Authors: Cayla Kluver
A pesar de lo doloridas que tenía las piernas y los pies, baje la suave pendiente de la colina, encima de la cual se encontraba la casa al borde del bosque, y allí encontré con facilidad el camino que tantas veces había recorrido con Semari, Miranna y, a veces, con Narian. Seguí su sinuoso recorrido tropezado de vez en cuando con las raíces ocultas en la sombra. Al final salí al estrecho claro que se encontraba a la ribera del Recorah. Corrí hasta el río, me arrodille y le lave la cara para quitarme el sudor y el polvo del camino y, finalmente, bebí del agua del río con las manos. El agua estaba helada, así que, después de llenar la botellita, me senté y metí los pies hinchados, con zapatos y todo. Inmediatamente noté la corriente y me sorprendió que tuviera tanta fuerza incluso allí, en la orilla, pero el frio del agua fue un alivio que agradecí.
El aire comenzaba a hacerse frio ahora que el sol empezaba a bajar, y sentí un escalofrió en la espalda. Sabía que debía regresar a la casa, pero no me animaba a hacerlo, pues los recuerdos que encontraba en ese lugar eran demasiado fuertes. Miré río abajo y vi el lugar en que Narian me había rescatado cuando me caí a la fuerte corriente el verano anterior. Fue la primera vez que me cogió en brazos. Al recordarlo se me hizo un nudo en la garganta. Me mordí el labio para reprimir las emociones que empezaban a embargarme. Finalmente me puse de pie camine rápidamente hasta las rocas. Me subí encima de ellas procurando mantenerme a una distancia prudencial del agua. Ahora Narian no estaba allí para salvarme si me caía.
Mire al oro lado del Recorah. El estruendo de las aguas de ese rio poderoso al chocar contra las rocas y lo troncos caídos me llenaban los oídos. Los arboles al otro lado del río parecían unos centinelas fantasmales bajo la luz menguante, y detrás de ellos a cierta distancia, pude distinguir el fuego de los campos cokyrianos. Resultaba extraño encontrar lo bastante cerca para ver a los enemigos de Hyantica comer, dormir y vigilar, mientras esperaba el momento adecuado para atacar. Por un instante me paso por la cabeza la idea del peligro que representaba estar tan carca de las líneas enemigas, pero la noche tranquila y me pareció que los cokyrianos estaban disfrutando de la paz que se respiraba.
En ese momento me asusto un ruido que oí a mis espaldas en el bosque. La sensación de seguridad se desvaneció de inmediato. Me dije que se trataba solamente de un animal, pero al instante me di cuenta de que un animal salvaje no era precisamente tranquilizador. Aunque no había pasado mucho tiempo en el bosque, sabía que ahí vivían jabalíes y oso salvajes ¿Y si me atacaba un animal? Mi instinto me decía que retrocediera sobre las rocas, pero tenía miedo de caer al río, que probablemente seria más traicionero que cualquier enemigo que pudiera estar acechado entre los árboles. Al cabo de un rato, puesto que el ruido no se repitió, empecé a tranquilizarme. Pero enseguida recordé que tenía que atravesar ese bosque para regresar a la casa del barón.
SIN GUARDAS
Bajé de las rocas precipitadamente para iniciar el camino de regreso a través del bosque. Encontrar el sendero me resultaba difícil a causa de la poca luz, así que dudé un momento sin atreverme a caminar entre los imponentes árboles cuyos troncos eran más gruesos que mi cuerpo y cuya altura superaba ampliamente la mía. Pero no podía pasar la noche sin cobijo ni defensa a orillas del Recorah. Así que, puesto que no me quedaba otra alternativa, y sin lámpara para alumbrarme, inicié el camino de regreso hacia la casa del barón con la sensación de que el bosque se cerraba a cada paso que daba, formando una red de oscuridad a mí alrededor.
Mientras caminaba, ahora ya sin prestar atención al dolor de los pies, cada ruido —el susurro de unas hojas, el ulular de una lechuza— parecía un mal augurio y hacía que se me acelerara el corazón. A pesar de que el miedo amplificaba los sonidos de la noche, continué adelante y, aunque mi paso era inseguro a causa del suelo irregular, avanzaba a buen ritmo.
Entonces, justo en el momento en que parecía que la luz de la luna empezaba a penetrar la oscuridad, una señal de que el bosque empezaba a hacerse menos espeso, sentí una mano que me apretaba con fuerza la boca. Incapaz de respirar, incapaz de gritar y con un terror que me helaba las venas, sentí un pecho musculoso contra la espalda. Noté un acero frío que me quemaba la piel del cuello.
—Tienes diez segundos para decirme qué estás haciendo aquí —me dijo el hombre al oído mientras apartaba la mano de mi boca y me sujetaba por el brazo.
Yo, sintiendo la muerte en el filo del acero que me presionaba el cuello e imaginando mi pecho empapado por mi propia sangre, respondí con un hilo de voz.
—Estoy... perdida, ¡favor, por favor, no me hagáis daño!
Durante un terrible instante todo quedó inmóvil. Luego dejé notar el acero contra la piel del cuello.
—¿Alera?
El hombre pronunció mi nombre con incredulidad, pero yo estaba demasiado asustada para darme cuenta. Intente liberarme de él desesperadamente sin preguntarme ni por un momento cómo sabía mi nombre. El hombre me cogió con la otra mano y me obligó a dar la vuelta.
—por favor, os lo suplico dejadme marchar —rogué, pues de repente ya no sólo temía por mi vida. Miré a mi alrededor, angustiada, intentando no mirar la cara de mi captor.
—Alera, miradme.
Esta vez, cuando pronunció mi nombre, el tono de su voz me obligó a quedarme quieta.
Reuní todo mi valor y levanté la mirada. Vi unos mechones plateados sobre unos ojos que me eran familiares, unos ojos de color índigo que reconocí incluso en esa oscuridad, y me apoyé en él aliviada y mareada a la vez. El hombre que había sido mi guardaespaldas desde que era niña me levantó en brazos, me sacó del bosque y me llevó colina arriba. Recliné la cabeza sobre su hombro, cansada, aterida y hambrienta, pero inmensamente agradecida de estar con él, porque así me sentía a salvo.
Cuando llegamos a la casa, me dejó sentada en el suelo con la espalda apoyada en el muro. Un escalofrió me recorrió el cuerpo, y ese movimiento no le pasó inadvertido.
—Poneos esto —dijo quitándose el jubón de piel y echan dómelo sobre los hombro, Esa familiar pieza de ropa, que é1 siempre llevaba sobre la camisa blanca, todavía conservaba el calor de su cuerpo, y me cubri con ella, agradecida y consolada por ese tacto y ese olor. Olia a piel, a bosque, al humo de los fuegos de los campamentos. Olia a London— y comed esto—continuó mientras depositaba en mi mano algo que acababa de sacar del saquito que llevaba colgado del cinturón.
El mero hecho de pensar en comida me provocó un retorcijón. Me puse en la boca lo que me había dado sin siquiera mirar qué era. Era algo seco y duro, obviamente algo que los soldados llevaban siempre encima, pero no me importaba su sabor.
—Quiero que esperéis aquí. —London hablo en voz baja pero firme—. Sólo me ausentaré un par de minutos.
Asentí con la cabeza, demasiado cansada para responder ni para formular pregunta alguna. El me observó un momento, como si dudara —lo cual no era propio de London—, y entonces se apoyó sobre una rodilla ante mí. Se sacó una daga de la bota y me la puso en la mano. Luego me acarició la mejilla con un gesto tranquilizador y se alejó por el lado de la casa que quedaba a mi derecha mientras examinaba su estructura. Después oí el ruido de cristales rotos: había partido el cristal de una ventana con la empuñadura de uno de los dos puñales que llevaba siempre en el cinturón.
A continuación desapareció de mi vista.
Mientras esperaba a que London regresara, me atenazó el miedo. ¿Por qué me había dado un arma? ¿Estaba realmente en peligro allí fuera, yo sola? Quise distraerme, así que miré hacia mis pies en la oscuridad. Tenía los zapatos destrozados casi por completo, y la piel de los pies, parcialmente al descubierto, estaba enrojecida y tenía ampollas a causa del frio. Apoye la cabeza contra el muro de la casa, enojada con mi in sensatez y deseando que London regresara pronto. De repente, el contacto el contacto de su mano sobre mi hombro hizo que me pusiera en pie al instante, preparada para salir corriendo: ya fuera por mi cansancio, ya fuera por su entrenamiento como explorador, no lo había oído acercarse.
—¿Podéis caminar o necesitáis ayuda?—preguntó mientras se arrodillaba otra vez a mi lado y observaba lo que quedaba de mis zapatos.
—¿Adónde vamos? —pregunté, incapaz de articular bien las palabras.
Sin responder London me levantó, pues había comprendido que mi dificultad en hablar se debía al agotamiento, y me llevó hasta la parte delantera de la casa. Allí, empujó la puerta «era evidente que la había abierto desde dentro» y me llevó hasta un cómodo sillón del salón. Miré los muebles que había a mi alrededor: aunque estaba oscuro, conocía bien esa habitación. Deseé que apareciera un sirviente con el té que tan a menudo se había servido entre esas paredes. London volvió a dejarme sola, pero esta vez regresó enseguida con una manta que había encontrado en uno de los dormitorios.
—Estaréis más segura aquí que fuera —dijo mientras me cubría con la manta—. He de regresar al bosque a buscar mi caballo.
Cuando llegó al arco que separaba el salón del recibidor, se detuvo y se dio la vuelta.
—Tened la daga con vos, por si acaso...
Cerré los ojos con la intención de descansar sólo unos minutos, pero fue London quien me despertó sacudiéndome enérgicamente. Mientras me esforzaba por reaccionar y recordar dónde me encontraba, él volvió a guardarse la daga en la bota. Luego me tomó en brazos y me llevó hasta su caballo, que se encontraba delante de la puerta. Me izó hasta la silla con la manta y saltó sobre el caballo, detrás de mí, al igual que había hecho Steldor esa tarde, que en esos momentos me parecía tan lejana. London cogió las riendas y dijo.
—En cuanto nos hayamos alejado de aquí tendréis que explicarme unas cuantas cosas.
Espoleó el caballo, que arrancó en un fuerte galope que me obligó a apoyarme en mi guardaespaldas. Avanzamos fuera de los caminos, siguiendo los límites de los bosques, y nos acercamos a la ciudad dando un rodeo. Yo no dije ni una palabra, ni siquiera cuando London hizo girar la montura hacia el interior del bosque y subir por una pronunciada pendiente. El atlético animal esquivaba árboles que parecían, emerger de la nada en medio de la densa oscuridad. Cuando el suelo empezó a nivelarse otra vez, London moderó el paso del caballo. Vi que delante de nosotros se levantaba une pared de roca que tenía una cavidad. Con sorpresa me di cuenta de que habíamos llegado hasta el pie de la cordillera Niñeyre, un lugar en donde nunca se me había permitido aventurarme, en parte porque era una mujer y en parte porque el enemigo reclamaba las altas zonas desérticas que quedaban al norte y al este de nuestras tierras. A pesar de que el terreno rocoso y el tramo sur del río Recorah nos separaban de Cokyria, mi sobreprotector padre nunca nos permitió a mi hermana ni a mi explorar esa parte del reino.
London saltó de la grupa del caballo y aterrizo en el suelo sin hacer ningún ruido. Luego levantó los brazos hacia mí. Negué con la cabeza, pues no quería parecer inútil, y desmonté por mis propios medios, pero al instante lamenté mi decisión: en cuanto puse los pies, destrozados, en el suelo tuve que apretar los dientes para reprimir un grito de dolor.
London me hizo una señal para que fuera hacia la boca que se abría en la roca y ató el caballo junto a la entrada. Luego desapareció de la vista unos instantes y regresó con un montón de leña que colocó en el centro de nuestro refugio. Entonces, con pedernal y el acero de un cuchillo, encendió un agradable fuego. No había mucho espacio, el justo para dos personas, pero no me importaba, pues la luz y el agradable calor del fuego quedaban recogidos en el pequeño espacio.
Mi antiguo guardaespaldas y yo nos sentamos el uno frente al otro. Las llamas se reflejaban en sus amables ojos; me cubrí los hombros con la manta como si quisiera protegerme de las preguntas que se me iban a hacer a continuación.
—¿Queréis contarme qué hacíais ahí fuera? —preguntó él finalmente en tono amable, como si tuviera miedo de asustarme.
—Paseaba —dije con voz ahogada. London se levantó, sacó una botellita que guardaba en la silla de montar y me la lanzó. Yo la atrapé, lo miré con agradecimiento y bebí. Pero el sabor del líquido me hizo arrugar la nariz.
—Es vino —me informó al ver la expresión de mi rostro—. Os reanimará y os calmará el dolor.
Asentí con la cabeza y dio otro trago mirándolo mientras él regresaba a su sitio, al otro lado del fuego, delante de mí. Esperó a que hubiera bebido un poco más y luego insistió:
—¿Paseabais? ¿Desde dónde?
—Desde el lugar en el que Steldor se llevó mi caballo—repliqué sin contemplaciones.
A pesar de que había adormilado mientras cabalgábamos, todavía me quedaba poca energía para hablar. London frunció el ceño, confundido.
—¿Dónde están vuestros guardias?
—No me llevé ninguno.
—¿Estabais vos y Steldor cabalgando juntos?—insistió, ahora ya con un tono de desaprobación en la voz.
—No —me limité a responder yo. Empezaba a darme cuenta de que Steldor no era el único culpable de la situación en que me encontraba—Me fui sola y él vino detrás de mí.
—Y el se llevó vuestro caballo.
—Yo no quería regresar, y él se enojo conmigo—repuse en tono apagado, para que el guardia de elite simpatizara conmigo y culpara a Steldor. No lo hizo.
—¿Y por qué abandonasteis el palacio, Para empezar?
Bajé la cabeza, incapaz de mirar a London a los ojos. Esperaba absurdamente que encontrara la respuesta por sí mismo. Se hizo un silencio, y yo notaba que me estaba observando.
—Ya comprendo de qué va todo esto —dijo al final en tono burlón.
Levanté la mirada y vi que se había puesto en pie, demasiado irritado para continuar sentado.
—Abandonasteis el palacio a causa de la ridícula idea de que Narian podía estar en la casa de su padre.
Aparte la vista sin intentar negarlo. Él meneó la cabeza, exasperado.
—¿No se os ocurrió pensar que yo ya había buscado allí? ¡Vuestro deseo de encontrarlo os habría podido causar la muerte! Deberíais haber sido más sensata, Alera. Habéis tenido guardaespaldas toda la vida. ¿Cómo habéis podido marcharos sin uno?
London se pasó la mano por el cabello plateado con gesto distraído. Cuando lanzó la siguiente pregunta, no estuve muy segura de que me la dirigiera a mí.