Read Agentes del caos II: Eclipse Jedi Online
Authors: James Luceno
Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción
Para asombro de los soldados, la carne del hombre pareció retraerse, llevándose su expresión consigo, revelando una mirada que combinaba dolor y orgullo en un rostro marcado por tatuajes de brillantes colores. La máscara de carne que había huido ante el tacto de Leia desapareció por el cuello de la holgada túnica del hombre, hinchándose en alguna parte del torso para luego deslizarse por la pernera del pantalón hasta formar un charco de sirope color carne en el suelo.
Los soldados retrocedieron asustados, el sargento desenfundando la pistola láser para disparar varias veces contra el charco. Al verse libre, el yuuzhan vong también dio un paso atrás, desgarrándose la túnica para descubrir un chaleco corporal tan vivo como lo había estado el enmascarador ooglith. Alzó el rostro para mirar a Leia con ojos sin pestañas, y aulló lanzando un grito de guerra que helaba la sangre en las venas.
—¡Do-ro’ik vong prattle! ¡Y pesar para nuestros enemigos!
—¡Al suelo! ¡Al suelo! —gritó Leia a todos los que tenía cerca.
Olmahk la arrojó al suelo antes incluso de que el primero de los insectos aturdidores brotase del chaleco del yuuzhan vong. El sonido no era muy diferente al de los corchos al salir disparados de botellas de vino efervescente, pero las explosiones iban acompañadas por exclamaciones de soldados y civiles que no oyeron o no hicieron caso del consejo de Leia. Hombres y mujeres en diez metros a la redonda cayeron como si fueran árboles.
Leia sintió que el peso de Olmahk se apartaba de ella, y cuando pudo alzar la mirada, éste había desgarrado la garganta del yuuzhan vong con los dientes. A derecha e izquierda, la gente se agitaba en el suelo gimiendo de dolor. Otros se tambaleaban sujetándose con ambas manos el vientre desgarrado, los brazos partidos, las costillas rotas o el rostro destrozado.
—¡Poned a esa gente a cubierto! —ordenó Leia.
Los proyectiles de coral yorik continuaban lloviendo sobre la embajada y la zona de aterrizaje, donde una docena de soldados supervisaba la carga final de la última nave de evacuación.
Ya hacía rato que la multitud había cruzado las puertas de la embajada, pero los bastones aturdidores y sónicos impidieron a muchos abordar la nave. Leia empezó a moverse a su vez hacia ella, tambaleándose aturdida, seguida por Olmahk. Se fijó en C-3PO, cuya placa frontal estaba abollada por un insecto aturdidor, justo encima del ensamblador energético.
—¿Te encuentras bien?
—¡Gracias al Hacedor que no tengo corazón! —dijo, y habría pestañeado de poder hacerlo.
Mientras los tres se acercaban a la nave de evacuación, un viejo TE-TT se acercó cojeando hasta ellos, goteando fluido hidráulico por un costado ennegrecido, y con un agujero donde antes hubo un lanzagranadas. El Transporte Explorador Todo Terreno, que era poco más que una caja acorazada dispuesta sobre patas de articulaciones inversas, chirrió y se detuvo con estrépito, derrumbándose con la barbilla por delante en la superficie de permeocemento de la plataforma de aterrizaje. La escotilla de babor se alzó, liberando una nube de humo, y de la carlinga salió un joven, tosiendo pero ileso.
—Wurth Skidder —gimió Leia, cruzando los brazos sobre el pecho—. Debí suponer que serías tú, dada la brillantez de tu entrada.
Skidder, rubio y de rasgos marcados, saltó ágilmente al suelo y se quitó la humeante capa de Caballero Jedi.
—Los yuuzhan vong han acabado con nuestras defensas, embajadora. La batalla está perdida. Quise que usted fuese la primera en saberlo.
Luke había comunicado a Leia que Skidder estaba en Gyndine, pero éste era su primer contacto con él. Ocho meses antes, durante la crisis rhommamuliana, le había dado problemas cuando él derribó un par de cazas osarianos pilotados por rodianos que querían interferir en su misión diplomática. En aquel momento lo encontró imprudente, insolente y demasiado confiado en sus habilidades, pero Luke insistía en que la batalla de Ithor y la herida recibida en ella lo habían cambiado a mejor. Seguro que era por lo mucho que disfrutaba usando el sable láser en todo momento, pensó Leia.
—Llegas un poco tarde con tu informe, Wurth —le respondió—, pero a tiempo de tomar el último vuelo fuera del planeta. —Asintió en dirección a la plataforma de aterrizaje—. Mi hermano no me perdonaría que no te devolviese sano y salvo a Coruscant.
Skidder le correspondió con una elaborada reverencia caballerosa, extendiendo la mano derecha hacia ella.
—Un Jedi evita las discusiones siempre que puede —sostuvo un momento la mirada de ella—. No hay nada en el Código Jedi que nos exija obedecer a los civiles, pero acataré esa orden en señal de respeto por su aclamado hermano.
—Muy bien —dijo Leia con sarcasmo—. Procura subir a bordo. Alguien le dio un golpecito en el hombro y se volvió.
—Embajadora, hemos reservado sitio para usted, para su guardaespaldas y para su androide —le informó un oficial varón—. Pero debe subir ya. El representante de la Nueva República ya está a bordo, y hemos recibido órdenes de despegar.
Leia asintió y se volvió hacia Skidder, sólo para verlo correr hacia las puertas de la embajada.
—¡Skidder! —gritó, formando un megáfono con las manos. Éste se detuvo, se volvió hacia ella y agitó una mano en un gesto que parecía ser reconocimiento.
—Sólo tengo que realizar antes una pequeña tarea —le respondió gritando.
Leia frunció el ceño furiosa y se volvió otra vez hacia el oficial de vuelo, clavando la mirada en el gentío que se amontonaba a los pies de la rampa de acceso de la nave.
—Seguro que la nave puede admitir unos cuantos pasajeros más. Los labios del oficial formaron una fina línea.
—Ya estamos al máximo, embajadora. —Siguió la mirada de ella hasta el gentío, y respiró entre dientes—. Pero podríamos apretarnos y aceptar cuatro más.
Leia le tocó el antebrazo en gesto de agradecimiento, y los dos se apresuraron hacia la rampa. Tras la barricada de soldados, encabezando la fila de evacuados, había un grupo de alienígenas con cola, pelo de punta y sedoso vello ataviados con faldas envolventes y chalecos coloridos pero escasos.
Leia se dio cuenta con sorpresa de que eran ryn, la especie a la que pertenecía Droma, el nuevo amigo de Han.
—Cuatro —le recordó el oficial de vuelo, mientras Leia contaba a los ryn—, algunos tendrán que quedarse atrás.
Seis ryn para ser exactos, se dijo. Aun así, cuatro eran mejor que ninguno. Se deslizó entre dos soldados de anchos hombros para acercarse a la rampa y hacer una seña a los alienígenas que esperaban allí.
—Vosotros cuatro —dijo, señalando a cada uno de ellos—. ¡Deprisa!
En sus rostros aparecieron expresiones de alivio y alegría. Los cuatro elegidos se volvieron para intercambiar abrazos con los que iban a ser abandonados. Un bebé envuelto en telas fue pasado desde atrás a una de las mujeres de delante. Leia oyó que alguien decía:
—Melisma, si encuentras a Droma, dile que estamos aquí.
Leia se sobresaltó y buscó a quien había dicho ese nombre, pero no había tiempo para interrogarlo. Los soldados ya retrocedían hacia la rampa, llevándosela con ellos.
—¡Esperad! —dijo, parándose de pronto y negándose a moverse—. Skidder. ¿Dónde está Skidder? ¿Está ya a bordo?
Se inclinó hacia delante para mirar por la devastada zona de aterrizaje y lo vio corriendo hacia la nave, arrastrando tras él a una hembra humana y cargando con un niño de pelo largo en la mano izquierda. La imagen hizo pensar a Leia. Puede que Skidder sí hubiera cambiado.
—Asegúrense de que suben a bordo —ordenó al oficial al cargo, haciendo una pausa cuando un coralita lanzó un proyectil que impactó a sólo unos metros de la rampa—. Y me da igual si debe meterlos con calzador.
La muerte persiguió a la lanzadera hasta el confín del espacio, escupiendo fuego desde abajo, aguijoneándola con misiles lanzados desde cazas, aferrándose a ella con los dovin basal de las naves bélicas ancladas al abrigo de Gyndine. La escolta de Ala-X tuvo que abrirse camino entre enjambres de coralitas para acabar con una fragata, sacrificando cinco pilotos en su intento de poner a salvo a los evacuados.
Leia iba sentada en la abarrotada carlinga, contemplando el curso de la batalla y preguntándose si conseguirían llegar a tiempo al transporte. Una nave que había despegado antes del alba no había tenido tanta suerte y su ovalada forma se movía ahora a la deriva bajo la dorada luz del sol, con el casco perforado por varios sitios y expulsando al espacio atmósfera y escombros.
Mirase donde mirase Leia, había naves yuuzhan vong y naves de la República persiguiéndose con láseres y misiles, mientras las naves de desembarco enemigas descendían en rumbo oblicuo, proyectando extensiones semejantes a alas, con los amortiguadores de coral enrojecidos por el calor. Los refuerzos mencionados por el comandante Ilanka estaban algo apartados del planeta. Dos de las naves tenían cascos cuya forma recordaba tiendas de campaña construidas con algún material diáfano del que sobresalía una docena o más de extensiones quebradas, como dendritas de un nido de insecto. La tercera apenas era un racimo de burbujas unidas, o de sacos de huevos esperando a eclosionar.
En la cabina de pasajeros de la lanzadera, los refugiados de Gyndine conversaban en voz baja o rezaban en alto a sus dioses. Del grupo brotaba el miedo en oleadas que golpeaban la nariz de Leia. Iba moviéndose entre ellos cuando un escalofrío familiar recorrió la nave. La mujer reconoció con alivio el rayo tractor que acababa de capturarlos.
Momentos después, la lanzadora era transportada con suavidad, casi amorosamente, al hangar del transporte.
Pero incluso allí les persiguió la muerte.
Cuando lo abordaban, una pareja de coralitas, que se las había arreglado para engañar de algún modo al escudo de energía del transporte, entró en el hangar en un rumbo suicida, resbaló por la cubierta y explotó contra una pared blindada que se alzó en su camino justo a tiempo. Varios refugiados y miembros de la tripulación murieron en el impacto, y otros tantos quedaron heridos.
Dos de las doncellas de Leia, que se habían quedado a bordo, corrieron hacia ella cuando ésta se levantó de la cubierta salpicada de coral. Les dejó muy claro lo que pensaba de sus intentos de peinarla y apartarle el pelo del rostro.
—¿Os preocupáis por mi peinado —repuso, fulminándolas con la mirada—, cuando hay gente que precisa atención médica?
—Pero su mejilla —dijo una de las mujeres, dolida.
Se había olvidado de la herida de metralla. Su mano repitió los movimientos que realizó antes, recorriendo con la yema de los dedos los bordes de la herida abierta. Suspiró cansinamente y se sentó en la cubierta con las piernas cruzadas.
—Perdonad.
Permitió en silencio que le curaran la herida, consciente de pronto de lo cansada que estaba.
—No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí —dijo cuando C-3PO y Olmahk se acercaron a ella.
—Fue hace cincuenta y siete horas y seis minutos, señora —informó C-3PO—. Tiempo estándar, por supuesto. Pero, si lo prefiere, puedo expresar la duración empleando otras divisiones temporales, en cuyo caso…
—Ahora, no, Trespeó —dijo Leia débilmente—. De hecho, igual deberías tomar un baño de aceite antes de que se te congelen las partes móviles.
—Oh, gracias, señora Leia. Empezaba a temer que no volvería a oír esas palabras.
—Y tú —dijo Leia mirando a Olmahk—. Procura limpiarte esa sangre de yuuzhan vong de la barbilla.
El noghri murmuró algo truculento, asintió cortésmente y se alejó con C-3PO.
Cincuenta y siete horas,
pensó Leia.
La verdad era que no había dormido bien desde que Han se marchó de Coruscant, casi un mes antes. No pasaba un día sin preguntarse qué podía estar haciendo, aunque debía de estar buscando a Roa, su antiguo mentor, capturado por los yuuzhan vong durante un ataque a la estación orbital
Rueda del Jubileo,
en Ord Mantell, junto a varios miembros del disperso clan de su nuevo compañero ryn. ¿Sería posible que el Droma mencionado en Gyndine fuera el mismo con el que estaba Han?
De vez en cuando le llegaba algún informe diciendo que el
Halcón Milenario
había sido visto en este o aquel sistema, pero Han todavía no la había llamado personalmente.
No era el mismo desde la muerte de Chewbacca, pero nada ni nadie había sido lo mismo, y más habiendo muerto al principio de la invasión yuuzhan vong, y por culpa de ellos. Era lógico que la muerte de Chewie afectase a Han más que a nadie, pero hasta a Leia le había sorprendido el rumbo que habían tomado sus actos, o al que le había empujado la pena. El Han alegre y despreocupado de antes estaba ahora dominado por una furia taciturna. Anakin había sido la primera víctima de la rabia de su padre, y después, todas las personas cercanas a él.