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Authors: Beryl Markham

Al Oeste Con La Noche (6 page)

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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Con mis disculpas a los payasos -si es que aún queda alguno-, creo que las bufonadas del ñu, por no estar tan preparadas, resultan más divertidas. Esto puede deberse a que el ñu cuenta con dos patas más para tropezar -cuando parece que más las necesita es cuando menos le sirven-.

Cuando intenta girar, hace piruetas, y cuando quiere correr, su avance se ve continuamente interrumpido por una serie de caídas en picado del tipo de una comedia de Keystone. Cómo se las arregla para desplazarse de un lugar a otro para cualquier cosa parece un misterio, pero en realidad lo hace muy bien cuando arriba todo está en silencio y no hay público observándolo.

En esta ocasión, la mayoría de los animales que vi eran cebras que corcoveaban como caballos indómitos, que corrían con las colas al viento y los cuellos arqueados; aplastaban con sus pezuñas la hierba alta y dejaban tras de sí un camino ancho y firme.

Que yo sepa, de entre los animales de cualquier tamaño existentes en África, las cebras son los más inútiles, es decir, los más inútiles para el hombre porque, especialmente en Serengetti, el león vive de ellas.

Pero para el hombre la cebra es de una ambigüedad absoluta. Es parecida al asno, pero no se deja domesticar y no soporta el trabajo; vive en estado salvaje como la gacela de Thompson y el alce y se alimenta con la misma comida, pero su carne carece incluso de la dudosa suculencia de la carne de caballo. Su piel, de apariencia llamativa, no es muy duradera y su mayor éxito en decoración lo ha conseguido a modo de revestimiento en las paredes de una sala de fiestas neoyorquina. El avestruz y la civeta han contribuido en mayor medida a las necesidades de la sociedad civilizada, sin embargo, no creo que sea injusto decir que a pesar de todo al clan de las cebras le resulta indiferente el no haber podido incorporarse a la marcha de los tiempos. Baso esta conclusión en una estrechísima amistad que, no hace tanto tiempo como para no acordarme de ello, mantuvimos una cebra joven y yo.

Mi padre, que ha criado y amaestrado algunos de los mejores pura sangre que han salido de África, tuvo una vez una potra llamada Balmy. Elegía los nombres de todos sus caballos con un esmero especial y a veces pasaba muchas noches en su despacho de nuestra granja de Njoro anotando posibilidades a la luz de una lámpara de queroseno. Para esta potra en particular eligió el nombre de Balmy porque no había ningún otro que le cuadrara con tanta precisión
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No era ni caprichosa ni testaruda, muy rápida en la pista y respondía con inteligencia al adiestramiento. Además de su color bayo claro y de la estrella blanca distintiva en su frente, su peculiaridad principal residía en tener una visión de la vida muy poco ortodoxa. Vivió y ganó carreras antes de que la jerga de Noel Coward se hiciera popular, pero si hubiera hecho su debut en Park Avenue a mediados de los años treinta, en lugar de en el hipódromo de Nairobi a mediados de los veinte, habría estado considerada como uno de esos individuos intelectualmente irresponsables a los que siempre se califica de deliciosamente locos. Por supuesto, su locura consistía sólo en una inclinación a hacer cosas que, en opinión de sus compañeros de establo, no debían hacerse.

Por ejemplo, a ninguna potra bien educada que hiciera ejercicios bajo la vigilancia crítica de su propietario, su entrenador y media docena de miembros del Jockey Club se le hubiera ocurrido detenerse con brusquedad junto a un charco de lodo que quedaba de las lluvias del mes anterior, doblar las rodillas y, antes de que nadie pudiera impedirlo, revolcarse en el fango como un cerdo de Berkshire. Pero Balmy lo hacía cuantas veces encontrara un charco de lado en su camino y llevara un jinete confiado a su grupa, aunque ninguno supimos jamás qué placer le reportaba. Era un poco como el genio excéntrico que tras preguntarle su anfitrión por qué motivo le había restregado el brécol por la cabeza durante la cena le pidió disculpas con una inclinación y le dijo que creía eran espinacas.

Una mañana cuando yo tenía trece años, fui con Balmy a medio galope por una larga ladera que se extiende al norte de la granja, llamada Green Hill. A todos los caballos que realizaban trabajos pesados les subíamos hasta Green Hill, desde donde se divisaba el valle Rongai que, en aquellos años, rebosaba de fauna salvaje.

Balmy estaba alerta como siempre, pero me pareció meditabunda por la forma en que apoyaba las pezuñas en el suelo y por la inclinación pensativa de su distinguida cabeza. Era como si por fin hubiera comprendido el error de su forma de actuar, y cuando llegamos a la cima de la colina, se comportó como si a ninguna potra en la tierra del Señor se le hubiera dado un nombre tan equivocado sin motivo. De no haber habido un rebaño de cebras que se acercaba a nosotros cuando rodeamos un pequeño grupo de mimosas, tal vez la voluntad de regeneración de Balmy no se hubiera roto nunca, ni siquiera se hubiese visto amenazada.

Las cebras pastaban entre las mimosas y en las laderas que descendían hasta el valle. Había varios centenares desperdigadas en una extensión de muchos acres, pero las más próximas a nosotras eran una madre vieja y su potrillo de pocos meses.

Balmy había visto cebras antes, y las cebras habían visto a menudo a Balmy, pero nunca observé gestos de mutuo respeto por ninguna de las partes. Creo que Balmy conocía la máxima, nobleza obliga, pero a pesar de todos sus revolcones en el lodo nunca se aproximó a las cebras, o incluso a los bueyes, sin dejar de dilatar los ollares a la manera de una gran dama del siglo XVIII obligada a abrirse paso entre la muchedumbre parisiense. Con respecto a las cebras, le pagaban con la misma moneda, apartándose de su camino con la pesada dignidad del proletariado honrado, fortalecido en su desprecio por el peso de su número.

La madre vieja, cuya comida interrumpimos en Green Hill, exploró a Balmy con una mirada fría, levantó las patas y se dirigió al trote hacia el centro del rebaño ordenando, con un gesto por encima del hombro, a su potro de patas larguiruchas que la siguiera. Pero el potro no se movió.

Una vez yo vi en Londres a un arrapiezo callejero extasiado hasta las lágrimas ante la visión de una dama encantadora que se apeaba de su coche envuelta en pieles. Los ojos del potro, hundido hasta el pecho en las altas hierbas, y mirando con atención al pura sangre, encerraban el mismo patetismo y la misma melancolía.

En conjunto era un cuadro precioso, incluso observándolo desde la silla sobre la grupa de Balmy, pero había salido de la granja con instrucciones específicas de mantenerla tranquila a toda costa. Un caballo de carreras, entrenado hasta el máximo, puede dar al traste con semanas de paciente trabajo a causa de un simple berrinche nervioso en un momento inoportuno.

Balmy estaba entrenada hasta el máximo y éste era el momento inoportuno. Al principio había hecho caso omiso de la cebra, pero la voz imperiosa de la vieja madre llevó enseguida la situación a un punto decisivo. La voz no sólo debía de haber encerrado la llamada de una madre a su hijo, sino también alguna alusión mordaz a Balmy, como criatura vanidosa y presumida, indigna de la admiración del pueblo llano. Estoy segura de que ésa fue al menos la interpretación de Balmy.

Ladeó las orejas con la mayor indignación, dirigió una señal baja y tranquilizadora al potrillo renegado y después lanzó un grito de desafío que debió resonar en medio valle Rongai.

Nunca he tenido muy claros en la memoria los detalles de lo que sucedió a continuación. El desafío de Balmy, evidentemente bien sazonado de insultos, metió a la vieja madre en cintura, y allí se originó una batalla verbal que, en lo que a volumen de sonido e intensidad de furia se refiere, hubiera dejado chiquitas a todas las verduleras resucitadas de la literatura. En medio de todo, Balmy empezó a sudar, a temblar y a corcovear, la cebra madre galopaba en círculos irregulares, vociferaba en todo momento, y el potrillo, desgarrado entre el deber filial y la fatídica fascinación de la potra boya, brincaba y bailaba entre las dos como un niño histérico.

Al final, y en contradicción con todos los principios de justicia, tanto animal como humana, triunfó Balmy.

Por fin conseguí controlarla y encaminarla hacia la granja, pero con el potrillo cebra pegado a sus talones todavía un poco aturdido y creo que luchando contra su propia vergüenza y quizá también contra una diminuta punzada de remordimiento.

Detrás de nosotros en la ladera de Gren Hill quedaba la vieja madre, callada y temblorosa, rodeada de unos cuantos miembros de su clan, y supongo que alguno deberla estar diciéndole: No te lo tomes por lo trágico. Ya se sabe que los niños son muy desagradecidos, y tal vez sea mejor así.

Meses después, una vez que el potrillo se había hecho dueño de la granja, por no decir que la dominaba, gracias a la misma cualidad de decisión instantánea y determinación inquebrantable que había demostrado la mañana de su deserción, fui a Nairobi de visita con mi padre y, cuando volvimos, el potro se había marchado, nadie sabía a dónde.

Cada mañana entraba trotando como un perro en mi habitación para despertarme con los belfos; en la cocina había establecido un reino de terror, amenazando con atacar a los criados siempre que se negaran a rendirle tributo. Debido a su corta edad, al principio le había mimado con botellas de leche templada -un error que derivó en la escena tantas veces repetida de mi pobre padre, que se agarraba ferozmente a su pinta de cerveza por las noches, seguido en persecución amenazadora por toda la casa y por el jardín por el pequeño monstruo a rayas, para quien todas las botellas eran iguales.

En su adoración por Balmy, la cual jamás declinó, el potro hizo del establo de ella el suyo propio y la invistió con tal sentido de responsabilidad maternal que Balmy se dejaba manejar incluso por los mozos de cuadra, y nunca volvió a revolcarse por el lodo.

Punda, como la llamé -porque en swahili significa asno se marchó tal y como había venido, y tal vez con menos razón. Quizá la recibieran en la manada como al hijo pródigo, o quizá la expulsaran. Los animales no son muy dados al sentimiento, por lo que creo debió suceder lo último.

Desde entonces, cuando veo una gran manada como la que corría en desbandada bajo mis alas en el Serengetti, busco a veces una cebra proscrita rezagada. Creo que ahora será una cebra hecha y derecha entrada en años, pero a pesar de eso, con amigos o sin ellos, se sentiría contenta en su semisoledad porque recordaría que siendo sólo una niña fue una especie de bufón y mascota en la corte.

¡Cuántos sueños sin objeto! El zumbido del avión, el sol permanente, el amplio horizonte, todo se combinaba para hacerme olvidar por un momento que el tiempo era más veloz que yo, que la tarde ya casi tocaba a su fin, que en ninguna parte había señales de Woody.

O hubo al menos una, una señal inequívoca que, de no haber sido por aquellos pensamientos vagabundos sobre un potrillo igualmente vagabundo, podría haber visto un poco antes.

IV

¿POR QUÉ VOLAMOS?

Si te encontraras sobrevolando las estepas rusas en pleno invierno tras una nevada y vieras una palmera datilera verde como la primavera en la blancura del terreno, podrías seguir adelante por espacio de veinte millas o más antes de que la incongruencia de un árbol tropical enraizado en el hielo chocara con tu sentido de la armonía y te hiciera dar media vuelta para volver a mirarlo.

Descubrirías que el árbol no era una palmera datilera o, caso de que se empeñara en serlo, pensarías que la locura te dominaba.

Durante los cinco o diez minutos que estuve observando la manada de animales diseminada como una invasión de bárbaros por la llanura, divisé inconscientemente, casi en el centro de la misma, un charco de agua brillante como la astilla de una mesa de vidrio.

Sabía que aquel terreno, a pesar de que la hierba era resistente a la sequía, estaba seco durante la mayor parte del año. Sabía que cualquier charca que pudiera encontrarse, al estar removida por las patas de los animales que en ella bebían, era opaca y marrón. Pero el agua que vi no era marrón; era clara, recibía el sol y lo reflejaba de nuevo en destellos de luz, nítidos e intensos.

Lo mismo que la palmera datilera de las estepas rusas, el charco cristalino en la aspereza árida del Serengetti no sólo era incongruente: era imposible. Y sin embargo, había volado por encima del mismo y pasado a su lado sin la más mínima vacilación, hasta perderlo de vista y del pensamiento.

En África Oriental no hay crepúsculo. La Noche pisotea los talones del día con poca galantería, y ocupa su lugar con un silencio sombrío y carente de gracia. Los sonidos de las cosas que viven con el sol pronto desaparecen, y con ellos, los sonidos de los aviones errantes si sus pilotos se han aprendido las lecciones que se deben aprender sobre el tiempo durante la noche, las distancias que parecen no reducirse nunca y la perfidia de las pistas de aterrizaje, semejantes a aeródromos durante el día, pero que se desvanecen con la oscuridad.

Observé cómo unas sombras diminutas gateaban desde las rocas, vi cómo los pájaros se retiraban en bandadas negras camino al hogar hacia la breña desparramada, y empecé a pensar en mi casa, un baño caliente y comida. La esperanza va siempre más allá de la razón, pero parecía inútil seguir con la esperanza de encontrar a Woody, cuando la mayor parte de la tarde ya se había extinguido. Caso de no estar muerto, era evidente que habría encendido hogueras por la noche, pero me quedaba poco combustible, no llevaba reserva... y no había dormido.

Ya había tocado el timón de estribor variando el rumbo al este hacia Nairobi, cuando por primera vez me asaltó el pensamiento de que el punto brillante de agua por donde había pasado con toda tranquilidad no era en absoluto agua, sino las alas plateadas de un monoplano Klemm, brillante e inmóvil, en la trayectoria del sol sesgado.

Por supuesto, no era en realidad un pensamiento, ni siquiera uno de aquellos fogonazos deslumbrantes de comprensión que tan providencialmente asaltan a los héroes de ficción acosados.

Sólo era un presentimiento. Pero, ¿dónde hay un piloto lo bastante temerario como para hacer caso omiso de sus presentimientos? Yo no soy uno de ellos. Nunca podría decir dónde empieza la inspiración y dónde termina el impulso. Supongo que la respuesta está en el resultado. Si tu presentimiento sale bien, estabas inspirado; si sale mal, eres culpable por ceder a un impulso irreflexivo.

Pero antes de considerar todo esto, ya había variado la dirección, perdido altura y abierto de nuevo el acelerador. Era una carrera contra las sombras que corrían, un partido amistoso entre el sol y yo.

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