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Authors: James Luceno

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Agentes del caos II: Eclipse Jedi (4 page)

BOOK: Agentes del caos II: Eclipse Jedi
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Los expertos hablan de las etapas de la pena como si la gente pasase por ellas de forma ordenada y rutinaria. Pero las etapas en Han estaban mezcladas —ira, negación, desesperación— sin un atisbo de resignación, y mucho menos de aceptación. Esa incapacidad para progresar era lo que más preocupaba a Leia. Aunque él sería el primero en negarlo a voz en grito, su pena había provocado cierta involución, un retroceso al Han del pasado: al solitario que ocultaba sus sentimientos manteniéndote a distancia, que afirmaba no importarle nadie salvo él mismo, que dejaba que la excitación sustituyera a los sentimientos.

Leia se temió lo peor cuando Droma, otro aventurero, entró en la órbita de Han. Pero se había animado al conocer al ryn, aunque sólo fuese de forma superficial. Aunque no podía sustituir a Chewie, ¿cómo podía nadie?, Droma ofrecía al menos la posibilidad de una nueva relación para Han, y si Han llegaba a aceptarla, podría volver a aceptar sus demás relaciones personales. Sólo el tiempo diría lo que pasaba con Han, con su matrimonio, con los yuuzhan vong y con el destino de la República.

Leia se apartó de sus ayudantes llevando una tira de picajosa sintocarne en la mejilla y se dirigió hacia la bodega de los pasajeros, donde ya había muchos refugiados apropiándose de zonas de la cubierta. Pese a la batalla que se libraba alrededor del transporte, prevalecía en el lugar un ambiente de animosa y aliviada charla. Leia localizó al representante de la Nueva república en Gyndine y se dirigió a él. El hombre de distinguida apostura se sentaba apoyando la cabeza en las manos.

—Prometí sacarlos a todos —dijo a Leia con tono destrozado—. Les he fallado. —Negó con la cabeza—. Les he fallado.

Leia le acarició el hombro en gesto de consuelo.

—A usted le concedieron la Medalla de Honor en la Batalla de Kashyyyk, tiene una mención por servicio ejemplar durante la crisis yevethana, fue miembro del Consejo Asesor del Senado para el jefe del Estado… —Leia se interrumpió y sonrió—. Resérvese las recriminaciones para los yuuzhan vong. Ha hecho usted más de los que nadie creía posible.

Siguió avanzando, escuchando retazos de conversación, la mayoría referidos a un futuro incierto, a rumores sobre el horror de los campos de refugiados, o a críticas al Gobierno y el ejército de la Nueva República. Le alegró ver que los ryn habían encontrado sitio para ellos, hasta que notó que los habían relegado a un rincón oscuro de la bodega, y que nadie, de ninguna especie, se dignaba a sentarse a un metro de ellos.

Leia se vio obligada a tomar una ruta sinuosa para llegar hasta ellos, atravesando y rodeando a algunos grupos familiares. Se dirigió a la hembra ryn que sostenía al niño.

—Cuando estabais abordando, oí que alguien mencionaba el nombre de Droma. ¿Es un nombre muy corriente en vuestra especie? Lo pregunto porque resulta que conozco a un ryn que se llama así.

—Es mi sobrino —respondió el único macho del grupo—. No lo vemos desde que los yuuzhan vong atacaron Ord Mantell. La hermana de Droma estaba entre los que usted… los que decidieron quedarse en Gyndine —hizo un gesto hacia el bebé—. El niño es suyo.

—Oh, no —dijo Leia, sobre todo para sus adentros. Respiró hondo y se irguió—. Sé dónde está su sobrino.

—Entonces ¿está a salvo?

—En cierto modo. Está con mi marido. Os buscan a vosotros.

—Ah, qué ironía —dijo el macho—. Y ahora nos vemos aún más divididos.

—Intentaré contactar con mi marido en cuanto lleguemos a Ralltiir.

—Gracias, princesa Leia —dijo la llamada Melisma, pillándola por sorpresa.

—Embajadora —la corrigió.

Todos ellos sonrieron.

—Para los ryn —dijo el macho—, usted siempre será una princesa.

El comentario la animó a la vez que le provocó un escalofrío. Los ryn no habrían estado en Gyndine si antes ella no los hubiera reubicado desde Bilbringi. ¿Y qué sería de los seis que se había visto obligada a dejar atrás para afrontar el encarcelamiento o la muerte? ¿Qué sería ella a ojos de la hermana de Droma, princesa o desertora? El halago había sonado sincero, pero también podría haber sido irónico.

Leia se dirigía al puente cuando sonó la alarma general en el transporte. Cuando llegó al centro de mando, la nave ya se agitaba por el impacto de las explosiones, que ponían a prueba el temple de los escudos.

—Embajadora Organa Solo —le dijo el comandante Ilanka desde su silla giratoria, mientras violentos fogonazos se desataban al otro lado de los curvados miradores—. Me alegra verla a bordo. Tengo entendido que fue usted la última en abordar la nave de evacuación.

—¿En qué situación estamos? —preguntó ella, ignorando el sarcasmo.

—Yo la clasificaría como desesperada al borde de lo irremediable. Aparte de eso, estamos en muy buen estado.

—¿Tenemos capacidad de salto?

—Los ordenadores están trazando las coordenadas —dijo el navegador desde su consola.

—Vienen coralitas —añadió otro oficial.

Leia miró a la pantalla localizadora de objetivos, que mostraba veinte o más puntas de flecha acercándose a la nave. Se volvió para mirar a Gyndine y pensó nuevamente en los miles de seres que se había visto obligada a abandonar a su destino. Entonces se dio cuenta de que no había visto a Wurth Skidder ni en la lanzadera ni durante el paseo por el transporte. Estaba a punto de llamarlo por el comunicador cuando vio entrar en el puente al oficial de la nave de evacuación. Recordaba a Skidder, y las órdenes de Leia.

—Cuando me dijo que procurase que subieran a bordo, creí que se refería a la madre y a la niña, no a su rescatador. —Miró a Leia con docilidad—. Le ruego me disculpe, embajadora, pero él no tenía el menor interés por subir a bordo. ¿Quién era?

—Alguien que cree que puede salvar solo a la galaxia —murmuró Leia.

En Gyndine, las explosiones empezaban a florecer a lo largo de la línea de sombra y por todo su lado oscuro. El astillero orbital del planeta se desintegró lentamente, como una mota flamígera en el cielo. Leia sintió mareos ante esa imagen y tuvo que apoyarse en un mamparo. En vez de agitar recuerdos pasados, las explosiones le provocaban turbadoras visiones de algún acontecimiento venidero.

Del ordenador de navegación brotó una voz.

—Coordenadas de hiperespacio trazadas e insertadas —anunció el navegante.

La nave se estremeció. La luz de las estrellas se alargó, como si el pasado hiciera un intento desesperado por aplazar el futuro, y el transporte saltó.

Wurth Skidder se agazapaba en las sombras del humeante edificio de la embajada, contemplando cómo el último transporte de tropas se elevaba hacia el encapotado cielo. Miles de soldados indígenas de Gyndine se habían replegado al complejo con la esperanza de ser evacuados por los efectivos de la República. Pero se habían llevado a muy pocos, y muchos de los que consiguieron irse eran oficiales con conexiones políticas con Coruscant u otros mundos del Núcleo.

Aún se luchaba en la ciudad, pero la mayoría de las tropas de infantería, al darse cuenta de que sus esperanzas de salvación se habían ido con la última nave, tiraban los láseres de repetición y se desprendían de los uniformes creyendo que los yuuzhan vong se portarían mejor con los no combatientes.

Lo cual demostraba lo lentamente que llegaban las noticias a los mundos remotos, pensó Skidder con pesar.

El enemigo no hacía distinciones a la hora de sacrificar cautivos a sus dioses. De hecho, en algunos casos, un uniforme o la evidencia de un espíritu combativo podía significar la diferencia entre la piadosa muerte rápida que ofrecían a los que estaban a la altura de sus ideales guerreros y la muerte lenta que reservaban para los que capturaban. Había oído historias sobre cautivos que habían sido desmembrados y viviseccionados, y de cargamentos de prisioneros arrojados al corazón de una estrella en un sacrificio para garantizarse así la victoria.

Como si necesitaran alguna ayuda.

Las bolsas de gas, esas abominaciones que respiraban fuego y habían quemado los bosques de Gyndine, convirtiendo lagos en hirvientes calderos, se agrupaban en el lindero oriental de la capital. Los proyectiles incendiarios no habrían conseguido hacer tanto daño por sí solos. Las unidades de infantería yuuzhan vong y los guerreros chazrack de aspecto reptilesco se desplazaban detrás de los respiradores de fuego para acabar con los focos de resistencia y hacer una limpieza general. El cielo se había iluminado ligeramente con el día, pero la poca luz que se filtraba entre el humo y las nubes era bloqueada por las naves de desembarco.

Sobre los terrenos de la embajada flotaba una de ellas, una especie de tienda de campaña erizada de palos retorcidos. Skidder cambió de posición para ver mejor la nave, cuando su casco en forma de tienda se abrió de pronto, soltando una docena o más de enormes formas redondas y erizadas que cayeron directamente al suelo. Skidder no se dio cuenta de que eran seres vivos hasta que vio los ojos bioluminiscentes, las antenas que se agitaban, y los cientos de pares de patas que brotaron a lo largo de sus cuerpos segmentados.

Observó a las criaturas con asombro nada contenido. Tenían la capacidad de desplazarse adelante y atrás, además de a los lados, cosa que empezaron a hacer de inmediato, formando un círculo vivo alrededor de la embajada y desplazándose lentamente hacia el interior, con la intención de empujar a todo el mundo hacia el centro.

La mera visión de las criaturas bastaba para despertar el miedo en el corazón del hombre más valiente, pero Skidder tenía a la Fuerza de su lado y no se amilanó. Por grandes que fueran las criaturas, él no carecía de habilidades propias, y podría escapar de ellas en cuanto lo deseara. Y luego le sería muy sencillo ocultarse de los yuuzhan vong para dirigirse al campo, lejos de la devastación, y vivir de la tierra, tal y como hicieron muchos de los residentes de Gyndine cuando se corrió la voz del inminente ataque. Pero Wurth Skidder no era un saqueador, y mucho menos un desertor.

Que hubiera tan pocos supervivientes capaces de hablar de su experiencia como cautivos de los yuuzhan vong hacía imperativo que alguien fuera capturado, alguien más interesado en ganar la guerra que en comprender el enemigo, cosa que intentó hacer el senador caamasi Elegos A’Kla, que acabó despedazado por sus esfuerzos.

Danni Quee, una científica de ExGal capturada al poco de llegar los yuuzhan vong al mundo helado de Helska 4, le había hablado de los últimos días de otro cautivo, Miko Reglia, amigo de Skidder y compañero Jedi. Quee le había contado las torturas psicológicas que los yuuzhan vong y su tentaculado yammosk, el llamado Coordinador Bélico, habían infligido en el tranquilo y modesto Miko para poder doblegarlo, además de cómo murió al intentar escapar con ella.

La venganza iba contra el Código Jedi, o al menos contra el código que enseñaba el Maestro Skywalker. Según él, la venganza era un camino al Lado Oscuro. Pero otros Caballeros Jedi a los que Skidder juzgaba tan poderosos como Skywalker discutían las enseñanzas del Maestro. Tal era el caso, por ejemplo, del Maestro Jedi Kyp Durron. Ante la invasión que se avecinaba, hasta en Yavin 4 se había susurrado que hay momentos en los que la oscuridad debe combatirse con oscuridad. Y los yuuzhan vong eran la maldad más oscura que se había visto desde el Emperador Palpatine.

Skidder era lo bastante listo como para admitir que estaba motivado en parte por el deseo de mostrar a Skywalker y a sus compañeros que no era un niño imprudente, sino un Caballero Jedi al estilo antiguo, dispuesto a arriesgar la vida, a sacrificarse si es preciso, por el bien de una causa. Se alzó de entre las sombras.

Las enormes criaturas insectoides caídas de la nave habían conseguido dirigir a todo el mundo hacia el centro. Algunas de ellas empezaban a enrollarse, formando corrales para sus cautivos, empleando sus numerosas patas para impedir que nadie escapase trepando por ellas.

Skidder tiró el sable láser, que se había fabricado para sustituir el perdido en Ithor, junto con todo lo que pudiera identificarlo como Caballero Jedi. Entonces eligió su momento. Cuando una de las criaturas se acercó a él, empujando ante ella a una veintena de seres, Skidder corrió hacia delante, infiltrándose en el grupo que huía antes de que la criatura consiguiera formar un círculo completo con su cuerpo, para desconcierto del grupo de ryn en el que acabó.

Cuando la criatura de bioingeniería unió la cabeza a su cola, Skidder se vio cara a cara ante una hembra ryn, con el terror reflejado en sus ojos oblicuos. Él le cogió la mano de largos dedos.

—Ánimo —le dijo en Básico—, ha llegado ayuda.

Capítulo 3
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