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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (12 page)

BOOK: A punta de espada
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De Vier sonrió y se encogió de hombros.

—Por eso elijo cuidadosamente para quién trabajo. Doy a mis patrones mi palabra de hacer el trabajo y mantener la boca cerrada al respecto; he de confiar en que sepan lo que se hacen y me respalden llegado el caso. A la larga, la mayoría de la gente descubre que lo prefiere de esa manera.

Rosalie volvió con dos polvorientas copas de peltre y un jarro de vino ácido. El hombre esperó a que se marchara antes de decir:

—Me alegra oíros hablar así. Tengo entendido que vuestra palabra es de fiar. Es un acuerdo apropiado.

Cuando se quitó uno de los guantes emanó una suntuosa vaharada de ámbar gris. Tenía la amplia mano tan cremosa y bien cuidada como una mujer. Y cuando levantó el jarro para servir el vino, Richard vio marcas de anillos pálidas aún en sus dedos desnudos.

—Estoy dispuesto a pagaros treinta por adelantado.

Richard enarcó las cejas. No tenía sentido fingir que la mitad por adelantado no fuera un gesto inusitadamente generoso.

—Sois muy amable —dijo.

—¿Así que aceptáis?

—No sin algo más de información.

—Ah. —El hombre se reclinó y apuró la mitad de su copa. Richard admiró el autocontrol que le permitió apartársela de los labios sin expresión de repugnancia alguna—. Decidme, ¿quién era ese hombre alto con el que me crucé al entrar?

—No tengo ni idea —mintió Richard.

—¿Por qué rehusáis mi oferta?

—No sé quién sois —dijo Richard en el tono de camaradería que tanto había desconcertado a lord Montague cuando hablaban de la boda de su hija—, y no sé quién es el objetivo. Podéis ofrecerme los sesenta por adelantado, que seguiré sin comprometer mi palabra.

El ojo del caballero lo fulminó con la intensidad de dos. Pero el resto de su cara permaneció sosamente civilizada, procurando incluso aparentar cierto hastío.

—Comprendo vuestra necesidad de cautela —dijo—. Creo que puedo disipar algunos de vuestros temores. —Despacio, provocativamente casi, se quitó el otro guante.

De nuevo asaltó el aire la fragancia de ámbar gris, delicada y sensual. A Richard le recordó el pelo de Alec. El hombre levantó la mano. Colgaba de ella una larga cadena de oro, con un medallón octogonal girando al final de ella de modo que Richard no alcanzaba a distinguir su diseño. La vela que había entre ambos le lanzó un destello dorado a los ojos. El hombre interrumpió el molinete con un dedo, y Richard pudo echar un vistazo al emblema inscrito en el medallón antes de que éste volviera a desaparecer dentro del guante.

—Sesenta reales —dijo el hombre—, la mitad por adelantado.

Richard se tomó su tiempo mientras se llevaba la copa a los labios, probaba un sorbo del vino moteado de polvo, soltaba el recipiente encima de la mesa y se limpiaba la boca.

—No aceptaré dinero de un hombre anónimo... ¿Se trata de un hombre? —añadió de improviso, estropeando parcialmente el efecto, pero queriendo dejar las cosas claras—. No trabajo con mujeres.

Los labios del hombre temblaron; había oído la historia de Montague.

—Oh, sí, se trata de un hombre. Un hombre importante, y no pienso deciros nada más sin antes recibir más muestras de interés por vuestra parte. ¿Estáis libre mañana por la noche?

—Podría estarlo.

—Sería conveniente. ¿Conocéis las Tres Llaves, en el Bajo Henley? —Conocía el sitio—. Estad allí a las ocho. Coged una mesa cerca de la puerta y esperad. —El caballero metió una mano en su abrigo y sacó una bolsita de seda que tintineó cuando la dejó encima de la mesa—. Esto debería cubrir los gastos. —Richard no la recogió. Sonaba a plata.

El noble se levantó, derramando una pequeña ducha de cobre sobre la mesa para la cuenta, y se puso su guante perfumado.

—He tardado mucho en dar con vos —dijo—. ¿Sois siempre tan difícil de localizar?

—Siempre podéis dejarme un mensaje aquí. Procurad tan sólo que a nadie le compense tardar en comunicármelo.

—Ya veo. —El hombre sonrió con ironía—. ¿Son inmunes al soborno vuestros amigos?

A De Vier le hizo gracia la idea.

—Todo el mundo es sobornable —dijo—. Sólo hay que conocer su precio. Y recordad que todos temen el acero.

—Lo recordaré. —El hombre ensayó la más sutil de las reverencias—. Buenas noches.

***

Richard no se molestó en terminar el vino. Pensó en llevárselo a casa para Alec, pero era lo bastante malo como para dejarlo. Rosalie tenía una reserva de caldos decentes, de hecho, pero había que saber cómo pedírselos. Haciendo caso omiso de las miradas de curiosidad de sus amigos, salió de la taberna y se fue a casa.

Los aleros del edificio estaban erizados de témpanos. Los aposentos de Marie estaban en calma; debía de haber salido. Levantó la mirada hacia sucuatro. Los postigos estaban abiertos, las ventanas oscuras. Entró por las escaleras del patio, pisando con sigilo para no molestar a Alec.

A pesar de sus precauciones, las tablas del suelo crujían. Era una casa vieja, hecha de materiales pesados con la vista puesta en la solidez. De noche se oía cómo se asentaba sobre sus cimientos, como una anciana en la puerta de su casa que cambiara cómodamente de postura tomando el sol.

Alec llamó desde el otro cuarto con voz cansada:

—¿Richard? —La puerta del dormitorio estaba abierta; Alec acostumbraba a dejarla así cuando se iba a dormir solo. Richard pudo verlo en la oscuridad, una figura blanca apoyada en el cabecero de la cama, profusamente labrado—. ¿Vas a salir otra vez?

—No. —Richard se desvistió silenciosamente a oscuras, dejando las prendas encima del arcón para que se airearan. Alec apartó la colcha para él.

—Date prisa, hace frío. —La tibieza de Alec se había propagado entre las sábanas de lino; Richard se sumergió en ellas como en una bañera de agua caliente.

Alec estaba tendido de espaldas, con las manos recatadamente enlazadas detrás de la cabeza.

—Bueno —dijo—, no has tardado mucho. No me digas que era otra boda.

—No, no lo es. Es un trabajo de verdad, parece interesante. Mueve el codo, tienes las dos almohadas.

—Lo sé. —Richard pudo percibir la sonrisa de satisfacción en la oscuridad—. No te duermas. Cuéntame más.

—No hay mucho que contar. —Renunciando a la almohada, apoyó la cabeza en el doblez del brazo de Alec—. Se están haciendo los misteriosos. Tengo que mostrar más interés.

—¿Quiénes se están haciendo los misteriosos?

—Te vas a reír.

—Pues claro. Como siempre. —Era la voz, delicada, arrogante y tensa de raigambre que siempre lo desarmaba en la oscuridad. Tanteó en busca de los labios de Alec y se los rozó suavemente.

—Tiene gracia. Creo que se trata de un lord, sin duda, pero por lo visto trabaja para otra casa.

—Trabajará con ellos, lo más probable. —Los labios de Alec se movieron contra sus dedos, tocándolos con la punta de la lengua mientras hablaba—. Seguro que tienes razón, debe de ser algo gordo. Tienes el destino del estado en tus manos... —Alec cogió los dedos que lo tocaban y también la otra mano de Richard, apartándolas de lo que estaban haciendo con una presa convulsa, tanteando en busca de la vieja cicatriz irregular que tenía Richard en la muñeca. Richard le guió la boca hasta ella—. ¿Cómo sabes entonces —murmuró Alec contra su piel—que se trata de dos casas?

Richard se soltó una mano con delicadeza y empezó a acariciar la espalda de Alec a lo largo. Le agradaba sentir cómo se relajaba el cuerpo en tensión con su contacto, pugnando lánguidamente por arrimarse más al suyo.

—Me enseñó un medallón con un emblema —dijo.

—Que tú no reconociste pero te dio vergüenza preguntar... Ah, eso está bien.

—A decir verdad, sí que lo reconocí. Era el cisne de esa mujer, la duquesa.

Pese a todos los trucos que podía hacer Alec con su voz, nunca se había dado cuenta de la facilidad con que el espadachín podía leer su cuerpo. Se envaró de repente, si bien su voz continuó divagando:

—Qué delicia. Es agradable saber, Richard, que uno no es el único en haber sucumbido al encanto de la barca del cisne.

—Yo no he sucumbido —dijo cómodamente Richard. Alec debía de haber reconocido al noble—. Aunque no me importaría dar un paseo en ese bote. Pero antes tienen que decirme el nombre del objetivo. Si el trabajo es bueno, me rendiré al dinero.

—¿Tú crees?

—Creo que sí.

Alec exhaló un suspiro evanescente mientras Richard perseguía su placer, con cuidado siempre de no sobresaltarlo con nada brusco ni inesperado. Encontrarlo era a veces como perseguir una presa, o atraer una criatura salvaje hasta su mano. Alec dejó de hablar, dejó que sus párpados cayeran sutiles sobre sus ojos brillantes, y Richard sintió el fluir de su cuerpo como el agua, como si contuviera el poder de un río en sus brazos.

Cuando se besaron, los brazos de Alec se tensaron alrededor de sus hombros; después empezaron a recorrer el cuerpo de Richard de arriba a abajo como si buscaran algo, intentando sacar algo de los músculos tirantes de su espalda y sus muslos.

—¡Ah! —dijo Alec, con una mezcla de satisfacción y sorpresa—. ¡Qué hermoso eres!

Richard respondió acariciándolo; lo sintió estremecerse, sintió cómo se hundían los dedos afilados en sus músculos. Richard coqueteó consigo mismo, arrastrando a Alec consigo más allá del punto de no retorno con la suavidad de la piel contra la piel, la dureza del aliento y el hueso. Alec estaba hablando ahora, con voz rápida y llena de aire... Palabras sin verdadero sentido, sílabas jadeadas que le alborotaban el pelo, labios que jugueteaban con el lóbulo de su oreja, separándose ocasionalmente para clavarle los dientes afilados...

—No hay nadie como tú, nunca me dijeron que pudiera haber alguien como tú, no tenía ni idea, me asombra, Richard... Richard... si lo hubiera sabido... si...

Las manos de Alec le golpearon la garganta, y por un momento Richard no comprendió que el dolor era dolor. Luego se apartó, asiendo las frágiles muñecas antes de que pudieran volver a intentar cualquier idea disparatada que tuviera Alec de agredirlo.

—¿Qué diablos piensas que estás haciendo? —preguntó, más bruscamente de lo que pretendía porque aún no tenia su aliento bajo control.

El cuerpo de Alec estaba rígido y sus ojos desorbitados, resplandecientes con su propia luz antinatural. Richard le pasó una mano por la cara para apaciguar su terror; pero Alec apartó la cabeza de golpe, jadeando:

—¡No, no lo hagas!

—Alec, ¿te hago daño? ¿Ha pasado algo? ¿Qué es?

—No lo hagas, Richard. —El largo cuerpo temblaba de tensión y deseo—. No me preguntes nada. Ahora sería sencillo, ¿verdad? Podrías preguntarme lo que quisieras. Y yo te lo diría sin más, te lo diría... ahora que me tienes así te lo diría todo... todo...

—No —dijo Richard, acogiéndolo tiernamente en sus brazos—. No, no lo harás. No me vas a decir nada. Porque no te voy a preguntar nada. —Alec se estremeció; mechones de cabello le cubrieron el rostro—. No hay nada que quiera saber, Alec, no voy a preguntarte nada... —Empezó a apartarle el pelo, suave y castaño como un viejo riachuelo del bosque; luego cambió el gesto y se lo llevó a los labios—. No pasa nada, Alec... adorable Alec...

—Pero a mí sí me pasa algo —dijo Alec contra su hombro.

—Ojalá no discutieras todo el rato. —Los dedos de Richard se recrearon en aquellos huesos de alta cuna—. Eres tan adorable.

—Y tú eres tan... tonto. Aunque Ferris también.

—¿Quién es Ferris?

—Tu amigo de la taberna. El misterioso don Tuerto. Además del mismo Canciller del Dragón del Consejo de los Lores que viste y calza. —Alec le lamió delicadamente las pestañas, primero una y luego la otra—. Debe de estar loco para bajar aquí. O desesperado.

—A lo mejor sólo busca algo de diversión.

—A lo mejor. —El largo cuerpo de Alec se enroscó a su alrededor, añadiendo peso a sus palabras—. Alguien tiene que hacerlo.

—¿Tú no?

—¿Diversión? ¿Ésa es la idea? Pensaba que estábamos proporcionando material para los poetas y los chismosos.

—Los he echado a patadas.

—Los has ensartado.

—Los he ensartado. Poeta asado al espetón.

—Chismoso flambeado... Richard... Me parece que ya sé lo que entiendes por diversión.

Richard interceptó la mano que se disponía a hacerle cosquillas y convirtió el gesto en otro completamente distinto.

—Me alegro. Eres adorable.

Capítulo 9

No había, a fin de cuentas, motivo alguno para que Richard no fuera a las Tres Llaves la noche siguiente. Si Ferris pensaba que eso quería decir que Richard aceptaba el trabajo, sería culpa suya. Cuando supiera el nombre del objetivo decidiría si aceptaba el encargo o no. Tan sólo esperaba averiguarlo ahora y dejar de recibir más rodeos y bolsitas de plata.

Richard cruzó el Puente bien armado. Los pobres que vivían alrededor de los embarcaderos tendían a ser gente desesperada y sin cualificación, sin orgullo ni reputación que perder. Tanto les daba asaltar a un amigo que a un desconocido, y sin previo aviso. La gente de la parte alta de la ciudad los tenía por desechos de la Ribera. Los ribereños los tomaban por incompetentes faltos de gracia que sabían que no les convenía cruzar el Puente.

Las Tres Llaves era un lugar admirablemente adecuado para celebrar misteriosas reuniones. Se levantaba en mitad de ninguna parte, entre almacenes y despachos de contabilidad que estaban vacíos por la noche, silenciosos salvo por el ocasional paso de la Guardia. La gente sin otro sitio al que ir acudía allí buscando el anonimato. Algunos buscaban el olvido: al acercarse a la taberna, Richard vio la puerta abierta, un rectángulo de luz polvorienta, y un cuerpo que salía despedido. El hombre se quedó tendido en la nieve derretida entre ronquidos estertóreos. De Vier lo rodeó y entró en el local.

No le costó encontrar una mesa cerca de la puerta. La noche era fría, húmeda con la niebla procedente del río, y los ocupantes de la sala se arracimaban en la otra punta, junto al fuego. Eran en su mayoría hombres, sin compañía, sin nombre. Repararon en el recién llegado; unos pocos lo miraron dos veces, intentando dilucidar dónde lo habían visto antes, antes de seguir con lo que estuvieran haciendo.

Su contacto despertó más interés. Era una mujer que apareció serena en la puerta, embozada en una capa y velada por su capucha, con el rostro en sombras vuelto hacia la mesa. Richard se preguntó si no sería la duquesa en persona esta vez, imitando la proeza de Ferris al explorar valientemente los arrabales. Quienquiera que fuese, lo reconoció de inmediato y cruzó hasta su mesa con paso firme. Antes de que llegara hasta él, empero, un hombre fornido con la cara roja se levantó tambaleándose y le cerró el paso, diciendo con algo menos que un gruñido obsequioso:

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