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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (12 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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¿Qué hombre de sentido común puede soportar la política o la guerra, si no cuenta con la ayuda de la risa? Nosotros imaginábamos a Alcibíades entre los espartanos, llorando por su perfumista y su cocinero, mientras él, en las márgenes del río Eurotas, salía sin considerar el tiempo, comía sencillamente, dormía poco y hablaba mucho. Se dice que, después de un mes, quienes le veían no podían creer que no era espartano de nacimiento. Creo que Jenofonte tenía razón al decir que en cierta ocasión empleó los dientes en la palestra, pero eso fue antes de que nosotros naciéramos, por lo que no observamos lo importante de esa historia: no se trataba de que fuera débil o cobarde, sino de que recurriría a todo para vencer.

Fue él quien advirtió a los espartanos que nuestro préstamo de barcos a los argivos constituía una violación de la tregua. Por ello, los espartanos hicieron un préstamo, a su vez; prestaron un general a los siracusanos. Vino sin tropas, en una barca de pesca, servido tan sólo por los ilotas que llevaban su equipaje y su escudo; por ello Nicias le despreció y le permitió pasar.

Después de esto no tuvimos noticias durante algún tiempo. Si alguien le preguntaba por su padre, Jenofonte contestaba que estaba bien; había sido educado al modo de los espartanos: no hablar de aquello que mucho importa. Pero era más alegre que los espartanos, y seguíamos siendo buenos amigos. Era entonces pupilo de Gorgias, y se le podía ver entre los jóvenes bien educados que escuchaban gravemente y hablaban cuando les correspondía. Estoy seguro de que no hablaba de mis estudios, porque sabía que no me era dable pagar los honorarios que reclamaba Gorgias. Había dejado de burlarse de Sócrates, pero se sentía apesadumbrado por la mayor parte de sus amigos, que, como yo sabía, no hubieran sido recibidos en casa de Gryllos. Me lo dijo cierto día que estábamos cazando en Himeto. Habíamos cobrado nuestras piezas y recogido las redes, tras lo cual nos sentamos en la pedregosa cumbre para tomar nuestro desayuno, en una losa alrededor de la cual el roció brillaba en la hierba. La Ciudad estaba extendida a nuestros pies, dorada por los rayos del sol; más allá de Egina, las colinas de Argólida eran azules al otro lado del golfo, y detrás de ellas se alzaban las altas montañas de Laconia. Tras haber comido los restos de nuestro desayuno, los perros se lamían las costillas y buscaban pulgas. Se habla fácilmente en semejantes circunstancias, y Jenofonte me preguntó, sin malicia alguna, cómo podía yo pasar mi tiempo con aquella gente.

—Eurípides, por ejemplo. ¿Es cierto que siempre muestra sus tragedias a Sócrates, antes de entregarlas al teatro?

Le contesté que así había oído yo decirlo.

—¿Cómo es posible, por tanto, que Sócrates apruebe algo tan falto de respeto para los dioses?

—Define tus palabras —repuse—. ¿Qué es el respeto a los dioses?

¿Y si Eurípides cree que algunas de las viejas leyendas son irrespetuosas para ellos?

—¿Dónde iríamos a parar si uno decidiera por sí mismo lo que debe creerse de los dioses? Además, habla mal de las mujeres y las prostituye.

—De ninguna manera; simplemente las convierte en seres de carne y hueso. Hubiera imaginado que eso habría de complacerte.

Dije estas últimas palabras porque últimamente Jenofonte había empezado a interesarse por ellas.

Silbó a los perros, y los acarició, mientras ellos se gruñían mutuamente por acercarse más a él. Eran lebreles de Castoria, de pelambre rojiza y hocicos blancos; recuerdo que se llamaban Psique y Augo.

—Todos sabemos que el hombre ha de ser leal a su maestro —dijo mientras buscaba garrapatas en la oreja de la perra—, pero por la forma en que tú hablas de Sócrates, se creería que es tu amante. Si lo es, lamento lo que he dicho.

Poco era el peligro de que un doncel perdiera la cabeza mientras estaba en compañía de Sócrates, cuya broma favorita era asegurar que él era esclavo de la belleza, en la misma forma en que el valiente ríe después de la batalla y afirma que no retrocedió porque no había dónde huir. Nadie podía halagarnos con extravagantes cumplidos en su presencia. Cuando tal cosa sucedía, llevaba a la persona aparte y le decía:

—¿No comprendes que estás cantando tu propio canto triunfal antes de la victoria? Además, asustas a la caza y la haces más difícil de cobrar.

Pero esto no era lo único que me impedía ser orgulloso.

Cierto día llegué algo tarde, y encontré a Sócrates que estaba ya hablando en la columnata, cuando el joven Teages observó:

—No creo, Sócrates, que hayamos refutado lo que Lisias acaba de decir. Tú objetaste, Lisias, que… Pero, ¿dónde está? Se encontraba aquí hace un momento.

Durante algún tiempo me asombró no ver nunca a Lisias en compañía de Sócrates. Me parecía que puesto que no era él persona que se hiciera indeseable, debía de tener alguna razón para permanecer alejado. Aquellas palabras de Teages se grabaron en mi mente, y después le pregunté si Lisias iba a menudo allí.

—Sí —contestó—; viene casi tanto como tú. Seguramente se debe a la casualidad que no le hayas visto.

Poco después de esto supe que Sócrates había marchado a los jardines de la Academia. Fui allí, y le vi sentado bajo el olivo sagrado, junto a la estatua del héroe Academos. El declive estaba entonces cubierto sólo de hierba, por lo que desde allí se gozaba de una amplia vista. Vi a Lisias inmediatamente, y sentí, como se siente aun a considerable distancia, que también él me había visto. Pero entonces el sendero que yo seguía rodeaba unas adelfas; luego desapareció.

Una cosa es cuando el hombre sale a la palestra, en presencia de una multitud en la que están muchos amigos suyos, y otra muy distinta cuando la única cara nueva es la de uno mismo. Tuve que seguir, pues todos me habían visto, pero no brillé en la polémica.

Mientras regresaba a casa, me dije a mí mismo: «¿Qué sucede? No hace mucho Lisias no se avergonzaba de hablarme ante todos los caballeros en el Anakeion. ¿Qué me ha hecho tan repulsivo a él? Tal vez alguien me haya calumniado». Naturalmente, yo tenía enemigos, algunos de ellos personas a quienes jamás había visto, cuyos amigos, si los habían perdido, yo les hubiese devuelto muy gustosamente. «Pero no; Lisias no presta oídos a la maledicencia; debo de ser yo mismo quien le haya ofendido. No he vigilado mi comportamiento en debida forma; me he dejado halagar por atenciones que no debían ser aceptadas, por lo que los hombres de buen juicio me evitan, con disgusto.» La próxima vez que vi allí a Lisias, ante mí, fui yo quien se alejó, sin preocuparme si él lo observaba o no. Por lo menos sabía lo bastante, me dije a mí mismo, para evitar que mis mayores me abrieran paso.

Unos pocos días después llegó la fiesta de Zeus Olímpico, ocasión en que se celebraba la carrera de antorchas a caballo. Fui con Jenofonte, a quien no me costó persuadir que saliera pronto del concurso de música; por tanto, encontramos un buen lugar, llegando allí incluso antes que los vendedores de higos y los juglares.

El Hipódromo había sido engalanado con guirnaldas de hojas de roble y flores. Había dos grandes antorchas encendidas en la línea de partida, y una en la vuelta. Era una noche clara, con brisa suficiente para agitar la llama de las antorchas, pero no para apagarlas; la luna salió grande y fría, como un escudo dorado. Los equipos se reunían entonces y al ver a los hombres desnudos montados en los grandes caballos, se pensaba en una reunión de centauros, a la luz de la luna, dispuestos para la caza. Los conductores de los equipos estaban preparados; oí una voz que ordenaba a un caballo que permaneciera quieto, y vi a Lisias en la línea de partida, cogiendo la brida con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía en alto la antorcha. La trompeta sonó; los cascos de los caballos golpeaban rítmicamente la tierra; la llama de la antorcha se inclinaba hacia atrás en el aire, y los gritos de la muchedumbre la seguían como si frieran su humo.

Cuando tomaron la curva, Lisias estaba en cabeza; cuando acabó su vuelta, inclinándose hacia adelante para entregar la antorcha, le vi claramente, sonriendo a su compañero de equipo y animándole a gritos. Jenofonte dijo después que su equipo había vencido porque habían entrenado mejor a sus caballos para tomar la salida. Contesté observando que, sin duda, ésa era verdaderamente la causa.

Un barco-almacén que regresaba de Sicilia trajo otra carta de mi padre. Mi madre me llamó para que se la leyera. «Te remití la carta anterior por el barco samio —decía—, y su piloto debió habértela entregado. Cuando ésta llegue a tus manos, habrás dado ya a luz. Si es niño, llámale Arcágoras, como habíamos convenido. Para mi hijo Alexias, que te leerá estas palabras, mi bendición. Procura que no abandone sus ejercicios y la equitación; además, debe buscarse un buen maestro de armas. Recomiendo a Demeas de Mantinea, y apruebo el coste. En mi opinión, la guerra no terminará tan pronto como la Ciudad supone.» Por tanto, me enrolé en un curso de combate armado, a pie y a caballo. Demeas me prestó una armadura; mi padre no había dicho que me comprara una, y yo no osé incurrir en tan importante gasto sin su aprobación. Cuando fuera efebo, la cosecha del año próximo estaría recogida. Entretanto, los pesados ejercicios enderezaron mis hombros, y ayudaron a equilibrarlos con mis piernas y talle, señalado ya con el Cinto del Corredor. En aquellos tiempos un hombre dio en seguirme tan descaradamente en la palestra, que me sentí ofendido y me negué a hablarle. Me alcanzó cuando me estaba frotando, y resultó ser no un galanteador, sino un estatuario, que quería un modelo. Creyendo que le debía algo por mi descortesía, le permití tomar algunos bocetos, a pesar de que me molestaba la gente que se había agrupado para contemplamos, pero cuando el hombre insistió en que fuera a su taller, tuve que negarme por falta de tiempo. Trabajaba entonces todos los días con mi preparador, pues se acercaban las Panateneas; y aquél era el Año Grande en que llevaban su nueva capa a Atenea, y se celebraban los Juegos.

Tres veces en mi vida había visto yo la procesión sagrada; cuando contaba cuatro, ocho y doce años; la nave-carruaje de la diosa, con las doncellas desplegando la túnica para mostrar su delicado trabajo, los bueyes de cuernos dorados enguirnaldados para el sacrificio, las muchachas con las cestas sagradas, los efebos elegidos por su belleza, y los triunfadores de los Juegos. Dos veces había estado en la calle, entre las sudorosas gentes del campo, para ver a mi padre cabalgando con los caballeros, luciendo su capa bordada de púrpura, sacada para aquella solemnidad del arca con hierbas olorosas, coronada la cabeza con mirto, y cepillado el caballo hasta hacerlo brillar como si fuera de bronce. Aquel año no cabalgaba. Ni yo estaba entre la multitud, pues había ganado la carrera para muchachos y me encontraba entre los vencedores.

Más claramente que la carrera en sí, recuerdo cuando estaba sobre la piedra de salida, tocando la línea con los dedos de los pies, temeroso de salir demasiado pronto y de ser azotado por los árbitros, o hacerlo demasiado tarde y perder. Hacía mucho calor; durante muchos días Helios había dejado caer implacablemente sus rayos en los campos sin lluvia. El polvo de la pista quemaba los pies, me llenaba la garganta y la nariz, me cubría la lengua y ardía en mis pulmones; en la última vuelta me parecía estar respirando cuchillos, y ahogarme, y estar hecho de plomo, sin casi moverme. Me zumbaban los oídos, con los gritos y la sangre; oía el sonido de mi propia respiración, pero cuanto más me esforzaba menor era el ruido. El corredor que me seguía quedaba atrás. Y crucé la meta sin darme cuenta de ello. De pronto la gente me cogió en brazos y reía, mientras alguien me quitaba el paño para el sudor sujeto a la cabeza, amarrándome al brazo y el muslo las cintas del vencedor.

Sentí que pasaba de uno a otro; tenía la mirada turbia, y el cuerpo, cubierto de polvo, parecía hervir de calor. Me asfixiaba con la presión de tantas personas; mi corazón se hinchó y latía como un tambor. Alargué los brazos hacia el frente, sintiendo que debía respirar para no morir.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó un árbitro—. ¡Haced espacio para el muchacho!

Entonces la multitud fue menor y en ella apareció mi tío abuelo Estrimón, diciendo las palabras debidas. Respiré más fácilmente, y al mirar a mi alrededor a cuantos solían apiñarse en torno a mí todos los días en la palestra, vi las mismas caras otra vez. Mientras mis ojos estuvieron enturbiados, y todas aquellas manos me cogían, yo había imaginado no sé qué, alguna felicidad debida por mi victoria.

Pero los rostros eran los mismos.

Oí mi nombre proclamado por el heraldo, imponiéndoseme la corona de olivo en el Templo de la Doncella. Me pareció, como sucede en semejantes momentos, que no me pertenecía ya a mí mismo, sino a la Ciudad y sus dioses, y que estaba vestido de oro.

Afuera, el sol caía como rayos de fuego en la Ciudad Alta, pero hacía fresco en el Templo. Permanecimos alineados mientras se cantaba el Himno de los Triunfadores. Delante de mí, Autólico, que una vez más había ganado el pancracio masculino, estaba inmóvil como una estatua de mármol, modesto y tranquilo. Cuando terminó la ceremonia y yo salía del Templo vi en las gradas a Autólico a quien felicitaba su padre, Licón. Reía entonces y le devolvía su abrazo. Fui a casa acompañado de mi tío Estrimón, sosteniendo en las manos el cáliz de aceite que me habían dado, con un dibujo de la carrera a un lado, y la imagen de la Diosa al otro. Di el aceite sagrado a mi madre, pues nada tan bueno puede obtenerse en el mercado. Estuvo muy contenta por mi victoria, y me preparó una magnífica cena: atún con quesadilla. Me consideré feliz y me acosté.

IX

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