Adiós, Hemingway (15 page)

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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policíaco

BOOK: Adiós, Hemingway
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—Lo que pasó la noche del 2 de octubre del 58 fue un desastre para Hemingway. No sé si usted sabe que en los últimos años decía que el FBI lo perseguía. Su mujer no le creía. Los médicos dijeron que eran imaginaciones suyas, una especie de delirio de persecución. Y para curarlo le dieron veinticinco electroshocks. ¡De pinga! —exclamó el Conde sin poder evitarlo—. Primero fueron quince y luego otros diez. Los médicos querían que se olvidara de ese delirio de persecución que lo estaba volviendo loco y lo único que consiguieron fue cocinarle el cerebro, para después embutirle un millón de pastillas… Lo mataron en vida. Hemingway no pudo volver a escribir porque con el supuesto delirio le arrancaron parte de la memoria, y sin memoria no se puede escribir. Y él era de todo, hasta un poco hijo de puta, pero más que nada era un escritor. En dos palabras: le descojonaron la vida. Y eso es muy triste, Ruperto. Que se sepa, su Papa no tenía cáncer ni ninguna enfermedad mortal: pero lo habían castrado. Él, que siempre quiso demostrar que tenía cojones, y que hasta se los enseñó a mucha gente para que se los vieran, terminó castrado de aquí —y el Conde se golpeó la sien con la mano abierta, dos, tres veces, con fuerza, con rabia, hasta provocarse dolor—: y sin esto él no podía vivir. Por eso se metió un tiro en la cabeza, Ruperto, no por otra cosa. Y ese tiro empezó a salir del cañón de la escopeta la noche del 2 de octubre del 58… Y si no fue él quien mató al agente ese, de verdad que le costó caro proteger al que lo hizo. ¿No es verdad, Ruperto?

El Conde sabía que su espada había cortado sin piedad las carnes de la memoria. Y no se asombró al comprobar que por las comisuras de los ojos de Ruperto, entre las arrugas largas y sudadas, también corrían las lágrimas. Pero el anciano las secó de un manotazo y todavía se dispuso al combate.

—Papa tenía leucemia. Por eso se mató.

—Nadie ha probado que tuviera leucemia.

—Estaba bajando de peso. Se puso muy flaco.

—Bajó hasta las ciento cincuenta y cinco libras. Parecía un cadáver.

—Por la enfermedad… ¿Se puso tan flaco?

—Fueron veinticinco electroshocks, Ruperto, y miles de pastillas. De no ser por eso a lo mejor todavía estaría vivo, como usted, como Toribio. Pero lo hicieron mierda, y yo no sería muy mal pensado si creyera que el FBI estuvo detrás de esos corrientazos. Ellos lo querían fuera de combate por algo que Hemingway sabía o que ellos pensaban que sabía… Ahora todo el mundo sabe que los del FBI lo perseguían de verdad. El jefe de esa gente le tenía odio y una vez hasta insinuó que Hemingway era maricón.

—¡Eso es mentira, cojones!

—Así que lo peor que podía pasarle ahora es que le cayera este muerto arriba… Bueno, Ruperto, ¿lo salvamos o lo hundimos?

El anciano volvió a secarse las lágrimas que le mojaban el rostro, pero con un movimiento cansado. El Conde se sintió un miserable: ¿tenía algún derecho a robarle a un anciano los mejores recuerdos de su vida? Pensó entonces que, entre otras razones, había dejado de ser policía para no verse obligado a realizar actos infames como ése.

—Papa fue para mí lo más grande del mundo —dijo Ruperto, y su voz había envejecido—. Desde que lo conocí, hasta hoy, me ha dado de comer, y eso se agradece.

—Se debe agradecer, claro.

—Yo no sé quién mató al hijo de puta ese que se metió en la finca —dijo, sin mirar a sus interlocutores: hablaba como si se dirigiera a algo distante, quizás a Dios—. Nunca lo pregunté. Pero cuando Toribio me tocó la puerta, como a las tres de la mañana, y me dijo: «Vamos, Papa me mandó a buscarte», yo también fui para la finca. Raúl y Calixto estaban abriendo el hueco y Papa tenía su linterna grande en la mano. Parecía preocupado, pero no estaba nervioso, seguro que no. Y sabía cada cosa que se debía hacer.

»—Hubo un problema, Rupert. Pero no puedo decirte más nada. ¿Entendido?

»—No hace falta, Papa.

Tampoco le dijo nada a Toribio, pero creo que a Raúl sí se lo dijo. Raúl era como su hijo de verdad. Y yo sé que Calixto sabía lo que pasó esa noche.

»—Ayuden a sacar tierra —nos dijo entonces.

»Toribio y yo cogimos las palas. Después, entre Calixto y yo, que éramos los más fuertes, cargamos al tipo. Pesaba una barbaridad. Estaba envuelto en una colcha, a la entrada de la biblioteca. Lo sacamos como pudimos y lo tiramos en el hueco. Papa echó entonces la insignia del tipo.

»—Raúl y Toribio, tápenlo y preparen otra vez la valla. No se demoren, que está amaneciendo y Dolores y el jardinero van a llegar. Calixto y Rupert, vengan conmigo.

Los tres volvimos a la casa. Donde levantamos al muerto había una mancha de sangre, que se estaba secando.

»—Rupert, limpia eso, yo tengo que hablar con Calixto.

»Yo me puse a limpiar la sangre y trabajo que me costó sacarla toda. Pero quedó limpio. Mientras, Papa y Calixto estaban hablando en la biblioteca, muy bajito. Yo vi cuando Papa le dio un cheque y unos papeles.

»—¿Ya terminaste, Rupert? Bueno, ven acá. Ahora mismo coge el Buick y te vas con Calixto y con Toribio. Saca el
Pilar y
lleva a Calixto hasta Mérida y vuelve enseguida. Y tiren esto en el mar.

»Papa cogió la Thompson y la miró un momento. Le dolía desprenderse de ella. Era el arma preferida de Gigj, el hijo suyo.

»—Veré qué historia le invento a Gigi.

—Claro, coño —exclamó el Conde—, yo vi la Thompson en una foto. El hijo de Hemingway la tenía en las manos.

—Era pequeña, fácil de manejar —ratificó Ruperto.

—Siga, por favor.

—Papa la envolvió en un mantel, junto con una pistola negra, creo que un 38, y le dio el bulto a Calixto.

«—Arriba, que va a amanecer.

»A mí me dio una palmada aquí, en la nuca, y a Calixto le dio la mano y le dijo algo que yo no escuché bien.

»—El hijo de puta se lo merecía, Ernesto.

«Calixto era el único de nosotros que le decía Ernesto.

»—Vas a cumplir tu sueño. Disfruta Veracruz. Yo te aviso si me enamoro de una cubana…

»Eso fue lo que le dijo Papa. Cuando salimos, ya Raúl y Toribio habían terminado, y nosotros tres nos fuimos en el Buick. Y yo hice lo que él me pidió: llevé a Calixto hasta Mérida. En el camino, Calixto tiró la Thompson y la pistola en el mar, y el mantel se quedó flotando hasta que lo perdimos de vista. Cuando regresé al otro día por la noche y fui a la finca para llevar el Buick, Raúl me dijo que Papa ya había salido para eí aeropuerto, pero que nos había dejado un recado a Toribio y a mí —Ruperto hizo una pausa y lanzó el cabo de tabaco hacia el río—. Él nos dejó dicho que nos quería como si fuéramos sus hijos y que confiaba en nosotros porque éramos hombres… Papa decía esas cosas que lo enorgullecían a uno, ¿no?

Los masai solían decir que un hombre solo no vale nada. Pero lo que mejor habían aprendido los masai en siglos de convivencia con las peligrosas sabanas de su tierra es que un hombre, sin su lanza, vale menos que nada. Aquellos africanos, cazadores ancestrales y furibundos corredores, se movían en grupos, evitaban los combates siempre que podían, y dormían abrazados a sus lanzas, muchas veces con la daga a la cintura, pues de ese modo propiciaban la protección del dios de las praderas. La estampa de hombres hablando alrededor de una hoguera, con sus lanzas en las manos y bajo un cielo negro y sin estrellas, fue como un relámpago en su mente, que sin mayores trámites pasó del sueño a la conciencia, cuando logró enfocar su mirada a través de los vidrios empañados de sus espejuelos y descubrió que el desconocido tenía en sus manos el blúmer negro de Ava Gardner y el revólver calibre 22.

El intruso se había quedado estático, mirándolo, como si no entendiera que él fuese capaz de abrir los ojos y observarlo. Era un hombre tan grande y grueso como él, casi de su misma edad, pero respiraba con dificultad, quizás por el miedo o tal vez por el peso de su enorme barriga. Se cubría con un sombrero negro, de ala estrecha, y vestía saco y corbata oscuros, con camisa blanca. No necesitaba de la chapa para que los demás adivinaran su oficio. Saber que era un policía y no un asaltante cualquiera le produjo cierto alivio, pero tuvo la insultante convicción de haber sentido miedo.

Acostado aún, él se quitó las gafas para limpiarlas con la sábana. —Mejor no se mueva —dijo el hombre, que había logrado desenvolver el
22
y lanzó al suelo el blúmer negro—. No quiero problemas. Ningún problema, por favor.

—¿Está seguro? —preguntó él, colocándose los espejuelos. Se incorporó en la cama y trató de parecer sereno. El hombre dio un paso atrás, con cierta dificultad—. Se mete en mi casa y dice que no quiere problemas.

—Nada más quiero mi insignia y mi pistola. Dígame dónde están y me voy.

—¿De qué me está hablando?

—No se haga el tonto, Hemingway. Yo estaba borracho, pero no tanto… Se me perdieron por allá abajo. Y mande callar a ese maldito perro.

El hombre se estaba poniendo nervioso y él comprendió que así podía ser peligroso.

—Voy a levantarme —dijo y mostró las manos.

—Arriba, calle al animal.

Él se calzó los mocasines que estaban junto a la cama y el otro se apartó, siempre con el revólver en la mano, para dejarle paso hacia la sala. Al cruzar cerca del hombre sintió el hedor ácido del sudor y el miedo, incapaces de vencer el vaho del alcohol que transpiraba. Aunque prefirió no mirar hacia el librero del rincón, tuvo la certeza de que la Thompson seguía en su sitio, pero pensó que no era necesario acudir a ella. Abrió la ventana de la sala y le silbó a
Black Dog
. El perro, que también estaba nervioso, movió la cola al escucharlo.

—Está bien,
Black Dog
…, está bien. Ahora cállate, me has demostrado que eres un gran perro.

El animal, gruñendo aún y con las orejas alzadas, se paró en dos patas contra el borde de la ventana.

—Así está bien, calladito —agregó él y le acarició la cabeza.

Cuando se volvió, el policía lo miraba con sorna. Parecía más tranquilo y eso estaba mejor.

—Me da mi insignia y mi pistola y me voy. Yo no quiero problemas con usted…, ¿puedo?

E indicó con el revólver el pequeño bar colocado entre los dos butacones.

—Sírvase.

El hombre se acercó al mueble y entonces él descubrió que cojeaba de la pierna derecha. Con el revólver en la mano, logró descorchar la ginebra y se sirvió medio vaso. Comenzó con un trago largo.

—Me encanta la ginebra.

—¿Nada más que la ginebra?

—También la ginebra. Pero hoy se me fue la mano con el ron. Es que se deja beber y después…

—¿Por qué vino a mi casa?

El hombre sonrió. Tenía unos dientes grandes, mal dispuestos y manchados por el tabaco.

—Pura rutina. Venimos de vez en cuando, echamos una mirada, anotamos quiénes son sus invitados, hacemos algún informe. Hoy estaba todo tan tranquilo que me dio por brincar la cerca…

Él sintió una oleada de indignación capaz de arrastrar los restos del temor que había sentido en la cama.

—¿Pero qué carajos…?

—No se sulfure, Hemingway. No es nada grave. Digámoslo así, para que me entienda: a usted le gustan los comunistas y a nosotros no. En Francia, en España y hasta en Estados Unidos usted tiene muchos amigos comunistas. Y aquí también. Su médico, por ejemplo. Y este país está en guerra y cuando hay guerra los comunistas pueden ser muy peligrosos. A veces no enseñan el hocico, pero siempre están al acecho, esperando su oportunidad.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso?

—Parece que hasta ahora nada, la verdad. Pero usted habla mucho y se sabe que algún dinero les ha dado, ¿no?

—Mi dinero es mío y yo…

—Espere, espere, yo no vine aquí a discutir sobre su dinero o sobre sus gustos políticos. Quiero mi insignia y mi pistola.

—Yo no he visto nada de eso.

—Tiene que haberlas visto. Se me perdieron entre la cerca del fondo y la piscina. Ya busqué por todos lados y no aparecen. Tiene que haber sido cuando brinqué la cerca… Mire lo que me pasó.

El policía hizo girar el torso para que él viera el desgarrón que su saco tenía en la espalda.

—Lo siento. Yo no tengo nada suyo. Ahora déme mi revólver y váyase.

El hombre bebió otro trago, colocó el vaso sobre un librero y buscó un cigarro. Lo encendió y expulsó el humo por la nariz, mientras tosía. Por efecto de la tos, los ojos del policía se humedecieron y parecía lloroso cuando volvió a hablar.

—Me va a complicar la vida, Hemingway. En diciembre me jubilo con treinta años de servicio y un plus por limitación física: un hijo de puta me hizo mierda una rodilla y mire para lo que he quedado… Y no puedo decir que perdí mi placa y mucho menos la pistola mientras entraba en su propiedad. ¿Entiende?

—De todas maneras se van a enterar. Cuando yo se lo diga a los periodistas…

—Oiga, no me rompa los cojones.

—Y usted sí me los puede romper y hasta patear, ¿verdad?

El hombre movió la cabeza, negando. Hablaba y fumaba sin quitarse el cigarro de los labios.

—Mire, Hemingway: yo soy nada, yo no existo, yo soy un número en una plantilla enorme. No me complique, por favor. Los informes sobre usted que están en los archivos no es por mi culpa. Mi trabajo es vigilarlo y punto. A usted y a otros quince americanos locos como usted que andan por esta ciudad y a los que les gustan los comunistas.

—Eso es un atropello…

—Está bien. Es un atropello. Vaya a Washington y dígaselo al jefazo, o al mismo presidente. Ellos fueron los que dieron la orden. Y no a mí, por supuesto. Entre ellos y yo hay mil jefes…

—¿Y desde cuándo me vigilan?

—Qué sé yo…, desde el treinta y pico, creo. Yo empecé hace dos años, cuando me mandaron para la embajada de La Habana. Y me cago en la puta hora en que acepté meterme en este país de mierda, mire cómo sudo, y la humedad me acaba con la rodilla, y el ron se me va a la cabeza… ¿Con todo el dinero que usted tiene cómo coño se le ocurrió meterse aquí?

—¿Qué ha dicho usted de mí?

—Nada que no se supiera —al fin se quitó el cigarro de los labios y bebió otro trago para terminar el vaso—. ¿Dónde puedo echar la ceniza?

Él se movió hasta el librero, bajo la ventana, y le pareció absurdo que el hombre ensuciara con sus cigarros el hermoso cristal veneciano de aquel cenicero, obsequio de su vieja amiga Marlene Díetrich. Entonces se lo lanzó al policía, pero el hombre, a pesar de su edad y su gordura, se movió con rapidez y lo atrapó en el aire.

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