Adiós, Hemingway (11 page)

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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policíaco

BOOK: Adiós, Hemingway
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—¿Sabes lo que más lamento?

—¿Qué cosa?

—Llevar tantos años viviendo en Cuba y no haberme enamorado nunca de una cubana.

—No sabes lo que te has perdido —dijo Calixto, categórico y sonrió—. O de lo que te has salvado.

—¿Y a ti te gusta ser cubano, Calixto?

Calixto lo miró, sonrió otra vez y se tornó serio.

—Hoy no te entiendo un carajo, Ernesto.

—No me hagas caso. Hoy no estoy pensando bien.

—No te preocupes, puede ser una mala racha.

—Es que esto me tiene preocupado —y volvió a mostrar la chapa del FBI. Todavía la conservaba en la mano.

—No tienes que preocuparte. Yo estoy aquí. Y Raúl me dijo que más tarde se daba una vuelta…

—Sí, tú y Raúl están aquí. Pero dime algo: ¿es fácil o difícil matar a un hombre?

Calixto se ponía nervioso. Al parecer prefería no hablar de aquel viejo asunto.

—Para mí fue fácil, demasiado fácil. Habíamos bebido como unos locos, el tipo se pasó, sacó un cuchillo y yo le di un tiro. Así de fácil.

—Otra gente dice que es difícil.

—¿Y tú qué piensas? ¿Cómo fue con los que mataste?

—¿Quién te dijo que yo maté a alguien?

—No sé, la gente, o tú mismo… Como has estado en tantas guerras. En las guerras la gente se mata.

—Es verdad —y acarició la Thompson—, pero yo no. He matado mucho, pienso que demasiado, pero nunca a una persona. Aunque creo que soy capaz de hacerlo… Entonces, si alguien viene a joderme, tú serías capaz…

—No me hables de eso, Ernesto.

—¿Por qué?

—Porque tú no te mereces que nadie te joda… y porque tú eres mi amigo y yo voy a defenderte, ¿no? Pero no debe ser bueno morirse en la cárcel.

—No, no debe ser bueno. Olvídate de lo que hablamos.

—Cuando salí de la cárcel me juré dos cosas: que no me volvía a tomar un trago y que no regresaba vivo a una celda.

—¿De verdad no has vuelto a tomar?

—Nunca.

—Pero antes era mejor. Cuando tomabas ron hacías unas historias maravillosas.

—El dueño de las historias aquí eres tú, no yo.

Él lo miró y otra vez se asombró de la oscuridad impoluta del pelo de Calixto.

—Ése es el problema: tengo que contar historias, pero ya no puedo. Siempre tuve una bolsa llena de buenas historias y ahora ando con un saco vacío. Reescribo cosas viejas porque no se me ocurre nada. Estoy jodido, horriblemente jodido. Yo creía que la vejez era otra cosa. ¿Tú te sientes viejo?

—A veces sí, muy viejo —confesó Calixto—. Pero lo que hago entonces es que me pongo a oír música mexicana y me acuerdo que siempre pensé que cuando fuera viejo volvería a Veracruz y viviría allí. Eso me ayuda.

—¿Por qué Veracruz?

—Fue el primer lugar fuera de Cuba que visité. Acá yo oía música mexicana, allá los mexicanos oyen música cubana, y las mujeres son hermosas y se come bien. Pero ya sé que no voy a volver a Veracruz, y me moriré aquí, de viejo, sin tomar un trago más.

—Nunca me habías hablado de Veracruz.

—Nunca habíamos hablado de la vejez.

—Sí, es verdad —admitió él—. Pero siempre hay tiempo para volver a Veracruz… Bueno, mejor me voy a dormir.

—¿Estás durmiendo bien?

—Una mierda. Pero mañana quiero escribir. Aunque no se me ocurra nada, tengo que escribir. Me voy. Escribir es mi Veracruz.

Le sonrió a Calixto y se estrecharon las manos. Luego empleó la ametralladora para auxiliarse. Se puso de pie y miró hacia el interior de la finca. No corría brisa y el silencio era compacto.

—Déjame el hierro, Ernesto.

Calixto también se había puesto de pie, sirviéndose de un pedazo de madera. Él se volvió.

—No —le dijo.

—¿Y si vienen los tipos de la policía?

—Hablamos con ellos. Nadie va a ir a la cárcel y tú menos que nadie.

—Voy a registrar la finca.

—Yo creo que no hace falta. El que dejó esto ya se fue.

—Por si acaso —insistió Calixto.

—Está bien… Pero dame acá ese revólver que te dio mi mujer.

—Pero Ernesto…

—Sin peros —dijo, casi molesto—. Aquí nadie va a ir a la cárcel, y tú menos que nadie. Dame, te dije…

Calixto dudó un instante y le entregó el arma, tomándola por el cañón.

—Ernesto… —inició una protesta mientras él se colocaba el revólver en la cintura de la bermuda.

—Te veo mañana. Vamos,
Black Dog
.

Lentamente, con su paso de viejo, comenzó el ascenso de la breve pendiente que llevaba a la casa.
Black Dog
íba a su lado, imitando su modo de andar. Calixto lo vio alejarse y regresó al portón. Encendió la radio, pero ahora no tenía cabeza para escuchar y disfrutar boleros de Agustín Lara ni las rancheras de José Alfredo Jiménez. Apagó el aparato y observó la noche apacible de la finca. Sentía en su cintura la ausencia del peso del 45.

—Sí, era yo, y claro que me acuerdo. Ésa fue la última vez que vi a Papa.

La mañana todavía era fresca, aunque no corría una gota de brisa. Un muchacho del barrio le había dicho que Ruperto andaba por el embarcadero del río y, luego de preguntarle a dos pescadores, lo halló debajo de un almendro, sentado sobre una piedra, la espalda apoyada en el tronco del árbol y el tabaco enorme e intacto en la boca, con la vista clavada en el bosquecito que se alzaba en la orilla opuesta del río. Si tenía quince años menos que el Tuzao, andaba cerca de los noventa. Sin embargo, parecía mucho más joven, o menos viejo, rectificó el Conde su juicio inicial: un viejo fuerte de ochenta y tantos años, cubierto con un sombrero de jipijapa, obviamente caro y traído de algún lugar lejano.

Después de saludarlo, el Conde le había dicho que necesitaba hablar con él.

—¿Usted quiere entrevistarme? —preguntó el anciano, displicente, sin quitarse el tabaco de la boca.

—No, nada más hablar un poco.

—¿Seguro? —el recelo vino en auxilio de la displicencia.

—Seguro. Mire, vengo desarmado… Yo quiero saber si algo que yo creo que me pasó hace muchos años pudo ocurrir de verdad o si son imaginaciones mías —y le contó su recuerdo del día en que había visto a Hemingway bajar del
Pilar
en la caleta de Cojímar, y despedirse de un hombre que debía de ser el mismo Ruperto.

—Él llegó a mi casa por el mediodía, sin avisar, y desde que lo vi supe que venía extraño, pero conociéndolo como lo conocía, ni le pregunté. Nada más nos saludamos y él me dijo que recogiera, íbamos a salir al mar.

»—¿Cargo con los cordeles y las carnadas? —le pregunté.

»—No, Rupert, vamos a dar una vuelta.

»Él siempre me decía Rupert y yo le decía Papa.

El viejo levantó el brazo e indicó:

—Allí estaba fondeado el
Pilar
.

El Conde siguió la dirección de la mano y vio el mar, el río, unos pocos botes de pesca bastante maltratados por el tiempo.

—¿Cuándo pasó eso, Ruperto?

—El 24 de julio del año 60. Me acuerdo porque al otro día se montó en el avión y no volvió más.

—¿El sabía que no iba a volver?

—Yo creo que sí. Por lo que me dijo.

»—Estoy jodido, muchacho, y creo que no tiene remedio —dijo Hemingway—. Y tengo miedo de lo que viene.

»—¿Qué es lo que pasa, Papa?

»—Los médicos no quieren, pero me voy a España. Tengo que ver unas corridas de toros para terminar mi libro. Después me van a ingresar en un hospital. Luego no sé qué va a pasar…

»—Pero ir a un hospital no es el fin.

»—Depende, Rupert. Para mí creo que sí.

»—¿Y tú te sientes mal?

»—No jodas, Rupert, ¿tú estás ciego? No ves que me estoy poniendo flaco, que me he vuelto un viejo en unos cuantos años.

»—Es que los dos somos unos viejos.

»—Pero yo más —y sonrió. Pero era una sonrisa triste.

»—No hay que hacerle demasiado caso a los médicos. Ferrer es gallego, y todos los gallegos son unos burros. Por eso casi todos son pescadores —los dos nos reímos, ahora con ganas—. Y cuando te cures, ¿vienes otra vez?

»—Sí, claro que sí. Pero si no me curo, voy a dejar dicho que este barco es tuyo. Alguien te dará la propiedad. La única condición es que no lo vendas mientras tengas un peso para comer. Si las cosas se ponen tan malas, pues véndelo entonces.

»—Yo no quiero nada, Papa.

»—Pero yo sí. Quiero que este barco no lo pilotee más nadie que tú.

»—Si es así me quedo con él.

»—Gracias, Rupert».

—¿Él siempre le hablaba de sus cosas? —preguntó el Conde.

—A veces sí.

—¿Alguna vez le dijo que tenía problemas con el FBI?

—Que yo recuerde, no. Bueno, sí… Se encabronó con ellos cuando nos suspendieron la busca de los submarinos alemanes en el 42. Fue una orden que vino de arriba. Pero después, no.

—¿Y qué más pasó aquel día?

—Salimos mar afuera, apagamos los motores en la corriente, donde a él le gustaba pescar, y Papa se sentó en la popa y se puso a mirar el mar. Ahí fue cuando me dijo que estaba jodido y que tenía miedo. Y yo me asusté un poco, porque Papa no era hombre de miedos. De verdad que no. Como a la hora me pidió volver a Cojímar y me di cuenta de que tenía los ojos colorados. Ahí sí yo me asusté mucho. Nunca me imaginé que un hombre como él pudiera llorar.

«—No te preocupes, es que me emocioné. Estaba recordando lo bien que lo hemos pasado aquí, pescando y bebiendo. Hace treinta años Joe Rusell me descubrió este lugar».

Cuando llegamos a Cojímar pasó lo que tú viste: fondeamos, él se bajó, y nos abrazamos —recordó Ruperto.

»—Cuídate mucho, Rupert.

»—Vuelve pronto, Papa. Ese mar está lleno de pescados…

—¿A usted le extrañó que él se matara? —el Conde preguntó, mirando a los ojos del viejo pescador.

—No mucho. Ya él no era él, y creo que no le gustaba la persona que era.

El Conde sonrió con la conclusión de Ruperto. Le parecía la más inteligente y precisa que había escuchado o leído sobre el final del escritor. Y comprendió que aun cuando cada día conocía un poco más a Hemingway y sus angustias, los senderos posibles hacia la verdad perseguida permanecían bloqueados. La gratitud de Ruperto era invencible, como la del Tuzao, que hábilmente escondía su amor al patrón tras la afirmación de que era un hijo de puta: pero un hijo de puta que le pagaba bien, le había enseñado a leer y le había dejado una fortuna en gallos de pelea. ¿Eran como ésos los favores que le debían aquellos dos hombres?

—Bonito sombrero —comentó el Conde.

—Me lo mandó Miss Mary con unos americanos que vinieron a entrevistarme. Es un panameño legítimo, mire.

Y le mostró la marca, escondida en el interior delsombrero.

—Alguien me dijo que usted cobraba las entrevistas…

—¿Sabe qué pasa? Son tantos los que vienen a joder que tengo que cobrar las entrevistas.

—Buen negocio ese. Mejor que pescar.

—Y fácil: porque hasta mentiras les digo. Los americanos se creen cualquier cosa.

—¿Hemingway también?

—No, Papa no. A él yo no podía decirle una mentira.

—¿Era buena gente?

—Pa’ mí fue como Dios…

—Dice el Tuzao que era un hijo de puta.

—¿Y le dijo que él se robaba los huevos de las gallinas finas de Papa y se los vendía a otros galleros?

Cuando Raúl lo descubrió y se lo dijo a Papa, se cayeron a piñazos y Papa lo botó de la finca. Después Toribio le juró que no se robaba un huevo más, y él lo perdonó.

El Conde sonrió: estaba entre tigres adiestrados, pero tigres al fin y al cabo. Cada cual arreglaba su propio mundo del modo más amable que podía y ocultaba sus deudas. Al menos la de Toribio había salido a la luz. ¿O habría más?

—Raúl hacía cualquier cosa por Hemingway, ¿verdad?

—Sí, cualquier cosa.

—Me hubiera gustado hablar con Raúl… ¿Y Hemingway botó a algún empleado de la finca?

—Sí, a un jardinero que siempre se empeñaba en cortarle las matas y a alguno más… Es que él no resistía que le podaran los árboles. Pero al fin y al cabo, ¿qué es lo que usted quiere saber con tanta preguntadera?

—Algo que usted nunca me va a decir.

—Si quiere que hable mal de Papa, está jodido. Mire, cuando yo trabajé con él, vivía mejor que los otros pescadores, y después que él se murió, gracias a él, todavía vivo bien y hasta uso un jipi panameño. Lo último que puede ser un hombre es malagradecido, ¿sabe?

—Claro que lo sé. Pero es que va a pasar algo grave con Hemingway… En la finca apareció un cadáver. Los huesos de un hombre al que mataron hace cuarenta años. Le dieron dos balazos. Y la policía piensa que fue él. Para colmo, donde estaba el muerto apareció una chapa vieja del FBI. Si se dice que fue Hemingway, lo van a cubrir de mierda. De pies a cabeza.

Ruperto se mantuvo en silencio. Debía de estar procesando la noticia alarmante proporcionada por su extraño interlocutor. Pero su falta de reacción evidente le advirtió al Conde que tal vez ya Ruperto manejaba aquella información.

—¿Y usted qué cosa es?, ¿qué cosa es lo que quiere?

—Como bien se dice, yo soy un comemierda vestido de paisano. Antes fui policía, aunque no menos comemierda. Y ahora trato de ser escritor, aunque no dejo de ser el mismo comemierda y me gano la vida vendiendo libros viejos. Su Papa fue muy importante para mí, hace años, cuando empecé a escribir. Pero después se me destiñó. Me fui enterando de las cosas que le hizo a otras gentes, fui entendiendo el personaje que había montado, y dejó de gustarme. Pero si puedo evitar que le cuelguen una historia que no es suya, voy a hacerlo. No me hace ninguna gracia que jodan a alguien por gusto y creo que a usted tampoco le gustaría. Usted es un hombre inteligente y sabe que un muerto es algo que pesa mucho.

—Sí —dijo Ruperto, y por primera vez se sacó el tabaco de la boca. Lanzó un escupitajo viscoso y marrón que rodó sobre la tierra seca.

—De la gente de confianza en la finca, ¿quién más queda vivo?

—Que yo sepa, Toribio y yo. Ah, y el gallego Ferrer, el médico amigo de él, pero ése vive en España. Volvió cuando se murió Franco.

—¿Y Calixto, el custodio?

—También debe estar muerto. Él era más viejo que yo… Pero desde que se fue de la finca no volví a saber de él.

El Conde encendió un cigarro y miró hacia el mar. Aun debajo del almendro empezaba a sentirse el calor de un día que amenazaba ser infernal.

—¿Calixto se fue o Hemingway lo botó?

—No, él se fue.

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