Authors: Ellen Kushner
El nombre de Vincent Applethorpe no estaba rodeado de ningún aura de leyenda.
Debería estarlo. Applethorpe había sido un espadachín brillante. En sus mejores tiempos, hubiera plantado cara a De Vier. Pero su nombre se había borrado de las listas públicas demasiado pronto en el transcurso de su carrera como para que su último duelo fuera considerado una tragedia pública. Bastante al comienzo, su brazo resultó herido en un prodigioso y desafortunado trabajo de estoque y puñal. La herida se infectó, y en vez de perder la vida perdió el brazo izquierdo. A punto estuvo de perder ambas cosas: tan sólo la intervención de sus preocupados amigos, que lo llevaron a ver a un cirujano mientras él estaba sumido en un ebrio estupor de dolor y temor a la gangrena, lo colocó bajo el bisturí a tiempo de salvar su vida. La elección, para Applethorpe, no había sido sencilla. Si hubiera fallecido, podrían haberlo recordado por sus tempranos triunfos. Los espadachines valoran las muertes gloriosas. Pero los nada gloriosos ejemplos de lo que realmente le ocurre a aquél cuya habilidad lo abandona en el momento crucial, ésos prefieren olvidarlos.
No había vuelto a haber ningún genial espadachín manco desde Mark el Negro de Ariston, que vivió doscientos años antes de que naciera Vincent Applethorpe. El retrato de Mark el Negro cuelga en los salones del Torreón de Ariston. Como cabe esperar, una de sus mangas pende ostentosamente vacía. Los espadachines siempre tienen alguna historia sobre sus hazañas que contar. El retrato, sin embargo, muestra a un hombre de mediana edad, con el rostro aquilino convertido en una impresionante masa de surcos. Y en privado admitirán que se necesitan ambos brazos para conservar el equilibrio, a veces incluso para la ventaja táctica que supone cambiarse el arma de mano. No podía haber perdido ese brazo hasta después de forjarse un nombre como espadachín. Pero las historias no dejan de volverse cada vez más disparatadas.
Paradójicamente, Vincent Applethorpe se había criado en las montañas del sur, a la vista del Torreón de Ariston. Nunca le había dado importancia, no obstante, hasta que regresó a casa medio muerto sobre el suelo de una carreta. Su hermana se ocupaba de la granja de la familia, y se esperaba de él que estuviera allí para ayudarla. En vez de eso comenzó a desaparecer frecuentemente en largos paseos. Acudía al Torreón y pasaba muchas horas en lo alto de una colina sobre él, viendo entrar y salir a la gente. Nunca intentó entrar él mismo en el Torreón, se limitaba a quedarse allí plantado y pensar en los grandes espadachines mancos. Su hermana había esperado que sentara la cabeza, se casara y trajera otra mujer a la casa. Applethorpe aguardó hasta finales de la cosecha antes de hacer añicos sus ilusiones y regresar a la ciudad.
Había transcurrido el tiempo suficiente, pensaba, como para que hubieran olvidado su cara. Abrió su academia lejos de los lugares habituales de los espadachines, en un gran ático sobre una tienda de artículos de confección. El techo estaba abuhardillado, y era sofocante en verano, pero proporcionaba ese raro lujo en la ciudad, una extensión de espacio abierto. Tras pasar allí unos años se pudo permitir el trasladarse a un espacioso salón construido encima de un establo en el extremo más oriental de la ciudad. Había sido diseñado como corral de monta cubierto, pero el suelo era demasiado endeble como para soportar el peso de muchos caballos. Pronto contrató a un par de ayudantes, jóvenes entrenados por él mismo que nunca serían espadachines, pero que sabían lo suficiente como para dar clases. Podrían supervisar las prácticas que se realizaban a lo largo del estudio y mantener en buen estado los blancos de paja con sus parches rojos. Applethorpe seguía siendo el maestro. Ejecutaba los movimientos para sus pupilos, describiendo lo que no podía llevar a cabo. Así, diez años después de su accidente, en un momento en que habría tenido que empezar a pensar en abandonar la vida activa de espadachín, seguía siendo dueño de su carrera. Y en sus demostraciones conservaba a un tiempo natural e imperiosa la mano, la precisión de movimientos, la gracia que hacía de cada movimiento una explicación del arte de la esgrima.
Michael Godwin lo admiraba con un interés erudito algo menor. Todavía no sabía apreciar la claridad técnica de los movimientos de Applethorpe, pero lo entusiasmaba la intensidad del maestro: era casi un fulgor que proyectaba al demostrar cualquier movimiento. Lord Michael se preguntaba si sería esto lo que llamaban «estilo». Siempre se había imaginado el estilo como algo encorsetado en teatrales movimientos de los brazos, uno de los cuales extrañaba el maestro. Como ocurría con De Vier, había una gracia y una dignidad en su porte que no era ni la deliberada languidez del aristócrata ni la cruda energía del comerciante de la ciudad. Michael extendió el brazo derecho tal y como le instruían, buscando una fluidez que parecía sencilla cuando lo hacía Applethorpe.
—No —dijo el maestro a la fila de principiantes esperanzadamente colocados frente a él como aves en una cuerda para tender la ropa—. No esperéis aproximaros siquiera a conseguirlo mientras adoptéis esa postura. —Su voz era notablemente tranquila, sin transmitir impaciencia ni enfado... ni amabilidad en particular. Ver cómo sus estudiantes hacían algo mal jamás enojaba a Vincent Applethorpe. Él sabía cómo había que hacerlo. Seguía explicándoselo y a la larga lo entenderían, o no. Paseó la mirada por toda la hilera y observó desapasionadamente pero con exactitud—: Parece que estéis esperando todos a que os derroten. Vuestros hombros tienen miedo de enderezarse y vuestras cabezas se echan hacia delante sobre el cuello. Por eso vuestra postura entera está torcida y también vuestras estocadas saldrán torcidas... menos tú. Tú. ¿Cómo te llamas?
—Michael Godwin —dijo lord Michael. No se había molestado en cambiarse el nombre; había Godwin repartidos por todo el país, y no era probable que alguien fuera a reconocerlo de vista en ese lugar.
Applethorpe asintió.
—¿De los Godwin de Amberleigh? —Michael asintió a su vez, divertido porque el hombre se hubiera aproximado tanto a su linaje y su región. Quizá se debiera al cabello—. Apuesta familia —dijo el maestro—. Eres afortunado. Extiende. —Michael obedeció, con torpeza—. No, por ahora olvídate de la muñeca, enséñanos sólo el brazo. Fijaos, todos vosotros, lijaos en eso. El porte de los hombros, la altura de la cabeza. Proporciona a toda la extensión una fluidez natural. Hacedlo.
Siempre llegaba a este punto de la instrucción, cuando la explicación de la causa y el efecto tocaba a su fin y su orden era: «Hacedlo». Lo intentaron, observando a Michael por el rabillo del ojo, intentando sacudir los hombros para que encajaran en su sitio sin proyectar el pecho hacia delante, levantar la cabeza sin echar a perder las líneas de visión. Michael dejó de preocuparse por su muñeca y se sumió en un trance de movimiento en el que su brazo se extendió y se replegó solo, una y otra vez. Nunca se le había ocurrido que su porte fuera algo especialmente práctico. Le ayudaba a causar efecto, era útil para recalcar la línea de un abrigo o el giro de un paso de baile. Ahora todo encajaba en su sitio mientras el movimiento constante de su brazo le atravesaba los hombros.
Applethorpe interrumpió su ronda de repaso y correcciones.
—Bien —dijo—. Godwin. Ya tienes la muñeca.
***
En casa, en su espacioso y aireado vestuario, con la chimenea encendida para repeler el frío, Michael se quitó su ropa de entrenamiento empapada de sudor. Su criado se llevó las prendas, sencillas y poco elegantes, sin hacer comentarios. Otros sirvientes le trajeron agua caliente para la bañera. Se sumergió agradecido en la pila, cuyo vapor se elevaba agradablemente perfumado con clavo y pétalos de rosa. Sólo le dio tiempo a darse un breve remojo antes de tener que vestirse para la cena. Esa noche era la fiesta de la duquesa, y no le apetecía llegar tarde y perder su sitio en la barcaza. Ni siquiera la previsible compañía de lord Horn bastaba para atenuar la agitación que sentía. Le costaba imaginarse la necesidad de conversar con nadie más estando Diane presente. Se había olvidado de lo difícil que resultaba hablar con ella y la estimación de sus propios atractivos había recuperado el nivel acostumbrado.
Michael se levantó desnudo del baño para encararse con su figura, reflejada hacia abajo por el gran espejo que coronaba la chimenea. Se detuvo, con la mirada fija, cuando se disponía a coger la toalla. Estaba acostumbrado a pensar en sus hombros como algo frágil; a veces tenía que utilizar acolchados para satisfacer las exigencias de la moda. Ahora le parecían esbeltos y competentes. Los huesos de su clavícula seguían su línea, gráciles como las alas de un ave. Un caballero no descubría el cuello en público, por lo que sus bondades quedaban reservadas para la intimidad. Pero en la estancia sobre el establo uno se acaloraba y adoptaba el cuello abierto propio de los trabajadores.
Siguió la línea hacia la que señalaban como una flecha, hasta su pecho. Todo lo que el mundo había considerado hermoso se podía adiestrar, afilarse en la piedra de amolar del entrenamiento hasta convertirlo en un arma peligrosa. Al levantar la cabeza cruzó la mirada consigo mismo. Las oscuras pestañas que enmarcaban sus ojos los dotaban de mayor profundidad de la que tenían, tornaban sus pupilas en piedras que levantaban ondas de color verde azulado como el mar. Tuvo la sensación de estar siendo minuciosamente examinado por un desconocido, de hundirse en sus propios ojos, tan bellos. No conocía al hombre del espejo, pero quería hacerlo. Cuanto más se observaba, más se alejaba de él, preguntando: ¿Quién eres? ¿Qué quieres?
Tenía los pies fríos. El suelo era como el hielo y su cuerpo envarado había empezado a tiritar. Michael agarró la toalla y se secó vigorosamente. Tendría que vestirse aprisa. Los fuegos artificiales estaban a punto de empezar sobre el río y la barcaza no debía zarpar sin él.
***
El día había sido despejado, templado casi; pero el crepúsculo trajo consigo un frío que arreció conforme se escondía el oscuro sol de invierno, llevándose la temperatura consigo. Colgaba bajo sobre el perfil de la ciudad, tan rojo como las frambuesas en verano. La calle de la Ribera estaba curiosamente desierta, silenciosa como el alba. El fango del suelo se había convertido en costras congeladas, sobrenaturales paisajes en miniatura de hielo y barro. Las botas nuevas de Alec demolieron un castillo de cuento de hadas. Resbaló en un charco de hielo y recuperó el equilibrio, maldiciendo.
—¿Seguro que quieres ver estos fuegos artificiales? —le preguntó Richard.
—Me encantan los fuegos —respondió Alec con una facilidad sospechosa—. Los valoro más que a la vida misma.
—La margen occidental estará atestada a la altura de Waterbourne —dijo De Vier—, con carruajes, gente de la ciudad alta y vendedores. Demasiadas personas viven ahí. La mitad de la Ribera se habrá acercado a vaciar bolsillos. Haríamos mejor en quedarnos en la otra orilla, no estará tan llena.
—¿De rateros o de espectadores? —dijo Alec; pero siguió a Richard.
Buscaron el puente bajo, que conectaba la Ribera con la Ciudad Vieja. Aún quedaban ahí algunos residentes, pero en su mayoría la margen oriental estaba tomada por edificios gubernamentales: el antiguo palacio, el castillo/fuerte y el cuartel... Las manías de los ricos maravillaban a Richard. No tenía nada en contra de los fuegos artificiales. Pero exigir a tus amigos que se sentaran en sus barcazas en mitad del río a finales de invierno para que disfrutaran de ellos, eso se le antojaba una excentricidad. Sentía el frío, el viento que cruzaba el río, aun a pesar de su ropa nueva. Se había comprado una capa robusta, una chaqueta y guantes forrados de piel. También Alec se había abrigado y había dejado de quejarse a causa del frío. Le gustaba tener dinero que gastar, que dilapidar en comida y apuestas.
Al otro lado de la oscura extensión fluvial se cernía la sección habitada de la ciudad, surgiendo de sus orillas en pendientes cada vez más empinadas hasta convertirse en la Colina y eclipsar el firmamento nocturno. De Vier y Alec ya habían dejado atrás los muelles y los almacenes, el fuerte que defendía la antigua entrada a la ciudad por el río, y se acercaban a la Gran Plaza de la Jurisdicción, la plaza de Justicia, donde el Consejo de los Lores había establecido su sede. Río arriba, el fulgor naranja de las antorchas de las barcazas ya reunidas maculaba la creciente oscuridad. Alec apretó el paso, ansioso por ver los primeros fuegos artificiales. Richard tuvo que trotar para igualar sus largas zancadas.
Unos pasos resonaron tras ellos sobre la piedra helada al otro lado de la plaza. Oyó voces jóvenes, reforzadas por la risa. Uno de ellas los llamó, con voz atiplada y clara:
—¡Eh! ¡Esperad! —De Vier examinó la zona inspirado por la fuerza de la costumbre. No había nadie más a quien pudieran estar dirigiéndose. Alec no miró atrás ni aminoró el paso.
—¡Eh! —Las voces eran insistentes—. ¡Esperadnos! —Alec siguió caminando, pero Richard se detuvo y se dio la vuelta. Vio un pequeño grupo de muchachos, todos ellos vestidos al igual que Alec con túnicas negras, con el largo cabello cayéndoles sobre la espalda. Al elegir su ruta, no se había parado a pensar en lo cerca que iban a pasar de los dominios de la Universidad.
El cabello de Alec ondeaba a su espalda como la cola de un cometa. Richard corrió para alcanzarlo.
—Puedo sacarnos de aquí si quieres —dijo con indiferencia. A modo de respuesta Alec se limitó a mirarlo y frenó hasta caminar a un deliberado paso de tortuga. El espadachín no tuvo problema para igualarlo; le recordaba un ejercicio de piernas.
Los zapatos de los estudiantes susurraron sobre la piedra al aproximarse, hasta que uno de ellos se situó a la par de Alec.
—Eh —dijo en tono amigable—, pensé que estarías encerrado con tus libros.
Alec mantuvo la vista clavada al frente y no se detuvo. Richard tenía la mano en la empuñadura de su espada. Los estudiantes parecían estar desarmados, pero había muchas cosas que podían herir a Alec.
—Eh —dijo el muchacho—, ¿tú no eres...?
Alec lo miró y el estudiante tartamudeó, desconcertado.
—Oh... eh... pensé que eras...
—Piénsatelo mejor —dijo bruscamente Alec con voz extraña, una voz de la Ribera que inquietó a De Vier. Dio resultado, no obstante; los estudiantes cerraron filas y se alejaron, y Richard apartó la mano de su espada.
La barcaza de Tremontaine se balanceó cuando lord Michael apoyó un pie en su costado; pero llevaba subiendo y bajando de las embarcaciones de los nobles desde que llegó a la ciudad y se había vuelto un experto en no caerse. Un antorchero lo condujo al pabellón del centro de la embarcación de fondo plano. Las colgaduras eran verdes y doradas, los colores de la duquesa. Todos los laterales estaban bajados mientras la barcaza aguardaba en el muelle; oyó risas a través del encaje, y el tintineo del metal. Era una de las barcazas más bonitas que hubiera botado ningún noble. Siempre había querido montar en ella. Pero ahora que tenía ocasión su mente apenas sí reparaba en ella.