas con otra casa. —La incomodidad de la mujer le había dicho muchas cosas... más de las que se había propuesto averiguar.

—Soy su doncella. —Le lanzó una mirada dura y desafiante por encima de la mesa—. Una de ellas. Mantenemos el sitio limpio. Es una casa bonita.

—Tienes buen aspecto —dijo él. Ninguno de los dos mencionó el nombre de su señor, ella siguiendo instrucciones y Richard porque era evidentemente que no debía saberlo—. La vida en la Colina casa contigo.

La mujer lo miró directamente, atajando las cortesías.

—Casa conmigo mejor que la cárcel. Pensaba que no era nada, que te azotaran; le pasaba a todo el mundo, y luego se reían y seguían robando. —Bajó la mirada a sus manos, dobladas encima de la mesa. Estaban bien formadas, con los dedos redondeados en agradable proporción con la palma. Richard vio que las tareas domésticas le habían embastecido la piel—. Pero esa paja que te dan apesta, y te arrancan la ropa de la espalda como si no significara nada, como si una fuera una actriz dando espectáculo para el público. Vi cómo era, y cómo acababa... ¿Qué le pasó a Annie?

Richard tardó un momento en recordar a quién se refería.

—Se puso mejor. Después vivió como una reina una temporada, hasta que volvieron a pillarla.

—¿Y luego?

—Esa vez murió.

La mujer asintió.

—Yo preferiría morir en la intimidad. O recibir una estocada limpia, como hiciste con Jessa...

—No —dijo Richard—. No lo preferirías.

Pero ella había salido de la Ribera hacía tiempo y ya no tenía miedo. El pasado era una historia contada, una batalla librada.

—Pensaba que la querías de verdad, a ésa —dijo con voz queda.

—No lo sé —dijo Richard—. No importa. ¿Por qué te han enviado aquí abajo?

La mujer se encogió de hombros.

—Él... trabajo para él. Tenía que mandar a alguien.

—Sabía que me conocías.

Mantuvo la mirada clavada en la mesa, extremadamente pulida y tallada por el roce de manos ajenas.

—Sólo sabe que soy de la Ribera. Ya sabes cómo nos agrupan a todos allá arriba.

Tenía derecho a su intimidad. El que su noble jefe fuera además su amante parecía seguro; ¿cómo si no sabría Ferris que De Vier pertenecía a su pasado? Tampoco era probable que el lord confiara una misión tan delicada a una criada corriente. Para Katherine estaba bien: Ferris no carecía de atractivos y su trato de favor podría mantenerla lejos de la Ribera.

—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Ahora estás solo?

—No. —La mujer exhaló un diminuto suspiro. Richard dijo de repente—: Katherine. ¿Te hace daño?

Parecía cansada. Meneó la cabeza.

—No. No necesito nada. Tan sólo una respuesta que darle.

—Sabes que no puedo responder todavía —dijo Richard—; ya sabes cómo trabajo.

—No has oído toda la pregunta. —Sonreía extrañamente, mirándolo por el rabillo del ojo. Era la sonrisa de otra mujer; no sabía de cuál, pero sí sabía lo que significaba.

Richard alargó el brazo por encima de la mesa y le cubrió una mano con la suya.

—Es una idea —dijo—; pero no tuya ni mía. Dile que preguntaste; dile que no paraste de ofrecerme bebida, pero a mí me interesaba más el dinero. De hecho, es verdad —añadió a la ligera—. La gente piensa las cosas más raras de los espadachines.

Ella recuperó su mano con calma y dijo secamente:

—No me imagino de dónde las sacan. —Luego, siguiendo su oferta de inocentes trivialidades—: Te echan de menos en la Colina, ahora que ya no eres joven ni salvaje. ¿Con quién has sentado la cabeza al final, con Ginnie Vandall? No parece saberlo nadie.

—Es un hombre —respondió él—, un forastero llamado Alec.

—¿Qué aspecto tiene?

Richard pareció meditar cuidadosamente su respuesta.

—Único, en realidad. No se parece a nada que haya visto antes.

—¿A qué se dedica?

—Antes estudiaba, de eso estoy seguro. Ahora intenta conseguir que lo maten —dijo De Vier con estricta seriedad.

—¿Cómo, espera que le caiga encima una piedra?

—Piedras, cuchillos, personas... lo que haya a mano.

Katherine consideró la posibilidad.

—Un estudiante. No sabrá luchar.

—Es una nulidad. Me mantiene ocupado.

—Protegiéndolo.

Dejó que las palabras flotaran en el aire. Ahora podría herirlo con un nombre... o intentarlo. Jessamyn. Una mujer hermosa, ladrona consumada, artista de las estafas... Juntos, ella y el joven espadachín habían deslumbrado la Ribera como estrellas gemelas. Jessamyn no era ninguna nulidad, sabía usar el cuchillo. Jessamyn tenía carácter y una noche había conseguido que Richard perdiera los estribos. Nadie había podido protegerla.

Katherine podría intentar herirlo con eso... pero, ¿y si no pasaba nada? Richard siempre había estado confiado y seguro de sí mismo. Pero los últimos años le habían dado una pátina de glamour. Ya no había aristas ni vacilaciones. Afrontaba el mundo con franqueza, obligándolo a verlo como se veía él a sí mismo. A Katherine le complacía pensar que aquí había alguien al que le daba igual lo que pensaran de él los demás, alguien libre de la lucha cotidiana por la supremacía. Pero también le helaba la sangre pensar que él mismo pudiera llegar a creer que su vida estuviera libre de todo lo que hacía de la vida humana algo imposiblemente doloroso. Descubrió que no quería intentarlo.

—En serio —dijo Richard—, si quieres otro trago, es tuyo.

—Lo sé. ¿Por qué intenta conseguir que lo maten?

—No lo sé. No se lo he preguntado.

—Pero no quieres que lo consiga.

De Vier se encogió de hombros.

—Me parece una estupidez.

Despacio, para no alarmarlo, Katherine sacó su cuchillo para observarlo y meneó la cabeza.

—Cuando entré aquí... no debería haberte pedido ayuda. Tendría que haber ensartado a ese idiota cuando tuve ocasión.

—Esto no es la Ribera. Podrías haberte metido en problemas.

La mujer no dejó de sacudir la cabeza, con el cabello danzando sobre sus mejillas como serpientes.

—No. Es sólo que no fui capaz. Perdí la ocasión porque no fui capaz.

—Te estorbó la capucha. —Katherine levantó la cabeza, sonriendo: «estorbar» era una expresión del campo. Pero él la miró seriamente a los ojos—: De todos modos, da igual. No tendrás que volver jamás a la Ribera.

Ella esperaba que eso fuera verdad.

—No le digas que titubeé.

—No lo haré. Seguramente ni siquiera vuelva a verlo.

—No sé yo. —Katherine sacó una gruesa hoja de papel doblada de su capa. Estaba cerrada con blancos pegotes de lacre—. Es lo que te imaginas. Ábrela cuando llegues a casa. Dice que no quiere meterte prisa: tienes una semana para pensártelo. Si decides seguir adelante con ello, estate en la Campana Vieja dentro de una semana a partir de esta noche, a la misma hora. Allí habrá alguien con la primera mitad de tu paga.

—La mitad por adelantado... Hablaba en serio. Qué generoso. ¿Cómo reconoceré al mensajero?

—Él te reconocerá a ti. Por el anillo que llevas.

—¿Qué anillo?

Esta vez Katherine le entregó una bolsita de piel de ante. Richard aflojó los cordones y atisbo el pesado fulgor de un rubí enorme. Se apresuró a volver a cerrarla y se guardó la bolsa debajo de la camisa, junto con el papel lacrado.

—¿Y si no me presento...?

Ella le sonrió, un fantasma de su antigua sonrisa callejera.

—Póntelo de todos modos. No me han dicho nada de tener que devolverlo.

El anillo costaba al menos tanto como el trabajo en sí: doble paga, el regalo que era un soborno. Lord Ferris no era ningún idiota, y tampoco escatimaba recursos.

Katherine se levantó y se envolvió en la capa. Sólo le llegaba al hombro a De Vier. Éste dejó una de las piezas de plata de Ferris en la mesa para pagar la cuenta. Cuando la mujer lo interrogó con las cejas, explicó:

—Es lo más pequeño que me ha dado. A lo mejor se piensa que sólo bebo vinos selectos.

—A lo mejor se pensaba que te quedarías con el cambio —repuso ella—. Coge el cambio, Richard, o darás que hablar.

Cogió el cambio, en bronce, y se lo guardó en un bolsillo. Luego se situó muy cerca de ella y le entregó la bolsita de plata.

—Me dijo que era «para cubrir gastos». No quisiera que me acusaran de racanear en las citas. —Ella aceptó sin decir palabra lo que le ofrecía. Podría comprar muchas cosas con ese dinero; y si De Vier no lo necesitaba, mejor para él.

Mientras buscaban la salida, las filas de hombres murmuraron de forma inexpresiva:

—Buenas noches, encanto. Cuídate, cariño.

Salieron de la taberna. Sobre sus cabezas las tres llaves de hierro, con unos pocos copos de oro adheridos aún a ellas, repicaban al viento. Enfilaron por el Bajo Henley en dirección a la Taberna del Águila Encorvada, donde uno de los lacayos de Ferris, discretamente ataviado con prendas de cuero, aguardaba para escoltarla de regreso a la Colina.

***

Era tarde cuando llegó Richard, pero Alec seguía levantado, leyendo a la luz de una vela. Alec levantó la cabeza del círculo de luz hacia él y parpadeó a las sombras que ocupaban la otra punta del cuarto.

—Hola, Richard.

—Hola —dijo cordialmente Richard—. He vuelto.

De Vier se desabrochó despacio el cinturón de su espada. Retiró los cuchillos con cuidado, como si de infantes se trataran, o de criaturas que pudieran morder, y los dejó encima de la repisa de la chimenea.

—Ya lo veo —dijo Alec—. Te has perdido toda la diversión. Marie se metió en una pelea con uno de sus clientes. Ha dado tres vueltas al patio persiguiéndolo, tirándole calcetines e insultándolo. El hombre intentó esconderse detrás del pozo. Le lancé una cebolla. Fallé, claro, pero se asustó.

A lo mejor pensó que eras tú. Sea como fuere, al final acabó por irse, y luego los gatos empezaron a armar escándalo en el tejado y no me quedaba nada que tirarles. ¿Tienes tú algo?

—No. Creo que no. Me parece que se han marchado ya —respondió Richard, que no había oído nada.

—Creo que deberíamos tener nuestro propio gato. Podríamos adiestrarlo para pelear. Los mantendría alejados de aquí. Al fin y al cabo, no tiene sentido enviarte a ti al tejado.

—¿Por qué no? —preguntó Richard mientras se acercaba a la ventana. Se asomó arriba—. Podría subir ahí. Fácil. —Se encaramó al alféizar.

—Lo más fácil —dijo Alec—, sería conseguir un gato. Podríamos salvarle la vida... sacarle una espina de la pata o algo así... y nos estaría agradecido eternamente.

Richard abrió la ventana y asomó el cuerpo, sujetándose con una mano.

—Vas a conseguir que me maree —dijo Alec—, y además, todos los gatos se han ido ya. Tú mismo lo has dicho.

—No me voy a caer. Aunque no hay mucha altura. Podrías saltar si fuera preciso y probablemente no te romperías nada. Directo al patio.

—A Marie le daría un ataque. Pareces un idiota ahí plantado en esa ventana. Es como si esperaras echar a volar.

Richard se rió y volvió adentro de un salto. Cayó mal y se enderezó tambaleándose.

—¡Ves! —exclamó—. Esto me pasa por hacerte caso.

—Yo no te he dicho que saltaras de la ventana.

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