Adiós, Hemingway (9 page)

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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policíaco

BOOK: Adiós, Hemingway
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De cualquier modo, a su lado no quería ni a escritores ni a políticos. Y por eso se negaba, cada vez más, a hablar de literatura. SÍ alguien le preguntaba sobre sus trabajos apenas decía: «Estoy trabajando bien», o si acaso: «Hoy escribí cuatrocientas palabras». Lo demás no tenía sentido, pues sabía que cuanto más lejos va uno cuando escribe, más solo se queda. Y al final uno aprende que es mejor así y que debe defender esa soledad: hablar de literatura es perder el tiempo, y si uno está solo es mucho mejor, porque así es como se debe trabajar, y porque el tiempo para trabajar resulta cada vez más corto, y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.

Por eso se había negado a viajar hasta Estocolmo para asistir a una ceremonia tan insulsa y gastada como la de recibir el Premio Nobel. Era una lástima que aquel premio se concediera sin uno solicitarlo y que rechazarlo pudiera considerarse una pose de mal gusto y exagerada: pero fue lo que deseó hacer, pues aparte de los treinta y seis mil dólares tan bienvenidos, no le importaba demasiado tener un galardón que exhibían gentes como Sinclair Lewis y Faulkner, y de haberlo rechazado su aureola de rebelde habría tocado las estrellas. La única satisfacción de aquel premio era contar con los dedos los otros autores que no lo habían recibido: Wolfe, Dos, Caldwell, el pobre Scott, la invertida de Carson McCullers, esa hiperbólica sureña capaz de exhibir sus preferencias sexuales bajo una gorra de jugador de béisbol. Y también, claro está, el placer de saber que como escritor uno ha tenido la razón. Pero de ahí a comprar un traje de etiqueta y viajar medio mundo nada más que para lanzar un discurso, había un abismo que él no podía saltar. Adujo problemas de salud, debidos a los desastres aéreos sufridos en África, y cuando recibió el cheque y la medalla de oro, pagó deudas, le envió algún dinero a Ezra Pound, recién salido del manicomio, y entregó la medalla a un periodista cubano para que la depositara en la capilla de los Milagros de la Virgen de la Caridad del Cobre: era un buen gesto, ai cual se le dio excelente publicidad, y que lo mejoraba con los cubanos, tan noveleros y sentimentales, y también con el más allá, todo de un solo golpe.

—Fue un buen tiro, ¿no es verdad,
Black Dog
?

El perro movió la cola, pero no lo miró. Se tomaba muy en serio su papel de vigilante eficaz. Ahora su atención estaba destinada a una lechuza, que desde lo alto de una palma real lanzaba sus graznidos a la noche. Para los cubanos era un pájaro de mal agüero y él lamentó que fuera tan tarde: con una ráfaga de la Thompson hubieran desaparecido de un golpe todos los augurios posibles, especialmente los malos, y quizás hasta se podría librar de algún intruso del FBI. ¿Qué andarían buscando ahora los hijos de puta aquellos que ya se atrevían a meterse en su propiedad?

Al final del atajo arbolado ya se escuchaba la música. Calixto se hacía acompañar por una radio y por los otros dos perros de la casa durante su guardia nocturna. No entendía aquella capacidad de los cubanos de pasarse horas y horas escuchando música, en especial aquellos boleros lacrimógenos y las rancheras mexicanas que tanto le gustaban a Calixto. En realidad eran muchas las cosas que no entendía de los cubanos.

La vio cuando ya estaba en el borde de la piscina. Vestía una bata fresca y floreada, y llevaba el pelo suelto, caído sobre los hombros. Descubrió que el pelo de la mujer parecía más claro de lo que él recordaba y disfrutó otra vez la belleza perfecta de su cara. Ella dijo algo y él no pudo escuchar o no entendió, quizás por el ruido que hacían sus propios brazos en el agua. Los movía para no hundirse, y los sentía pesados y casi ajenos. Entonces ella se quitó la bata. Debajo no llevaba traje de baño, sino un ajustador y un blúmer, negros, cubiertos de encajes reveladores. La copa del ajustador era provocativa, y él pudo ver, a través del encaje, la aureola rosada del pezón. La erección que sobrevino fue inmediata, inesperada: ya nunca le ocurría de ese modo repentino y vertical, y disfrutó la sensación de rotunda potencia. Ella lo miraba y movía sus labios, pero él seguía sin escucharla. Ahora no le pesaban los brazos y sólo le importaba ver los actos de la mujer y gozar la turgencia de su pene, que apuntaba a su blanco, como un pez espada cargado de malas intenciones: porque estaba desnudo, en el agua. Ella se llevó las manos a la espalda y con admirable habilidad femenina, desenganchó las tiras del sostén y dejó al descubierto sus senos: eran redondos y llenos, coronados con unos pezones de un rosa profundo. Su pene, alborozado, le advirtió a gritos de la prisa que lo desvelaba, y aunque él trató, no pudo llamarla: algo se lo impedía. Logró, sin embargo, apartar la vista de los senos y fijarse en cómo, a través del tejido negro y leve del blúmer, se entreveía una oscuridad más alarmante. Ella ya tenía las manos en las caderas, sus dedos comenzaban a correr hacia abajo la fina tela, los vellos púbicos de la mujer se asomaron, negrísimos y rutilantes, como la cresta de un torbellino que nacía en el ombligo y explotaba entre las piernas, y él no pudo ver más: a pesar de su esfuerzo por contenerse, sintió que se derramaba, a chorros, y percibió el calor de su semen y su olor de un falso dulzor.

—Ay, coño —dijo al fin, y una inesperada conciencia le previno de que todos sus esfuerzos resultarían baldíos, y dejó brotar, soberanamente, los restos de su incontinencia. Al fin abrió los ojos y miró al techo donde giraba el ventilador: pero en su retina conservaba la desnudez de Ava Gardner en el instante de mostrar la avanzada de su monte de Venus. Con pereza bajó la mano para palpar los resultados de aquel viaje a los cielos del deseo: sus dedos encontraron su miembro, todavía endurecido, cubierto por la lava de su erupción, y para completar la satisfacción física que lo embargaba, puso a correr su mano, cubierta del néctar de la vida, sobre la piel tirante del pene, que se arqueó, agradecido como un perro sato, y lanzó al aire un par de disparos más.

—Ay, coño —volvió a decir. El Conde sonrió, relajado. Aquel sueño había sido tan satisfactorio y veraz como un acto de amor bien consumado y no había nada de qué lamentarse, salvo de su brevedad. Porque le hubiera gustado prolongar un par de minutos más aquella orgía y conocer cómo era templarse a Ava Gardner, de pie, contra el borde de una piscina y oírla susurrar a su oído: «Sigue, Papa, sigue», mientras sus manos la aferraban por las nalgas y uno de sus dedos, el más aguerrido y audaz, penetraba por la puerta trasera de aquel castillo encantado.

El sueño lo había sorprendido después de ducharse. Dispuesto a tocar el fondo de aquella historia, había pospuesto su enésima lectura de
El guardián entre el centeno
, la escuálida e inagotable novela de Sa-linger que, desde hacía varios años, atenazaba su inteligencia y sus envidias literarias, y se decidió en cambio a repasar una vieja biografía de Hemingway adquirida en sus trasiegos mercantiles. Con el libro bajo el brazo abrió todas las ventanas, encendió el ventilador de techo y se tiró desnudo en la cama. Cuando sintió contra sus nalgas el roce de la tela, el recuerdo de Támara, ausente desde hacía demasiado tiempo, lo atenazó y convirtió su escroto en una fruta arrugada: entre los deseos crecientes de volver a hacer el amor con ella y el miedo de no volver a hacerlo nunca más, había vencido el miedo. ¿Y si Támara no volvía? La sola idea de perder a la única mujer que no quería perder lo hacía sentirse enfermo. Ya eran muchas las pérdidas sufridas para ahora también resistir aquélla. «No me hagas esa mierda, Támara», dijo en voz alta y abrió el libro. Quería revivir los años finales del escritor, meterse en sus miedos y obsesiones, hurgar en las razones que le colocaron la escopeta de caza en la boca. Pero apenas leídas unas quince páginas en las que se insistía en el miedo a la locura que por años había arrastrado el escritor, lo asaltó una modorra perniciosa y lo venció el sueño, como sí su abstinencia obligatoria y la obsesión por un blúmer negro de Ava Gardner que no había visto, lo obligaran a dormir para entregarle una recompensa inesperada. Era tal el desastre que debió regresar a la ducha. El agua fría le arrancó suciedades y remanentes del deseo, y lo colocó ante la evidencia de lo que había leído antes de dormirse: el temor enfermizo a la locura y aquel delirio de persecución capaz de asolar la inteligencia de Hemingway en los años finales de su vida, quizás había sido la causa principal de su suicidio. Dos años antes de matarse había comenzado a sentir aquella presencia persecutoria, empecinada en aguijonearlo, y que él solía atribuir a una acción de los federales a partir de ciertas sospechas de evasión de impuestos. La debilidad rampante de aquel argumento reforzaba la tesis de Manolo: porque había algo más, algo que, incluso, era todavía un secreto. En el expediente que el FBI le siguiera a Hemingway desde los días de la Guerra Civil española, y sobre todo desde su aventurera cacería de submarinos alemanes en la operación de inteligencia llamada Crook Factory —más o menos una pandilla de truhanes borrachos, navegando con gasolina gratis en días de racionamiento—, habían sido censuradas quince páginas «por razones de defensa nacional». ¿Qué se sabrían, mutuamente, el FBI y Hemingway?, ¿cuál podía ser aquella información tan dramática, capaz de obligar a unos a guardar eternamente un secreto y al otro a sentirse asediado y perseguido?, ¿tendría que ver con las indagaciones de Hemingway sobre el reabastecimiento de combustible de los submarinos nazis en el Caribe o sería posible que toda la historia girara alrededor de aquel cadáver perdido y una chapa policial enterrada con él? Cada vez más al Conde le parecía que aquella insignia con tres letras era un dedo acusatorio en busca de un pecho al cual apuntar. Pero no se acababa de acomodar en su elucubración el hecho de que la única vez que Hemingway matara a un hombre, ocurriera precisamente con un miembro del FBI y en los predios de su territorio privado.

En calzoncillos, el Conde fue a la cocina, coló café, encendió un cigarro y observó la portada de la biografía, donde un Hemingway todavía sólido y seguro lo miraba desde una ventana de Finca Vigía. «Dime, muchacho, ¿lo mataste o no lo mataste?», le preguntó. Cualquiera que hubiese sido la intervención del escritor en esa muerte, aquél parecía haber sido el principio del terrible desenlace: sintiéndose acosado por el FBI y convencido de que lo acechaban la miseria y hasta un cáncer, el hombre duro flaqueó al fin y, como un pobre tipo cualquiera atacado de psicosis y depresión, cayó en una clínica en la cual, para hacerlo olvidar sus supuestos delirios y sus rampantes obsesiones —por Dios, tembló el Conde: ¿qué cosa es un escritor sin sus obsesiones?—, le aplicaron una tanda de quince electroshocks capaces de calcinar cualquier cerebro, lo llenaron hasta el cuello de ansiolíticos y antidepresivos, lo sometieron a una dieta inhumana e iniciaron su definitivo y brutal desplome. No era extraño que un personaje siempre ufano de sus heridas de guerra y acción escondiera su nombre al ingresar por primera vez en la clínica Mayo: ni un ápice de heroicidad había en aquella estancia hospitalaria, sino la evidencia de una devastación, empeñada en derribar hasta la única fortuna de aquel hombre: su inteligencia.

La sensación de impotencia y desvalimiento que debió de sentir el viejo escritor conmovían al Conde de un modo alarmante. Y pensó: así no da gusto. Era como pelear por la corona contra un
punching bag
: aquel saco inerte podía resistir algunos golpes, muchos quizás, pero era incapaz de responder a la agresión. Al menos para un trance así él prefería al americano grande y sucio, malhablado y borracho, prepotente y bravucón, que mientras se inventaba para sí mismo aventuras épicas, escribía historias de perdedores, afiladas y endurecidas, y ganaba con ellas miles de dólares, buenos para tener yate, finca en La Habana, cacerías en África y vacaciones en París y Venecia. Él quería enfrentarse al dios tronante, y no al anciano enflaquecido, desmemoriado por los electroshocks, a quien se le negaba todo lo que había sido en su vida y hasta lo que más había amado: incluso el alcohol y la literatura. Y con eso no se juega, concluyó el Conde, quien por sus propias afinidades y creencias no podía evitar ser solidario con los escritores, los locos y los borrachos.

Lo peor era que su poca lucidez, atormentada y final, Hemingway la dedicara a reprocharse derrotas y limitaciones. En sus últimas conversaciones de cuerdo asomaba una creciente tristeza por haber fracasado en la construcción de su propio mito, al punto de llegar a pedirle a sus editores, unos años antes, que eliminaran de las cubiertas de sus libros las menciones a sus actos heroicos o aventureros. La cíclica incapacidad sexual que lo agredía en los últimos tiempos también lo atormentaba, sobre todo cuando descubrió que entre Adriana Ivancich y la frustración debía optar por el olvido, y que era preferible ver pasar por su lado, sin lanzarse al ataque, la juventud pelirroja e inquietante de Valerie Damby-Smith… Pero además lo asediaba la culpa de haber preferido siempre la vida a la literatura, la aventura al encierro creador, con lo cual había traicionado su propio ideal de dedicación total a su arte, mientras en el mundo lo celebraban y lo conocían por ser una masa de músculos y cicatrices en perenne exhibición, capaz de posar entre modelos de
Vogue
y anunciar una marca de ginebra, de convertir su casa en viril escala turística para los marines de paso por La Habana, de vivir a la sombra de una fama equivocada y fútil, más propia de una vedette de la violencia en eterno safari que de un hombre dedicado a luchar contra un enemigo tan empecinado e inmune a las balas como son las palabras. Y ahora al campeón le faltaba el valor para resistir la vida en el mundo que él se había creado: al fin y al cabo, él mismo era un perdedor. Entonces empezó a hablar del suicidio, precisamente él, que había estigmatizado la memoria de su padre cuando éste optó por buscar la muerte con sus propias manos. El paladar: el paladar es el punto más débil de la cabeza. Un disparo en el paladar no puede fallar, y con la Mannlicher Schoenauer 256 en la boca comenzó a ensayar su propio final, a darle publicidad antes de su llegada. En sus años de policía al Conde le gustaba enredarse en casos como éste, donde se sumergía hasta perder la respiración y casi la conciencia, expedientes en los cuales se perdía al extremo de convertirlos en su propia piel. Después de todo, alguna vez había sido un buen policía, a pesar de su aversión por las armas, la violencia, la represión y la potestad otorgada a los de aquel oficio para aplastar y manipular a los otros a través del miedo y los mecanismos macabros de todo aparato de poder. Pero ahora, ya lo sabía, era la caricatura de un cabrón detective privado en un país sin detectives ni privados, o sea, una mala metáfora de una extraña realidad: era, debía admitirlo, un pobre tipo más, viviendo su vida pequeña, en una ciudad llena de tipos corrientes y de existencias anodinas, sin ningún ingrediente poético y cada vez más desprovistas de ilusiones. Por eso la posibilidad siempre latente de no llegar nunca a la verdad ni siquiera le molestaba: a esas alturas parecía ya imposible saber si Hemingway era o no el asesino, y en un sitio recóndito de su cerebro el Conde tenía la certeza de que sólo le importaba saberlo para satisfacer un persistente sentido de la justicia. Todo, en aquella historia, había llegado demasiado tarde, y lo más grave era que el último en llegar había sido él, Mario Conde.

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