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Authors: Beryl Markham

Al Oeste Con La Noche (16 page)

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Su box paritorio está preparado. Allí están su cepillo para el cuerpo, su cepillo de barba de ballena y su
kitamba
. Su piel sigue siendo de color dorado, su crin y su cola siguen siendo de seda blanca. El oro ha perdido su brillo y la seda su lustre. Coquette me mira cuando entro en el box a esperar, y espero.

Todos los presentes allí -Toombo, Otieno y yo- sabemos el secreto. Sabemos lo que Coquette está esperando, pero ella no. Ninguno puede decírselo.

Toombo y Otieno empiezan su vigilancia nocturna. Y el tiempo pasa despacio.

Pero hay otras cosas. Todo lo demás continúa como siempre. No hay nada más normal que un nacimiento; en el tiempo de volver esta página, un millón de criaturas nace y otro millón muere. El simbolismo es común; innumerables soñadores han interpretado innumerables melodías sobre el misterio, pero los criadores de caballos son realistas y todo granjero es una comadrona. No hay tiempo para el misterio. Sólo hay tiempo para la paciencia y la atención, y la esperanza de que lo que nazca sea digno y bueno.

No sé por qué la mayoría de los potros nacen de noche, pero así ocurre. Éste también.

Transcurrieron diecinueve largos días y en la noche del día número veinte hago la visita a los establos, como siempre, terminando en el box-paritorio de Coquette. Buller está a mis pies. Otieno el Vigilante se encuentra allí y Toombo el Corpulento.

Dentro del box-paritorio ya está encendido el quinqué. Es un box grande, grande como una habitación, con las paredes de tablas de cedro laminado en la granja. El suelo es de tierra, con una cama ancha de hierba recién cogida en los pastos, en la que se mezcla el olor del campo segado.

Coquette permanece con dificultad bajo el suave resplandor de la lámpara, sin haber terminado la cena. Por crear una nueva vida en su interior está casi sin vida. Baja la cabeza como si no fuera una cabeza exquisitamente moldeada, sino un peso desagradable y agotador.

Mordisqueaba una sola brizna de alfalfa, demasiado pequeña para sacarle gusto; después camina por el box arrastrando las patas con lentitud. Le faltan muchas cosas, pero es incapaz de desear nada.

Otieno suspira. El rostro de Toombo refleja la luz del quinqué, y se emparejan ambos resplandores. Fuera del box Bullere desafía a la noche que se aproxima con un suave gruñido de aviso.

Me inclino y poso la cabeza en el vientre liso y caliente de la yegua. La nueva vida está ahí. La oigo y la siento, forcejeando ya, pidiendo el derecho a la libertad y al crecimiento. Espero que sea perfecto. Espero que sea fuerte. Al principio, no será bonito.

Me vuelvo a Otieno.

Vigila con atención. Está cerca.

El kavirondo alto y delgado estudia el rostro del gordo. La cara de Toombo es receptiva; no se puede mirar, sólo examinar. Es una bola jovial y amplia, con frecuencia vacía, pero ahora no, Ahora está llena de esperanza hasta los topes.

-Ésta es una buena noche -dice-, ésta es una buena noche.

Bueno, quizá él es optimista, pero se presenta una noche atareada.

Vuelvo a mi cabaña, mi nueva y flamante cabaña de cedro que me ha construido mi padre, con tablillas de verdad en vez de paja. En ella tengo mi primera ventana con cristales, mi primer suelo de madera... y mi primer espejo. Siempre he sabido cómo era yo, pero a los quince años y pico siento curiosidad por saber, lo que puedo hacer al respecto. Supongo que nada, ¿y quién vería la diferencia? Sin embargo, a esa edad, pocas cosas pueden provocar más admiración que un espejo.

A las ocho y media Otieno llama a la puerta.

Ven deprisa. Está pariendo.

Cuchillos, bramante, desinfectante -incluso anestesia-, todo está preparado en mi botiquín, pero lo último es la precaución. Al ser abisinia, Coquette no tendrá las dificultades que tan frecuentemente presenta una yegua pura sangre. Sin embargo, para ella es la primera vez. Y las cosas no siempre son fáciles la primera vez. Agarro el botiquín y cruzo corriendo el grupo de cabañas, algunas oscuras y dormidas, otras despiertas, con ojos cuadrados y amarillos. Con Otieno tras de mí, llego al establo.

Coquette está tumbada. Yace de lado, respirando con sacudidas espasmódicas. El dolor de los caballos tiene voz. Una yegua con dolores de parto está casi indefensa, pero puede clamar su agonía. Los gemidos de Coquette, profundos, cansados y un poco asustados, no son en realidad violentos. No son histéricos, sino una expresión infinita de sufrimiento, porque no tienen respuesta.

Me arrodillo en la cama de hierba y toco sus orejas blandas. Están fláccidas y húmedas en la palma de mi mano, pero no tiene fiebre. Hace penosos esfuerzos mirando a la nada con los ojos fijos. O es que quizá ve su propio dolor bailando ante ellos.

El tiempo ya no existe. No podemos ayudar, pero sí vigilar. Los tres podemos sentarnos con las piernas cruzadas. Toombo cerca del pesebre, Otieno contra las tablas de cedro, yo junto a la pesada cabeza de Coquette, y podemos hablar, casi con tranquilidad, sobre otras cosas mientras la pequeña brocha llameante del quinqué pinta cuadros experimentales sobre la pared.

-¡Wa-li-hie! -dice Toombo.

Es tan solemne como siempre. Cuando amanezca el día del juicio final, no dirá nada más. Un solo -¡Walihie!- y su cerrojo filosófico está echado. Y una vez echado, se relaja y sonríe abierta y afablemente para sí.

Los dolores de Coquette son el flujo y el reflujo de la marea de un tormento metódico. Hay instantes de paz e instantes de angustia que sentimos todos juntos, pero para nosotros se suavizan con las palabras.

Otieno suspira.

-El Libro habla de muchas tierras extrañas -dice-. Hay una que está llena de leche y miel. ¿Tú crees que esa tierra sería buena para un hombre, Beru?

Toombo levanta los hombros.

-¿Para qué hombre? -dice-. La miel no es mala para unos, la carne es mejor para otros, el
ooji
es bueno para todos. A mí no me gusta la miel.

Otieno frunce el ceño de forma un tanto mordaz.

-Lo que te guste, sea lo que sea, te gusta demasiado, Toombo. Mira lo redondo que está tu vientre. ¡Mira lo pesadas que están tus piernas!

Toombo mira.

-Dios crea pájaros gordos y pájaros pequeños, árboles anchos y árboles delgados, como la acacia. Crea granos grandes y granos pequeños. Yo soy un grano grande. No se discute con Dios.

El teosofismo derrota a Otieno; hace caso omiso del jesuita globular que, despatarrado, yace imperturbable bajo el pesebre, y se dirige a mí.

-¿Tal vez tú has visto esta tierra, Beru?

-No -niego con la cabeza.

Pero en ese momento no estoy segura. Mi padre me ha dicho que yo tenía cuatro años cuando salí de Inglaterra. Leicestershire. Supuestamente podría ser ésa la tierra de leche y miel, pero la recuerdo como tal. Recuerdo un barco que navegaba sin cesar por la colina del mar y nunca, nunca llegaba a la cumbre. Recuerdo un lugar que después me enseñaron a conocerlo como Mombasa, pero el nombre no justifica el recuerdo. Es un simple recuerdo hecho sólo de colores y formas, de calor y gente que camina con dificultad, y árboles de hojas anchas que parecían más refrescantes de lo que eran. Lo único que conozco es este país -estas colinas, familiares como un antiguo deseo, este campo abierto, esta jungla. Otieno conoce lo mismo.

-Nunca he visto una tierra así, Otieno. Sólo lo he leído, como tú. No sé dónde está o lo que significa.

-Es una pena -dice Otieno-, suena como si fuera una buena tierra.

Toombo se anima desde el suelo de la cuadra y se encoge hombros.

-¿Quién se iría lejos a por un
kibuyu
de leche o una colmena de miel? Hay abejas cada diez árboles y todas las vacas tienen cuatro tetas. ¡Hablemos de cosas mejores!

Pero Coquette es la primera en hablar de cosas mejores. Lanza un gruñido repentino desde la profundidad de su vientre y tiembla. Otieno coge de inmediato el quinqué y levanta la llama retorciéndola con sus dedos negros. Toombo abre el botiquín.

-Ahora -Coquette lo dice con sus ojos y con su voz sin palabras-. Ahora... tal vez ahora...

Éste es el momento y la Tierra Prometida es la tierra olvidada.

Me arrodillo sobre la yegua a la espera de que el potro salga del olvido, espero la primera visión de sus diminutas pezuñas, el primer signo de la vaina, la capa que llevará para su gran debut.

Aparece, y Coquette y yo trabajamos juntas. Otieno en uno de mis hombros y Toombo en el otro. Nadie habla porque no hay nada que decir.

Pero hay cosas que preguntarse.

¿Será un potro o una potra? ¿Estará sano y bien formado? Su nuevo corazón ¿será fuerte y lo bastante obstinado como para partir los ronzales de la nada que tan a regañadientes se rompen?

¿Respirará en el momento apropiado? ¿Tendrá furia para comer, crecer y pedir lo que necesite?

Por fin tengo las manos sobre las patas diminutas, sobre la bolsa en donde están encerradas.

Es una bolsa dura, lisa y transparente. A través de ella veo las pezuñas minúsculas, puntiagudas, blandas como carne de semillas brotando, pezuñas impotentes, insolentes en su urgencia por pisar tierra firme.

Suavemente, suavemente, pero con fuerza y firmeza, consigo con paciencia llevar la nueva vida al resplandor de la lámpara del establo y la yegua empuja con todas sus fuerzas. Lo agarro de nuevo, una mano sobre la otra, y espero a que sus músculos se levanten con el tirón. La nariz -la cabeza, toda la cabeza-, por fin el potro, se desliza entre mis brazos y el silencio posterior es cortante como el restallido del látigo de un holandés, e igual de corto.

-¡Walihie! -dice Toombo.

Otieno tiene una mancha de sudor bajo los ojos; Coquette expulsa el último dolor con un suspiro.

La bolsa queda por un instante sobre la almohadilla de hierba pisoteada y la rompo, así dejo en total libertad la cabecita tambaleante.

Observo cómo los ollares blandos y cenicientos aspiran su primera bocanada de aire. Con cuidado, retiro toda la bolsa, ato el cordón y lo corto con el cuchillo que me entrega Otieno. La vieja vida de la madre y la nueva vida del potro corren juntas por última vez en un rápido bautismo de sangre y, cuando baño la herida con desinfectante, veo que es un potro.

Es un potro fuerte, caliente en mis manos y lleno del temblor de la vida.

Coquette se remueve. Ahora sabe lo que es un parto; puede hacer frente a lo que conoce.

Sacude sus patas sin gracia ni equilibrio y relincha una vez. ¡Entonces esto es mío! ¡Esto es lo que yo he hecho nacer! Juntos secamos al bebé.

Una vez hecho, me levanto y me doy la vuelta para sonreír a Otieno. Pero no es Otieno, no es Toombo. Mi padre está a mi lado con el aspecto de un hombre que ha observado más de lo imaginable por nadie. Él ha sido testigo de esta escena muchas más veces de las que pueda recordar; sin embargo, hay un brillo de interés en sus ojos como si, después de todos estos años, ¡por fin hubiera visto nacer a un potro!

No es alto ni bajo; es delgado y fuerte como una correa de cuero. Sus ojos son oscuros y afables en un rostro robusto que puede ser bondadoso.

-Así que estás aquí -dice-, un buen trabajo y un buen potro. ¿Te recompenso a ti, a Coquette... o a las dos?

Toombo sonríe abiertamente y Otieno araña el suelo con los dedos de sus pies. Cojo a mi padre del brazo y juntos recorremos con la mirada el pequeño bulto hambriento y desgarbado, que ya lucha por ponerse en pie.

-Dad al César... -dice mi padre-. Tú lo trajiste a la vida. Será tuyo.

Un empleado de banca maneja libras de oro -sin ser ninguna de su propiedad-, pero si, un día, ese hada fabulosa esperada por todo el mundo pero que nadie ha conocido jamás le entregara todo ese oro -o incluso sólo una parte-, no se sentiría menos contento por el hecho de llevar años mirándolo a diario. Enseguida sabría (caso no haberlo sabido antes) que eso era lo más deseado por él.

Yo llevaba años manejando, alimentando, montando, almohazando y amando los caballos de mi padre. Pero nunca había tenido uno propio.

Ahora lo poseía. Y ni siquiera me había hecho falta el hada buena, yo ya tenía uno para mí sola sólo porque mi padre así lo dijo. El potro iba a ser mío y nadie podría nunca tocarlo, montarlo, alimentarlo o cuidarlo, nadie excepto yo.

No recuerdo haberle dado las gracias a mi padre; imagino lo hice por lo que valen las palabras.

Recuerdo que cuando el box-paritorio quedó limpio, la luz se mitigó de nuevo y Otieno abandonó la vigilancia del recién nacido. Yo me fui a pasear con Buller por las cuadras y un poco por el camino que conducía a la casa de Arab Maina.

Pensé en el nuevo potro, en la Tierra Prometida de Otieno, en lo grande que debía de ser el mundo y después, otra vez en el potro. ¿Qué nombre le pondré?

¿Quién no mira hacia arriba cuando busca un nombre? Mirando hacia arriba ¿qué se ve salvo el cielo? Y al mirarlo, ¿cómo pueden ser terrenos el nombre o la esperanza? ¿Hubo un caballo llamado Pegaso que volaba? ¿Hubo un caballo con alas?

Sí, una vez lo hubo, una vez, hace tiempo, lo hubo. Y ahora vuelve a haberlo.

LIBRO TERCERO

XI

MI CAMINO ES EL NORTE

Alguien lleno de cinismo dijo en cierta ocasión: Vivimos y no aprendemos. Pero yo he aprendido algunas cosas.

He aprendido que si debes abandonar un lugar en donde has vivido, al que has amado y donde todos tus ayeres quedan profundamente sepultados, abandónalo de cualquier manera, pero no lo hagas despacio, abandónalo lo más deprisa posible. No vuelvas nunca y nunca creas que una hora recordada es mejor por estar muerta. Los años pasados parecen años seguros, años conquistados, mientras que el futuro vive en una nube, formidable desde lejos. La nube se despeja cuando te introduces en ella. He aprendido esto pero, como todos, lo aprendí tarde.

Abandoné la granja de Njoro casi de la forma más lenta y ya no la he visto más.

Habría vuelto. Pegaso me llevaría y también habría vuelto, porque incluso él había tejido tres años de recuerdos que le sujetaban allí. Pero nuestro mundo se fue como una brizna al viento y no hubo vuelta.

Todo sucedió porque aquellos dioses afables, que la mayor parte de las veces paseaban juntos o, por lo menos, se ponían de acuerdo en cuestiones de mayor importancia, riñeron y dejaron de enviar lluvia.

¿Qué significa un aguacero, un solo aguacero, en la vida de cualquier persona? ¿Qué importa si en este mes no hay ninguno, si el cielo está tan despejado como el canto de un niño, si el sol brilla, si la gente pasea al sol y si el mundo es amarillo con él? ¿Qué importa una semana y quién es tan tonto como para alegrarse por una tormenta?

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