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Authors: Cayla Kluver

Alera (3 page)

BOOK: Alera
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Ahora cabalgábamos por la oscura ciudad. A veces, los cascos del caballo resonaban sobre la piedra; otras, emitían un ruido sordo al pisar las calles de tierra. La luna y las estrellas se reflejaban sobre los restos de nieve, en el suelo. Yo apoyaba el cuerpo contra su pecho, disfrutando de su calor, y noté que nuestras respiraciones se iban acompasando. Me sentía en paz con el mundo. Dimos una larga vuelta en dirección a las caballerizas de palacio. Al llegar, Narian desmontó y me miró, expectante. Me dejé caer entre sus brazos. Mientras me sujetaba, vi que sus ojos reflejaban amor. Nuestros labios se encontraron y se fundieron en un beso, y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

La escena volvió a cambiar. Nos encontrábamos en mi sala, sentados delante de la chimenea, y contemplábamos las ascuas encendidas del fuego. Yo estaba entre sus brazos, me sentía segura, y escuchaba su voz tranquila mientras él me describía la belleza de Cokyria, la tierra en que había crecido. Entonces London entró y separó a Narian de mí. «Te mantendrás alejado de Alera o te las tendrás que ver conmigo», le dijo en tono amenazador. Luego me miró: «No podemos controlar nuestro corazón, Alera, pero debemos controlar nuestro cuerpo y nuestra mente. No podéis casaros con él. Es mejor que os mantengáis lejos de él, para que estos sentimientos se apaguen poco a poco». Miré a London. Todo mi ser me dolía y las lágrimas me caían por las mejillas.

Cuando abrí los ojos ya había anochecido. Me habían despertado unos ruidos procedentes de la sala y enseguida noté que la almohada y mis mejillas estaban ligeramente húmedas.

Contemplé la luz que se filtraba por la puerta, entreabierta, y decidí investigar. Me puse la bata encima de la ropa interior.

La sala de los aposentos no había cambiado mucho de cuando mis padres vivían en ellos, pero Steldor había dejado su huella en ese espacio de forma clara e inconfundible. Los sillones tapizados de brocado color crema que tanto gustaban a mi madre todavía estaban al lado de la ventana y permitían sentarse ante una espléndida vista del jardín. Detrás de éste, el bosque Kilwin se extendía en dirección a la cordillera Niñey - re, en el norte. Pero el sofá había sido sustituido por otro de piel marrón, muy en consonancia con el gusto de Steldor. La chimenea, que se encontraba en la pared este, rodeada por estantes de libros, además del banco que tenía delante, ahora calentaba también un grupo de sillones de piel dispuestos alrededor de una mesa de juego. Un escritorio que mi padre raramente había utilizado, ahora se encontraba en la parte sur de la habitación, y mi esposo lo había llenado de plumas, pergaminos, tinta y libros de cuentas. Cerca del escritorio había un aparador de madera elaboradamente tallada y más sillones.

Las paredes continuaban adornadas con tapices, y los suelos, cubiertos de alfombras. Las lámparas de aceite ofrecían una luz suave. Lo único que parecía faltar en esa habitación era mi toque, y me resultaba extraño sentirme, de alguna manera, ausente de mi propia casa.

En esos momentos, Steldor colocaba una bandeja encima de una mesita baja que había delante del sofá. Enseguida me vio aparecer.

—¿Te encuentras mejor? —me preguntó en tono cordial mientras se servía una copa de vino.

Asentí con la cabeza. No sabía si acercarme a él o no.

—Entonces ven. Te he traído algo para comer.

A pesar de su invitación, permanecí donde estaba. Él llenó una copa de vino para mí. Luego levantó la cabeza y, al notar mi resistencia a acercarme, se dirigió a la chimenea. Su chaqueta, su jubón y sus armas reposaban encima del banco.

—Te prometo que te dejaré comer tranquila —dijo con una carcajada, mientras hacía un amplio movimiento con el brazo para señalar la comida.

Sentí que me hervían las mejillas. A pesar de ello, avancé hacia la chimenea. El olor de la comida era irresistible. Steldor se sentó relajadamente en uno de los sillones con la copa y la jarra de vino. Yo me acomodé en el sofá dispuesta a devorar la carne, el pan y la fruta. Cuando por fin dejé de sentir ese agujero en el estómago, miré a mi esposo y la expresión risueña con que me observaba volvió a hacerme sonrojar.

—No te detengas por mí —dijo, al darse cuenta de que me incomodaba—. Hace una hora, yo he comido con la misma voracidad que tú.

Tomé unos cuantos bocados más, aunque un poco más despacio, y luego dejé los cubiertos encima de la mesa.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —pregunté.

—Por fin oigo tu dulce voz —bromeó Steldor. Era evidente que estaba de muy buen humor. Se sirvió otra copa de vino antes de responder—: Has conseguido dormir, por lo menos, tres horas.

Lo miré, sorprendida y asustada ante la posibilidad de haber fallado en el cumplimiento de mi deber como reina de Hytanica.

—Así pues, ¿la celebración ya ha terminado?

—Sí, a no ser que deseemos continuar celebrándolo en privado. —Steldor se puso en pie con una sonrisa de engreimiento y me acercó el vino—. Pero no te sientas culpable.

Sospecho que he disfrutado más del jolgorio de lo que lo habrías hecho tú.

Dejó su copa y la jarra en la bandeja que había encima de la mesa, cogió mi copa y me la ofreció. Yo di unos cuantos sorbos de vino, nerviosa, consciente de su mirada sobre mí e insegura acerca de cuáles eran sus intenciones. Al cabo de un momento de gran incomodidad por mi parte, Steldor rodeó la mesa y se sentó a mi lado. Inmediatamente, me puse en pie.

Fue como si el peso de su cuerpo me hubiera propulsado hacia arriba.

—Creo que voy a retirarme ya a dormir. Por favor, excúsame, mi señor.

Él soltó una breve y cínica carcajada.

—Dormir…, comer…, beber… Seguro que ya te has recuperado y que podrías hacerme un poco de compañía.

—Si así lo deseas.

Me volví a sentar, tensa, en el borde del sofá y con la copa de vino entre las manos. Sin decir palabra, él cogió la copa y la dejó en la bandeja. Luego me sacó las horquillas del pelo, que me cayó sobre los hombros.

—Hace una semana me pediste que fuera despacio, y yo accedí y me mantuve a distancia —dijo, reprendiéndome—. Incluso he dormido en el suelo, sobre el jergón de mi soldado, durante las pasadas noches, en la habitación de invitados. —Hizo una pausa y se entretuvo enrollando un mechón de mi pelo con el dedo—. No llego a comprender cómo conseguirás sentirte cómoda conmigo si ni siquiera dejas que te bese, por no hablar de tocarte. —El tono de su voz era ligero, pero percibí el deseo en sus ojos.

Bajé la cabeza, desolada. Sabía que él tenía derecho a esperar algo más, que yo no tenía ninguna excusa que poner. Steldor se acercó más a mí y me cogió la barbilla con los dedos.

Entonces se inclinó hacia delante y unió sus labios a los míos con ternura y sensualidad. A pesar del deseo que sentía de escapar, me atrajo su manera de acercarse, sorprendentemente amable, y, como siempre, su provocativo olor me atrapó. Steldor se apartó un poco de mí para evaluar mi reacción y luego me abrió la bata. Sin apartar sus ojos de los míos, me puso la punta de los dedos en la base del cuello, me acarició la parte de la clavícula y fue bajando poco a poco hasta la hendidura entre mis pechos.

—Por favor, no —dije casi sin respiración, incapaz de controlar el sonrojo y los rápidos latidos de mi corazón.

—Debes aceptar mi contacto —murmuró, y recorrió con los labios el mismo trazado que había dibujado con los dedos.

—Detente —insistí, pero él apretó los labios contra los míos, ahogándome la voz.

Steldor recorrió todo mi cuerpo con las manos, y yo sentí que un fuego me invadía. Me molestó no poder evitar que él tuviera ese efecto sobre mi voluntad, así que lo empujé para apartarlo. Durante un terrible instante temí que él no se dejara, pero por fin se incorporó y dejó reposar las manos sobre mi cintura. Me miró con el ceño fruncido y cara de exasperación.

—Tus labios responden favorablemente a los míos, así que quizá sea tu corazón el que no quiere —dijo, mientras volvía a atraerme hacia él lenta pero decididamente—. Como esposo, tengo derecho sobre tu cuerpo, con o sin tu corazón.

—Si me quieres, y si tienes alguna esperanza de que yo algún día te quiera, no debes hacer esto —supliqué, consciente de lo indefensa que me encontraba ante él.

Él me retuvo unos momentos, mirándome insistentemente con sus ojos profundos y marrones. Luego me soltó, se levantó y se acercó al fuego de la chimenea. A pesar de que el corazón todavía me latía con fuerza, al ver que él cogía el jubón del banco y se lo ponía sentí una profunda sensación de alivio. Steldor cogió después sus armas y se las colocó descuidadamente alrededor de las caderas. Entonces caminó hasta la puerta sin dirigirme ni una palabra ni una mirada.

—¿Adónde vas? —grité, repentinamente frustrada.

—Fuera —respondió, cortante.

Y, tras dirigirme una última mirada fulminante, desapareció por la puerta que daba al pasillo. Yo me quedé allí, pensando en su personalidad caprichosa y en los contradictorios impulsos de mi cuerpo y de mi corazón.

Al día siguiente, y antes de tener ocasión de encontrarme con él, supe que el enojo de Steldor no había remitido. Si habitualmente abandonaba los aposentos en silencio antes de que yo me despertara, esa mañana se ocupó concienzudamente de molestarme y dio un portazo al salir. Suspiré, me vestí y desayuné. Luego abandoné la habitación para empezar mis deberes en mi primer día oficial en calidad de reina.

Me dirigí hacia la escalera principal con una ligera sensación de que algo fallaba, pues me faltaba mi guardaespaldas personal. Mi padre, durante su reinado, ordenó que, además de mi madre, tanto mi hermana como yo estuviéramos constantemente vigiladas, posiblemente a causa de la desconfianza que la guerra contra Cokyria le había hecho sentir. Pero Steldor había decidido que no había necesidad de tomar tales medidas mientras nos encontráramos dentro del palacio, que estaba fuertemente protegido, así que Cannan había destinado a otros puestos a los hombres que hasta el momento habían cumplido esa función. Sin embargo, y para tranquilizar a mi padre, Steldor había dejado a Halias, el guardia de elite que había protegido a mi hermana desde el día en que nació, como guardaespaldas de Miranna.

Mi primera tarea consistía en reunirme con el personal de servicio en la sala de la Reina, que se encontraba en el primer piso del ala este de palacio. Después de elaborar el menú para los próximos días con la cocinera y de decidir qué habitaciones habrían de limpiarse esa semana, la gobernanta me informó de que había que reemplazar a dos de las criadas y de que tenía varias candidatas para mi consideración. Me alarmé, pues nunca había pensado que tendría que contratar a alguien, y mi madre nunca me había instruido acerca de los criterios en los que tenía que basarme para tomar una decisión como ésa.

—¿Qué funciones tendrán que desempeñar esas dos criadas? —pregunté al final.

—Una se encargaría de la limpieza general, alteza —respondió la gobernanta inmediatamente—. La otra serviría como doncella a la princesa Miranna, ya que Ailith se ha marchado para casarse.

—¿Y esas mujeres están contigo?

—Sí, señora, están en el pasillo.

—Bueno, supongo que tengo que hablar con ellas.

—Sí, mi señora.

Esperé, incómoda, ante el escritorio que mi madre siempre había utilizado, a que la gobernanta acompañara a las solicitantes.

Cuatro mujeres. Cada una de ellas de una edad, una corpulencia y una talla distintas. Entraron en la habitación y se colocaron formando una hilera delante de mí. Yo formulé la única pregunta que se me ocurrió.

—¿Habéis ocupado alguna vez el puesto de criada?

Por desgracia todas negaron al mismo tiempo. Se hizo un momento de tensión durante el cual me esforcé por pensar en otra pregunta. Al final me dirigí a la más joven y mejor vestida de las cuatro.

—¿Cómo te llamas?

—Ryla, majestad —respondió ella con una sonrisa que le iluminó el rostro. Mi intuición me dijo que su carácter congeniaría con el de mi hermana.

—¿Piensas que serías capaz de cumplir los deberes de una doncella?

—Sí, alteza. Aprendo deprisa y me sentiría muy honrada de ocupar un cargo como ése.

—Muy bien, pues. Estarás al servicio de la princesa Miranna.

A continuación, y como no sabía cómo diferenciar a la una de las otras tres candidatas que quedaban, miré a mi gobernanta pidiéndole auxilio.

—Te dejo las últimas decisiones a ti —dije, con la esperanza de parecer más segura de mí misma de lo que me sentía—.

Sin duda, tú eres más capaz de juzgar las habilidades de estas mujeres que yo.

La gobernanta asintió con la cabeza con un gesto amable e hizo salir a las cuatro mujeres de la habitación. Despedí al resto del servicio para que prosiguieran cumpliendo sus tareas y me instalé en uno de los sillones de terciopelo rosa al lado de la ventana para que me sirvieran la comida. Mientras comía, mis pensamientos divagaron hacia la primera reunión oficial que iba a preparar en calidad de reina: sería una pequeña celebración para el cumpleaños de Miranna, el 19 de junio.

La jefa de cocina volvió por la tarde con el escribiente de palacio y empecé a hablarle de las ideas que había tenido para la cena de celebración. Pasé dos horas elaborando el menú y la lista de invitados. Entre ellos se encontraban mis padres; lord Temerson, el joven que era el favorito de mi hermana, y sus padres; lady Semary, la mejor amiga de mi hermana, y sus padres; Cannan y su esposa, la baronesa Faramay; el mejor amigo de Steldor, lord Galen, y su acompañante; y lord Baelic, el hermano pequeño de Cannan, con su esposa y sus dos hijas mayores, pues éstas formaban parte del círculo de amigas de mi hermana.

Más tarde cené con mi familia, y al terminar me sentía tan agotada por las tensiones de ese día que me hubiera gustado regresar a mis aposentos, pero dudaba en hacerlo a causa del mal humor que Steldor me había mostrado esa mañana.

Él no se había reunido con nosotros para cenar, así que supuse que su humor no había mejorado y yo temía encontrarme con él en nuestra sala. Así que me fui a la biblioteca.

Al cabo de una hora, sin embargo, dejé el libro con la esperanza de esquivar a mi esposo y su actitud hostil dirigiéndome directamente a la cama.

Por desgracia, en cuanto entré en la sala me encontré con que Galen y Steldor estaban sentados en los sillones, el uno frente al otro, inmersos en una partida de ajedrez. Hacía poco tiempo que Galen había sido designado sargento de armas, pues Kade había depositado con gusto la responsabilidad de dirigir todo el palacio en manos del joven. Galen pronto se dio cuenta de que eso también lo colocaba en la posición de lacayo y criado oficial de Cannan, y resultaba necesario que pasara largos días, e incluso noches, en palacio. Observé rápidamente a los dos amigos y percibí hasta qué punto su aspecto era parecido. Galen solamente tenía un año más que Steldor, su altura y constitución física eran similares, e incluso tenía los mismos gustos en la forma de vestir. Yo siempre había creído que también sus caracteres eran parecidos, pero hacía poco tiempo que había empezado a pensar que la personalidad de Galen, al igual que sus ojos y sus cabellos marrones, no era tan oscura como la de Steldor.

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