A punta de espada (7 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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Michael Godwin despertó a mediodía, tras doce horas ininterrumpidas de sueño, sintiéndose asombrosamente en forma. Tosió a modo de prueba y se palpó la garganta, pero el resfriado que la noche anterior había amenazado con abatirse sobre él parecía haberse desvanecido.

En ese preciso instante entró su criado para despertarlo. Michael había olvidado su promesa de cenar con su amigo Tom Berowne esa tarde. Tenía el tiempo justo para vestirse y asearse. Su ropa seca, limpia y pulcramente planchada parecía asombrosamente suntuosa tras las correrías de la noche anterior. Dejó atrás el recuerdo y salió por la puerta silbando.

La cena fue previsiblemente excelente. El cocinero de su amigo era legendario, y lord Thomas estaba al corriente de todos los chismorreos. Algunos de ellos versaban, le fue grato escuchar, sobre él. Bertram, el hijo de Rossillion, había perdido treinta reales apostando en un conocido club la noche anterior, y cuando abandonaba la mesa se le oyó maldecir a Michael Godwin.

Michael se encogió de hombros con expresión angelical.

—Ni siquiera estaba presente. Presentía el riesgo de un constipado y me pasé toda la noche con un ladrillo caliente. Oh, ya mucho mejor, gracias. ¡Pobre Bertram!

No tenía prisa por volver a casa. Quizá le estuviera esperando una nota de Bertram o, peor aún, de lord Horn. ¡Cuántos problemas para una noche! Claro que, tarde o temprano, se toparía con Bertram. Mejor que fuera cuanto antes y presentarse en el club esa noche después de cenar. Entretendría a Bertram con unas cuantas historias y lo llevaría a casa con él. Horn, en cambio... ¿no había mencionado la cena en la barcaza de la duquesa la próxima semana? Era una lástima, pero quizá hiciera bien en perdérsela. Horn no tenía aspecto de ser de los que sabían cuándo rendirse. Pero la imagen de la duquesa se interpuso entre Michael y sus decisiones: sus ojos argénteos, su fría mano... y aquella voz que humillaba, poseía y prometía. Al cuerno con Horn. ¡No podía rechazar aquella invitación!

Para prolongar su paseo Michael escogió la ruta más larga a casa, por la ronda de Lassiter, donde había elegantes mercancías expuestas frente a cada tienda para tentar a los acaudalados peatones. Pero ese día había pocas distracciones. Aunque se había retirado la nieve, los comerciantes renunciaban a pasar demasiado tiempo a la intemperie, y había poca gente paseando. Sus pensamientos regresaron a la duquesa. Nunca había oído que tuviera un amante; pero era hermosa, viuda... Tendría que haberle preguntado a Tom si circulaba algún rumor... Michael se detuvo, medio decidido a dar media vuelta y regresar a la casa de su amigo, cuando un extraño espectáculo le llamó la atención.

Un hombre salía de la Librería de Felman con el viejo Felman en persona, con la clase de pompa que por lo general estaba reservada para los nobles dueños de enormes bibliotecas. Pero el hombre que gozaba de este privilegio no tenía el aspecto de un coleccionista de libros. Era joven, atléticamente inquieto, ansioso por despedirse. Ningún noble de alcurnia mostraría semejante incomodidad ante la pleitesía servil, por burda que ésta fuera; como tampoco ningún noble se dejaría ver con un par de botas tan anodinas, rematadas por una capa parda de corte pasado de moda cuyos bordes rayaban en lo desaliñado.

Michael dejó que el desconocido consiguiera escapar antes de acercarse al librero.

Felman asintió y sonrió, conviniendo que no, no era el tipo de persona que esperaría encontrar uno en su establecimiento.

—Milord no se lo creerá si le digo quién era. Ése era el espadachín De Vier, señor, que ha venido aquí para comprar un volumen.

—¡Vaya! —Michael se sintió debidamente asombrado—. ¿Qué se ha llevado?

—¿Qué se ha llevado...? —Felman pasó unos dedos rosas por los remanentes de su cabello—. Le ofrecí varios volúmenes bellamente ilustrados, señor, como sería apropiado, pues me precio de saber emparejar a cada cliente con la obra adecuada; pues bien, señor, no me creeréis si os digo lo que compró: un volumen erudito, señor, Sobre las causas de la naturaleza, del que existe una gran demanda en la Universidad, al ser tema de mucho debate hoy en día, de disensión me atrevería a decir. Sólo tenía ese volumen, señor, bellamente encuadernado por cierto; si deseáis encargar otro estaré encantado de complaceros, aunque la encuadernación, por supuesto, llevará un tiempo...

—Gracias —dijo Michael automáticamente, disculpándose mientras buscaba la puerta. Acicateado por un impulso que no alcanzaba a comprender del todo, enfiló la calle en pos del espadachín.

Lord Michael divisó su objetivo unas cuantas calles más abajo y llamó imperiosamente a la capa parda:

—¡Señor!

De Vier miró rápidamente en rededor y siguió caminando. Michael empezó a correr. Cuando sus pasos se acercaron, el espadachín estuvo de pronto contra la pared con la capa echada hacia atrás y una mano en la empuñadura de su espada. No era la espada que llevaría encima un caballero, sino un arma pesada y carente de adornos cuya caricia sin duda podía matar. Michael se detuvo patinando en la nieve derretida. Se alegró de que no hubiera nadie para verlo.

—Mi... señor De Vier —jadeó—. Me pregunto si... si podría hablar con vos.

Los ojos del espadachín eran, cosa incongruente, del color lavanda oscuro de los jacintos en primavera. Peinaron a Michael de arriba a abajo.

El hombre no había bajado la guardia; su mano sostenía aún la empuñadura de su fea espada. Michael se preguntó qué diablos estaba haciendo con ese tipo. Algo de la complaciente risa de su madre y el picante sarcasmo de la duquesa lo llevaron a acercarse al espadachín. Pensaban que no tendría ninguna posibilidad en el oficio. Su madre estaba convencida de ello; y algo en la duquesa parecía despreciarlo por eso.

De Vier pareció darse por satisfecho con lo que veía; su mano se relajó al tiempo que iba bruscamente al grano.

—¿Queréis hablar aquí fuera?

—Claro que no —dijo Michael. Si quería hablar con el hombre, era evidente que tendría que llevarlo a algún sitio—. ¿Por qué no me acompañáis al Loro Azul y tomamos un chocolate?

¿Por qué no me acompañáis...? Sonaba como si estuviera hablando con un igual. De Vier no pareció darse cuenta. Asintió y siguió a Michael calle arriba hacia la cafetería. Michael hubo de alargar su zancada para seguir el paso del espadachín. La presencia del hombre era muy vivida, sensual y ascética a un tiempo, como un caballo de pura sangre. No encajaba en el concepto de espadachín que tenía Michael: no parecía que hubiera nada de tosco en él, ni de huraño, ni de arisco siquiera.

—Será mejor que diga ahora que mis honorarios son elevados —dijo De Vier—. No es mi intención desanimaros, pero normalmente tiene que tratarse de algo muy serio.

—Sí, lo he oído. —Michael se preguntó si sabría cuan largo y tendido se hablaba de sus honorarios en la Colina—. Pero lo cierto es que ahora mismo no quiero retar a nadie.

—¿No? —De Vier se frenó en seco—. Si no se trata de trabajo, ¿qué es lo que queréis?

Parecía menos curioso que enojado. Michael se apresuró a decir:

—Desde luego, estoy dispuesto a pagar por vuestro tiempo, a la tarifa habitual. Me gustaría que... Quisiera que me enseñarais a manejar la espada.

La indiferencia cerró el rostro del espadachín. Más tarde, Michael comprendería que era la misma mirada de impaciencia y aburrimiento con que había regalado a Felman.

—No doy clases —fue lo único que dijo.

—Por favor, creedme, hablo en serio. —¿Qué estaba diciendo? Nunca antes se le había ocurrido algo parecido. Pero las palabras seguían brotando—: Comprendo que es una propuesta poco usual, pero me aseguraría de que recibierais la compensación que corresponde a vuestro talento y reputación.

Un desagrado apenas disimulado se reflejó en el semblante del espadachín.

—Lo siento —dijo—, no tengo tiempo para esto.

—Esperad... —Michael lo detuvo cuando ya estaba girando sobre sus talones—. Si hay algo que pudiera hacer para...

Por primera vez De Vier pareció ablandarse, mirando a Michael como si viera una persona tras las apelotonadas marcas de la alcurnia y el acicalamiento.

—Mirad —dijo con amabilidad—, no soy maestro. No tiene nada que ver con vos. Si queréis aprender, hay otros muchos en la ciudad que os enseñarán. Yo me limito a hacer mi trabajo; podéis encontrarme en la Ribera si me buscáis para eso.

—¿Queréis...? —Cortésmente, Michael indicó la cafetería unas cuantas puertas más abajo, decidido a salvar en parte su dignidad.

El espadachín llegó a sonreírle. Había calidez en su gesto, inesperado humor y comprensión.

—Gracias, no. Tengo prisa por llegar a casa.

—En ese caso, gracias; y buena suerte. —No sabía si era adecuado desearle algo así a un espadachín, pero el hombre no pareció ofenderse. A Michael se le ocurrió más tarde que De Vier no le había preguntado su nombre; y nunca averiguó para qué era el libro. Pero ese día hizo indagaciones, y al día siguiente, hasta encontrar por fin un maestro.

***

Alec estaba remendando un calcetín. Tenía las manos bañadas en la luz gris de la ventana y sus puntadas eran diminutas y meticulosas.

—Deberías dejar que se ocupara Marie de eso —dijo Richard, ocultando su sorpresa.

—Es una habilidad que aprendí en la Universidad. No quiero perderla. Algún día me podría hacer falta para ganarme la vida.

Richard se rió.

—¿Como sastre? Mira, cómprate unos calcetines nuevos; que sean diez pares, de seda. Acaban de pagarme el trabajo de Lynch. Viviremos holgadamente, mientras dure.

—Bien —rezongó Alec—. Nos hacen falta más velas.

—Cera de abeja —dijo Richard, entusiasmado—, por supuesto. La mejor que haya. Ten, he ido de compras a la ciudad. —Sacó un envoltorio de papel marrón y se lo ofreció a Alec—. Un regalo. Para ti.

—¿Qué es? —Alec no hizo ademán de coger el paquete.

—Bueno, es un libro —dijo Richard, sosteniéndolo todavía—. Pensé que te gustaría.

Alec abrió mucho los ojos; luego convirtió su expresión en un alzamiento de cejas. Jugueteó con el calcetín.

—Qué idiota —musitó.

—Bueno, sólo tienes los tres que trajiste contigo. Y casi se caen a pedazos. Supuse que te gustaría tener algo nuevo. —Sintiéndose un poco torpe, empezó a deshacer el envoltorio él mismo. Liberó el rico aroma del cuero. Tan sólo la encuadernación, pensó Richard, justificaba el precio: cuero burdeos con estampaciones doradas, bordes dorados en las páginas; el libro era tan bonito como una alfombra o un cuadro.

El brazo de Alec salió disparado: su mano se cerró sobre el libro.

—¡Felman! —jadeó—. ¡Lo has comprado en la tienda de Felman!

—Bueno, sí. Se supone que está bien.

—«Bien»... —dijo Alec con voz estrangulada—. Richard, es... es... en las bibliotecas de los nobles se utilizan como elementos decorativos. Los vende por palmos: «¿Tienes a Birdman en cuero rojo?» «No, señor, pero lo tengo en verde.» «Oh, no, desentonaría con la alfombra.» «Bueno, señor, tengo esta encantadora obra sobre las costumbres de apareamiento de los pollos en rojo. Es casi del mismo tamaño.» «Oh, estupendo, me lo llevo.»Richard se rió.

—Bueno, bonito sí que es.

—Mucho —dijo secamente Alec—. Podrías ponértelo como un vestido. Supongo que no sabrás de qué trata.

—Filosofía natural —se apresuró a responder—, sea lo que sea eso. El hombre dijo que te gustaría. Parecía saber de qué hablaba. Podría haberte cogido El tío avieso, o Verdadero amor correspondido, o La guía de las heces de ciervo en otoño para el cazador ufano. Pero dijo que éste era el que estaba leyendo todo el mundo ahora.

—¿Todo el mundo dónde? —La voz de Alec era seca, pronunciado el acento de la Colina.

—En la Universidad.

Alec se acercó a la ventana y apoyó su larga palma en el cristal frío.

—Y pensaste que me podría interesar.

—Eso mismo. Le dije que ibas ahí, a la Universidad.

—Pero no que la había dejado.

—No era de su incumbencia. Algo tenía que contarle: cuando pensó que era para mí intentó venderme un libro de grabados pornográficos en madera.

—Por lo menos te habrían servido de algo —dijo mordazmente Alec—. Sobre las causas de la naturaleza... la traducción nueva. Acaban de levantarle la prohibición tras quince años. ¿Tienes la menor idea...? No, claro que no la tienes.

Con un movimiento lánguido se apartó de la ventana. El cristal presentaba una franja reciente de sangre. Su palma estaba marcada por la aguja de zurcir.

A Richard se le cortó la respiración. Pero se había enfrentado a adversarios peligrosos en el pasado.

—Venga —dijo—. Vayamos al local de Rosalie y saldemos nuestras deudas. Hace seis semanas que bebo de fiado. Puedes apostar oro contra Seboso Mazareno; se pondrá histérico.

—Eso será agradable —acotó Alec, y fue en busca de su capa y sus guantes.

Capítulo 6

Toda su vida había tenido tutores, comprendió Michael; hombres que iban a su casa y le enseñaban, cortés y lentamente, lo que era apropiado que supiera. Aun cuando sólo contaba ocho años de edad se mostraban deferentes con él, aquellos eruditos de la Universidad cuya mayor esperanza de ascenso social era convertirse en tutores, aquellos maestros de sus distintas artes. De pronto se alegró de que De Vier hubiera declinado su oferta. Tras una serie de discretas pesquisas en lugares inusuales, Michael dio por fin con la Academia de Esgrima de maese Vincent Applethorpe.

Para un espadachín profesional, la amenaza de su exterminación siempre está presente. El ideal romántico, desde luego, consiste en morir combatiendo, joven y aún en la cima. A efectos prácticos, sin embargo, casi todos los espadachines ambicionan el sueño de vivir hasta darse cuenta de cómo disminuye su precisión, momento para el que se habrán forjado una reputación que les permita retirarse dignamente del servicio activo y ser recibidos en la casa de algún noble sediento del prestigio que le prestarán sus distinguidas presencias. Allí no se les requerirá más que la liviana tarea de ejercer de guardaespaldas y adiestrar de vez en cuando a los hijos o soldados del noble. Lo peor que les puede ocurrir —equivalente casi a quedarse tullido—es montar una escuela.

Todo el mundo sabe que los espadachines verdaderamente grandes son adiestrados por maestros, hombres que surgen de la nada, en una carretera rural o una taberna atestada, para honrarlo a uno con sus exclusivas enseñanzas. En ocasiones se hace necesario ir a buscarlos de ciudad en ciudad, demostrando la valía propia hasta que consienten en adoptarlo a uno. Sólo los matones recurren a las escuelas: gentes comunes que buscan una ventaja en las peleas callejeras, o impresionar a un amante; o siervos ávidos de impresionar a su amo para conseguir un ascenso.

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