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Authors: Beryl Markham

Al Oeste Con La Noche (11 page)

BOOK: Al Oeste Con La Noche
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-¡Karara-ni! La mano de nuestro jefe es más rápida que el vuelo de una flecha y más fuerte que el golpe de un leopardo.

Colmando de alabanzas a Arab Maina, Arab Kosky corrió'' hacia el ciervo abatido, con la espada desenvainada de su funda de cuero rojo dispuesta para la caza.

Miré los brazos delgados de Arab Maina, con sus músculos lisos y uniformes, y no aprecié ningún signo visible de tan inmensa fuerza. Arab Maina, al igual que Arab Kosky, era alto y flexible como un junco joven y su piel brillaba como un ascua bajo el susurro del viento. Su rostro era joven y duro, pero había en él una suave complacencia. Había amor, amor a la caza, amor a la seguridad de su fuerza, amor a la belleza y a la utilidad de su lanza.

La lanza, construida por los herreros de su propia tribu, era de acero flexible templado y forjado. Pero era algo más.

Para todo murani su lanza es el símbolo de su virilidad y forma parte de él en la misma medida que los tendones de su cuerpo. Su lanza es la manifestación de su fe; sin ella no puede conseguir nada, ni tierra, ni ganado, ni esposas. Ni siquiera el honor puede ser suyo hasta llegar el día en que, después de su circuncisión, se presenta ante los miembros reunidos de su tribu -hombres y mujeres de todas las edades, de manyattas, tan desparramados como las semillas de la hierba silvestre- y les jura lealtad, a ellos a su herencia común.

Coge la lanza de las manos del ol-oiboni y la sujeta, como hará siempre mientras sus brazos tengan fuerza y sus ojos no queden nublados por la edad. Es el emblema de su sangre y de su clase y, al poseerla, se convierte repentinamente en un hombre.

Al poseerla, nunca antes.

Arab Maina colocó el pie izquierdo sobre el ciervo y extrajo con cuidado su lanza.

-No sé, puede haberle roto un hueso -dijo.

Pasó los dedos manchados de sangre por los bordes afilado: del arma y torció los labios en una ligera sonrisa.

-En nombre de Dios, ¡el metal no está mellado! Mi lanza está ilesa -se paró a arrancar un puñado de hierba y limpió la sangre del acero caliente y brillante.

Arab Kosky y yo ya habíamos empezado a despellejar al animal con nuestros amigos de los bosquimanos. No podíamos perder mucho tiempo, porque la verdadera caza del jabalí no había comenzado todavía. Pero la carne del ciervo serviría de alimento para los perros.

-El sol ha llegado al valle -dijo Arab Maina-, si no nos damos prisa, los cerdos se dispersarán en todas direcciones como briznas al viento.

Arab Kosky enterró los dedos en las paredes del estómago del ciervo, y lo arrancó del cuerpo del animal.

-Sujeta esto, Lakwani -dijo-, y ayúdanos a separar los intestinos para los perros.

Cogí el estómago escurridizo y gelatinoso y lo sostuve con las manos mientras él se arrodillaba sobre el ciervo.

-Maina, sigo sin saber cómo te las arreglaste para tirar a tiempo desde la posición en que estabas.

Arab Kosky sonrió.

-Es un murani, Lakwani, y un murani siempre debe tirar a tiempo. De lo contrario, cualquier día un animal peligroso podría embestir más deprisa que la lanza. Entonces, en vez de llorar su muerte, nuestras muchachas se reirían y dirían que debía haberse quedado en casa con los viejos.

Arab Maina se inclinó y cortó un pedazo de carne del ciervo limpiamente despellejado. Me lo dio para Buller. Él y Arab Kosky dejaron el resto para los perros nativos.

Buller trotaba a poca distancia del animal cazado, dejó caer su recompensa en un pequeño charco de sombra y miró a sus primos gruñones con delicado desdén. En el lenguaje que él hablaba, y sólo yo comprendía, decía muy claramente (sólo con un poco de acento swahili): por los nobles ancestros de mi padre bull terrier, ¡esos animales se comportan como perros salvajes!.

--Y ahora -- dijo Arab Maina fuera ya de la carnicería--, debemos prepararnos para la caza.

Los dos murani llevaban shukas de color ocre que, atadas con un solo nudo en el hombro derecho, caían sueltas y tenían cierta similitud con una toga romana corta. Desataron los nudos, se colocaron prudentemente las shukas alrededor de la cintura y se quedaron al sol; los músculos de sus espaldas ondeaban bajo la piel aceitosa como agua rizada sobre un lecho de piedras.

-¿Quién puede moverse con libertad con tanta ropa en el cuerpo? -dijo Arab Kosky, mientras ayudaba a Arab Maina con la correa de cuero con la que volvió a atarse la trenza-. ¿Quién ha visto al antílope correr con trapos en el lomo que dificulten su velocidad?

-Es verdad, ¿quién? -dijo Arab Maina con una sonrisa-. Creo que a veces parloteas como una cabra loca, Kosky. El sol está alto y el valle todavía se extiende por debajo de nosotros, ¡y tú le hablas a Lakwani de antílopes con shukas! Arriba vuestras lanzas, amigos, y vámonos.

De nuevo en fila, con Arab Maina a la cabeza, después Arab Kosky, después yo y Buller justo detrás, bajamos hasta el valle.

No había nubes y el sol caía de plano en la llanura haciendo que se levantaran oleadas de calor, como llamas descoloridas.

El ecuador pasa cerca del valle Rongai y, no obstante, incluso a una altura como en la que cazábamos, el vientre de la tierra estaba caliente como si tuviéramos brasas bajo nuestros pies.

Excepto alguna ráfaga ocasional de aire agitado, que tumbaba la hierba alta como el maíz, nada sonaba en el valle, nada se movía. El zumbido chirriante de los saltamontes había muerto, los pájaros habían dejado el cielo sin señales. El sol reinaba y no había candidatos a su puesto.

Nos detuvimos junto al salegar rojo que afloraba del suelo en nuestro camino. No recuerdo ningún momento en que el salegar estuviese tan desierto como ahora. Delante de él siempre se apiñaban grantii, impalas, kongoni, alces, antílopes de agua y una docena de especies de animales más pequeños. Pero hoy estaba vacío. Era como ir noventa y nueve veces a un mercado donde hubiese gran movimiento y agitación y en la visita número cien estuviera vacío y no hubiera ni siquiera un chiquillo para explicar el motivo.

Toqué el brazo de Arab Maina.

-¿Qué piensas, Maina? ¿Por qué hoy no hay animales?

-Cállate, Lakweit, y no te muevas.

Bajé el extremo de mi lanza hasta el suelo y observé que los dos murani se quedaban quietos como estatuas, con las fosas nasales distendidas, los oídos atentos a todo. La mano de Arab Kosky se aferraba a su lanza del mismo modo que las garras de un águila rodean una rama.

-Es una extraña señal -murmuró Arab Maina- cuando el salegar está sin compañía.

Había olvidado a Buller, pero el perro no nos había olvidado a nosotros. No había olvidado que, a pesar de todo lo que sabían los dos murani, él era mucho mejor en estos menesteres. Se metió bruscamente entre Arab Maina y yo, manteniendo la nariz negra y húmeda pegada al suelo.

Tenía el lomo tieso. Se le erizó el pelo y se puso a temblar.

Podríamos haber hablado, pero no lo hicimos. A su manera, Buller era más elocuente. Sin emitir un sonido, dijo con toda la claridad posible: León.

-No te muevas, Lakweit -Arab Kosky se acercó a mí.

-Calma, Buller -musité al perro, para intentar apaciguar su creciente agresividad.

Nuestros ojos siguieron la dirección de los ojos de Arab Maina. Miraba con atención un pequeño barranco cubierto de hierba a varias yardas de distancia del borde del salegar.

El león que se encontraba en el barranco no se sintió intimidado por la mirada de Arab Maina.

No le preocupaba nuestro número. Balanceaba la cola en arcos pausados, devolvía la mirada a través de la hierba fina y, a su manera, decía: Estoy en mi derecho. Si buscáis pelea, ¿a qué esperáis?.

Avanzó lentamente aumentando la velocidad de la cola, ondeando su melena negra y espesa.

-¡Ah! Es malo. Está enfadado, quiere atacar -dijo Arab Maina en voz baja.

No hay ningún animal, por muy veloz, que supere la velocidad de ataque de un león a una distancia de escasas yardas. Su velocidad es más rápida que el pensamiento y siempre más rápida que la huida.

En la mano con la que contenía a Buller sentí sus músculos nudosos y relajados en un movimiento agitado de furia creciente. La mente de Buller había alcanzado su punto ciego.

Incontrolado, se abalanzaría sobre el león en un valeroso suicidio. Hundí mis dedos en el pelo del perro y le mantuve fuertemente agarrado.

Arab Maina se había transformado. Su rostro había adquirido una expresión hosca y arrogante, con la mandíbula pronunciada y sobresaliente. Se le nublaban los ojos como si estuviera soñando, hundiéndosele en los pómulos altos y brillantes. Observé que tenía los músculos del cuello hinchados como los de una serpiente enfurecida y en las comisuras de sus labios aparecieron motas de espuma blanca. Rígido y pasivo, sostenía la mirada al león.

Por fin, levantó el escudo, como para asegurarse de que continuaba con él en la mano, y dejó caer la lanza a su lado para conservar toda su potencia por lo que pudiera suceder.

Sabía que si el león atacaba, su propia destreza y la de Arab Kosky, a la postre, serían suficientes, pero no antes de que, al menos uno de nosotros cayera muerto o herido de gravedad, Arab Maina era más que un murani; era el jefe de los murani y, como tal, debía estar tan capacitado para pensar como para luchar. Tenía que estar capacitado para la estrategia.

Al observarle, mientras él a su vez observaba al león, supe que tenía un plan de ataque.

-Mirad sus ojos -dijo-. Piensa mucho en muchas cosas. Cree que nosotros también pensamos en las mismas cosas. Debemos demostrarle que no tenemos miedo, igual que él no lo tiene pero que sus deseos no coinciden con los nuestros. Debemos caminar hacia delante y dejarle atrás, con firmeza y valor, y debemos deshonrar su furia con carcajadas y hablando en voz alta.

El entrecejo de Arab Kosky estaba punteado de gotitas sudor. La sombra ligera de una sonrisa se deslizó por su rostro.

-¡Sí, es verdad! El león piensa muchas cosas. Yo también pienso muchas cosas, igual que Lakweit. Pero tu plan es bueno. ¡Lo intentaremos!

Arab Maina levantó un poco más la cabeza y se dio la vuelta lo indispensable para poder mantener a la fiera dentro de su campo de visión. Puso una de sus nervudas piernas frente a la otra y, agarrotado -como un hombre que cruzara un puente construido con un tronco de árbol sobre un abismo-, empezó a moverse. Le seguimos, uno detrás de otro. Mantuve la mano en el cuello de Buller, pero Arab Kosky nos dejó pasar al perro y a mí para que camináramos entre los dos murani.

-Quédate cerca de mí, Lakweit -la voz de Arab Maina denotaba angustia-. Temo por ti cuando no puedo verte.

Arab Kosky estalló de repente en carcajadas forzadas.

-Sé un cuento sobre un rinoceronte que necesitaba una aguja para coserle a su marido...

-empezó.

-Entonces le pidió prestada una a un puercoespín... -dijo Arab Kosky.

Y se la tragó -contribuí-. ¡Ya me sé ese cuento, Kosky!

Los murani reían más fuerte.

-Pero quizá nuestro amigo el león no se lo sabe. Miradle. ¡Está escuchando!

-Pero no se ríe -dijo Arab Maina-. Se mueve cuando nos movemos nosotros. ¡Se acerca!

El león había salido del barranco con paso airado. En ese momento, mientras caminaba, pudimos ver que custodiaba el cuerpo muerto de un gran kongoni. Tenía manchas de sangre fresca en las piernas, las mandíbulas y el pecho. Era un cazador sin compañía -un individualista-, un merodeador solitario. Había dejado de balancear la cola. Su gran cabeza se movía exactamente en relación a la velocidad de nuestros pasos. El olor del león, jugoso, acre, casi indescriptible, nos alcanzó con toda su fuerza.

-Habiéndose tragado la aguja... -dijo Arab Kosky.

-Silencio, ¡ataca!

No sé quién se movió más deprisa si Arab Maina o el león. Creo que debió de ser Arab Maina.

Pienso que los murani se anticiparon al ataque incluso antes de que el león se moviera y, por esa razón, fue una lucha de voluntades y no de armas.

El león se precipitó desde el borde del barranco como una piedra catapultada. Y se detuvo como se detiene la piedra al chocar contra los muros de una almena.

Arab Maina estaba apoyado en la rodilla izquierda. Arab Kosky se encontraba a su lado. Con su escudo, su espada y su cuerpo, cada hombre había dejado de ser humano para convertirse en una máquina de combate, inmóvil, precisa y fríamente dispuesta. Buller y yo nos agachamos detrás de ellos, con mi lanza preparada, en la medida en que podía sostenerla entre las manos, que estaban calientes, no tanto por el sol como por la emoción y el golpeteo de mi corazón.

-Quieto, Buller.

-No te muevas, Lakweit.

El león se había parado. Se quedó a unos pasos del escudo de piel de búfalo de Arab Maina, le miró fijamente a los ojos, desafiándole, y balanceó la cola como el péndulo de un reloj. Creo que en ese momento las hormigas entre la hierba hicieron un alta en su trabajo.

Y entonces, Arab Maina se levantó.

No sé cómo supo qué preciso instante era el momento adecuado, ni cómo supo que el león aceptaría una tregua. Pudo haber sido la absoluta arrogancia en la decisión de Arab Maina de bajar el escudo, aunque fuera un poco, y levantarse, ya sin belicosidad, y hacernos señas con su indiferencia repentina y soberbia. Pero, fuera lo que fuese, el león no se movió más.

Lo dejamos cortando la hierba alta con su pesada cola y la sangre del kongoni secándose en su piel. Pensaba en muchas cosas.

Yo me sentía decepcionada. Seguimos trotando durante mucho tiempo hacia el lugar en que sabíamos que estaría el jabalí. Pensé en lo maravilloso que hubiera sido si el león hubiese atacado y yo hubiera podido usar mi lanza contra él, mientras clavaba sus mandíbulas en los escudos de los dos murani, y cómo después habrían tenido que decir: ¡Si no hubiera sido por ti, Lakweit... ! .

Pero, en aquel entonces, yo era muy joven.

Corrimos hasta llegar al río Molo.

El río recogía su vida en la escarpadura de Mau, se retorcía, hasta el valle y daba vida a su vez a mimosas, cuyas copas son tan amplias como nubes, y a largas enredaderas y lianas que estrangulan la luz del sol y dejan la ribera del río tranquila y a oscuras.

La tierra de la ribera estaba húmeda y marcada con las huellas de los animales que al amanecer seguían una telaraña de estrechos caminos para ir a beber y dejaban en el aire el olor salado de sus excrementos y de sus cuerpos. El bosque del río era estrecho y frío, y vibraba con los cánticos de los pájaros multicolores, y estaba cuajado de flores brillantes que despreciaban al sol.

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