—Perdí otros dos hijos, cuando eran aún niños —dijo su padre—, pero los dioses me compensaron con Lisias, vertiendo en él la bondad filial de los tres. Ahora que es ya lo bastante mayor para no envanecerse por ello, puedo decir que su adolescencia fue como yo quise que fuera; y como hombre tampoco me ha causado desengaño alguno. Sólo me falta verle casado, y con un hijo que lleve mi nombre. Luego estaré dispuesto a ir donde los dioses quieran llevarme.
Ignoro si Demócrates habló en esa forma simplemente porque los enfermos tienden a pensar primero en sí mismos, o si lo hizo adrede para ver si yo era de la clase de muchachos que se interponen en el camino de un amigo por petulancia o celos. Al creerme centro de todo, como suele hacerse a la edad que yo tenía entonces, sentí que no debía demostrar falta de valor en la prueba, y contesté con frialdad espartana que el hijo de Demócrates podía elegir una esposa donde quisiera. Cuando Lisias me llevó a ver el jardín, me sentí igual que después de una difícil danza de la espada, cuando se está fuera de la vista del juez. Lisias estiró los brazos como el hombre que acaba de quitarse la armadura.
—Mi padre no tiene tanta prisa como pretende por encontrarme una esposa —dijo, riendo—. Una de mis hermanas se casó el año pasado, y queda otra que tiene ya quince años. Después de preparar su dote, transcurrirá mucho tiempo antes de que yo pueda permitirme poner casa, y él lo sabe muy bien.
Me contó que la mayor parte de su anterior riqueza había provenido de sus posesiones en Tracia, donde criaban caballos para los carros de guerra y mulas para montar; pero él no había conocido jamás aquellas tierras, pues se habían perdido en la guerra y caballos y mulas desaparecieron, antes de que él fuera hombre.
Más allá del jardín estaban los campos de los vendedores de flores, e incluso en otoño el aire era dulce.
—Uno debiera casarse —prosiguió Lisias— cuando es todavía lo bastante joven para engendrar hijos fuertes, pero aún tengo mucho tiempo por delante. Cuando quiero la compañía de una mujer, recurro a una muchacha muy buena, una pequeña corintia. Que no pretende recitar a Anacreonte ni a los poetas líricos, como sus compañeras, pero canta muy bonitamente, con una voz parecida al trino de un pájaro, que me complace siempre en una mujer.
Sonrió para sí mismo y añadió:
—Se tienen extraños pensamientos cuando se siente uno solo. Hubo momentos en que deseé haber sido lo bastante rico como para que Drosis fuera tan sólo para mí, como Aspasia lo fue para Pericles, y así no tuviera que agasajar a nadie más. No me importaba mucho que yaciera con otros hombres, puesto que de no haber ella sido hetaira jamás la hubiese yo conocido. Aunque parezca tonto, no me gustaba saber que se desprendería de la actitud que tomaba para complacerme, como si fuera una prenda, y convertirse en un ser diferente para otro hombre. Es buena compañera, a su manera, pero la pobrecilla no es ninguna Aspasia. Y no creo que semejantes pensamientos vuelvan a turbarme.
Escuché respetuosamente las palabras de Lisias, y después asentí con aspecto solemne, como el hombre que entiende de esas cosas. Lisias sonrió, me cogió del brazo y me llevó a ver los caballos.
—No sabía qué estaba esperando yo —dijo—. Pero sí lo sabía el dios.
Deseé que mi padre regresara, para poder presentarle a Lisias.
Era algo mío en lo que él no podría encontrar falta ni defecto alguno. Ambos se conocían de vista, por haberse ejercitado juntos a caballo.
Lisias observó que yo no me parecía a él, y supuso que debía haber salido a mi madre. Le dije que así lo creía yo, y que ella había muerto al darme a luz. Me miró asombrado.
—Pero desde que estamos juntos te he oído hablar muchas veces de tu madre —observó—. ¿Es sólo tu madrastra, pues?
—Sí, pero nunca me lo ha parecido.
—Supongo que sería viuda cuando tu padre se casó con ella.
—No, Lisias; no había cumplido aún los dieciséis años.
Me escuchó sonriendo y frunciendo el ceño.
—Estás lleno de misterios para mí, Alexias. Naturalmente, no puedo imaginarte faltando a la cortesía debida a la esposa de tu padre; pero incluso al hablarme de ella a mí, la llamas madre, como si realmente lo fuera. ¡Y ahora me dices que tiene la misma edad que yo! Me haces sentir como si tuviera cien años.
Hablaba en tono ligero; sin embargo, sin saber por qué, sus palabras me turbaron.
—Pero ella es mi madre, Lisias. Si no lo es…, si no lo es, entonces nunca tuve ninguna.
Vio mi turbación, y me abrazó bondadosamente.
—Claro, querido, claro que lo es.
Entonces brindamos a la Buena Diosa con agua clara; y él pidió una antorcha y me llevó a casa.
—Toda esta felicidad la debemos a Sócrates —observó al llegar a la puerta—. No debiéramos permanecer alejados de él más tiempo. Mañana iremos.
Nos encontramos temprano al día siguiente, y juntos fuimos en su busca. En su casa, su hijo Lamprocles nos dijo que ya había salido. Me había encontrado con aquel muchacho anteriormente, y nunca sentí malquerencia por él por mirarme con resentimiento, como siempre hacía. No debía esperarse que hubiese heredado de Sócrates mucha belleza; y en él, la fealdad de su padre había perdido su fuerza, sin ganar nada. Estaba de aprendiz con un albañil, pues al parecer no era lo bastante inteligente para aprender el arte de la escultura, que Sócrates había abandonado. La casa era una de aquellas pobres y tan limpia, que el umbral parece maldecir el pie. Mientras hablábamos con el muchacho, oímos a su madre, cuya cara habíamos visto en una ventana, gritándole que no se quedara allí murmurando, pues había ya bastante con un haragán en la casa. Esto no era nada nuevo para nosotros, pues a menudo se la oía despotricar contra Sócrates al acercarse uno a la casa. La llamamos mentalmente arpía y regañona. Sin embargo, era comprensible que le amargara que Sócrates enseñara gratuitamente, puesto que era solicitado por muchos jóvenes que podían haberle pagado. Trabajó en su profesión hasta que al enterarse Critón del importe de sus ahorros, ofreció invertirlos de forma que, viviendo con su acostumbrada sencillez, nada le faltara. Hablé cariñosamente al muchacho, y me sentí apenado por él, no sólo por su madre, sino porque parecía menos hijo de Sócrates que Lisias, o, pensé, incluso menos que yo.
El herma de la puerta era obra de Sócrates. Cuando se cometió el sacrilegio, sacó sus viejas herramientas, como acto piadoso, para esculpir una nueva cabeza para el dios. Su trabajo fue lo que llamamos sincero, cuando queremos decir que el artista a quien queremos y nos gusta no es exactamente un maestro. Estaba hecha siguiendo el austero estilo de la época de Fidias, y parecía ya algo anticuada.
Encontramos a Sócrates en los jardines del Liceo, conversando ya con cinco o seis personas, todas ellas viejos amigos suyos. Critón estaba allí, junto con Erisimaco, Agatón, Pausanias, y uno o dos más. Sócrates nos vio primero, y nos saludó con un gesto de la cabeza y sonriendo, sin dejar de hablar. Los demás nos hicieron sitio, con la sencillez acostumbrada; sólo Agatón redondeó sus ojos azules y nos sonrió dulce y abiertamente.
Estaban hablando de la naturaleza de la verdad. Ignoro cómo había surgido aquel tema. Poco después de llegar nosotros, Sócrates dijo que la verdad no podía ser servida como el esclavo sirve a su dueño, que no le da razón alguna para sus mandatos. Afirmó que debiéramos buscarla como el verdadero amante busca conocimiento del amado, para saber exactamente lo que es y necesita, no como los enamorados viles que sólo buscan lo que pueden ganar.
Y partiendo de esto empezó a hablar del amor.
Dijo que el amor no es un dios, pues un dios no puede necesitar nada; sino uno de aquellos grandes espíritus que son mensajeros entre los dioses y los hombres. No visita a los tontos, que se contentan con su baja condición, sino a aquellos que, conociendo su necesidad, desean, abrazando lo hermoso y lo bueno, engendrar bondad y belleza, pues la creación es la inmortalidad del hombre y la acerca más a los dioses. Todas las criaturas, dijo, aman a los hijos de su carne; sin embargo, la más noble progenie del amor está constituida por la sabiduría y los hechos gloriosos, pues los hijos mortales pasan, pero aquéllos viven eternamente, al ser engendrados no por el cuerpo sino por el alma. La pasión mortal nos sume en el placer mortal, debilitándose así las alas del alma, y tales amantes pueden acercarse a los dioses, ciertamente, pero no a los mejores. El alma alada va de amor en amor, de lo hermoso, que nace y muere, a la belleza que es en sí eterna, la vida en sí, de la cual la belleza mortal es tan sólo una sombra moviente en una pared.
Mientras su profunda voz hablaba, mi alma se impacientaba con mi cuerpo, y salió de él, buscando un dios sobre los dioses. Nada recordaba de mi vida, excepto los momentos que aquel dios había tocado: cuando desde la Ciudad Alta había contemplado cómo las primeras luces de la aurora alumbraban los barcos; o en las montañas, algunas veces, cuando Jenofonte se iba con los perros y me dejaba vigilando las redes, solo; o con Lisias, en las márgenes del Cefiso. Sócrates no se quedó, como de costumbre, para invitar a que se opusieran objeciones a su argumento sino que se puso en pie seguidamente y nos deseó un buen día.
Los otros se sentaron a hablar en la hierba, y nosotros nos sentamos también. Nadie nos dirigió la palabra. Mucho después Agatón me dijo que antes le hubiera hablado a la Pitia mientras estaba en trance con el dios. Pero no creo que constituyéramos una molestia para ellos. Estábamos tan sumidos en nuestros pensamientos, sin ni siquiera miramos el uno al otro, que ellos podían conversar como si fuéramos estatuas o árboles. Después de un tiempo, que supongo no fue muy largo, empecé a oír lo que decían.
—Hacía mucho que Sócrates no nos hablaba como lo ha hecho hoy —dijo Pausanias—. Fue en tu casa, Agatón; ¿lo recuerdas? Cuando brindamos por tu primera corona.
—Estaré muerto, amigo mío, cuando lo haya olvidado.
—Y cuando estaba terminando, entró Alcibíades, ebrio, por la puerta del jardín.
—Su cara ya no tolera el vino como entonces —dijo Critón—. Cuando era muchacho, parecía un dios sonrojado.
—[¿Y qué aconteció?
—Al escucharnos a todos elogiando a Sócrates dijo «¡Oh! Puedo contaros algo mucho más sorprendente» y comenzó el relato de sus intentos, sin resultado, para seducir a Sócrates una noche tras la cena. Ebrio como estaba, debo decir que contó bien la historia; pero es evidente que años después continúa perturbándole. Realmente creo que le ofreció el mayor elogio que pudo. Sócrates lo entendió como una chanza, pues, en cierto modo, lo era. Yo también me habría reído si no hubiera recordado el tiempo en que él quiso al chico.
Con esto mis pensamientos, que habían vagabundeado por aquí y por allí, se serenaron. Recorde al insulso muchacho en la casa de Sócrates. Y Alcibíades, que había recibido su amor como un jarro agrietado recibe el vino. Aún estando enamorado del dios, él no pudo, pensaba yo, desistir de engendrar su propia descendencia. Era, para Lisias y para mí, nuestra intención, no ser escogidos (pues no puede algo asi imponerse sobre hombre alguno) sino presentarnos como sus hijos.]
[N.delE.]
Sentí que Lisias me miraba y me volví hacia él. Comprendiéndonos mutuamente, nos pusimos en pie y cruzamos los jardines hasta salir a la calle. No hablamos, pues no teníamos necesidad de ello, al dirigimos hacia la Ciudad Alta, y subimos las gradas el uno al lado del otro. Apoyados en la muralla norte, miramos a las montañas.
Las primeras nieves habían caído en las cumbres del Parnaso; el día era brillante y azul, con unas pocas nubes pequeñas, blancas y violeta oscuro. El viento del norte nos apartaba el cabello de las sienes, y parecía arrastrar nuestras vestiduras hacia atrás. El aire era claro, seco y estaba lleno de luz. Nos pareció que, obedeciendo nuestras órdenes, el viento nos hubiera elevado como águilas y que nuestro hogar era el firmamento. Unimos nuestras manos; estaban frías, y al estrecharlas sentimos los huesos en la carne. No habíamos hablado aún, por lo menos empleando palabras. Al dar la espalda a la muralla vimos gentes con ofrendas en los altares o que entraba y salía de los templos. Nos había parecido que aquel lugar estaba desierto, conteniéndonos sólo a nosotros. Cuando llegamos a la gran ara de Atenea, me detuve y hablé.
—¿Lo juramos?
Lisias permaneció pensativo durante un momento.
—No. Cuando el hombre necesita el juramento, se ha arrepentido de haberlo hecho, y se siente obligado por el temor. Esto debe salir de nuestras propias almas, y del amor.
Al llegar al Pórtico dije:
—Debo hacer un sacrificio a Hermes, antes de marchar. Ha contestado a mi plegaria.
—¿Qué plegaria?
—Le pedí que me dijera si Sócrates quería algo.
Me miró un momento, con el ceño fruncido, y luego rió.
—Haz tu sacrificio; hablaremos luego.
Fui a buscar mirra, y Lisias se dirigió al Templo de la Doncella.
Estuvo ausente más tiempo que yo, por lo que le esperé junto al pequeño Templo de la Victoria, en el bastión, que aquel año estaba casi acabado. Cuando llegó, le pregunté por qué había reído.
—A decir verdad —repuso—, me preguntaba si amabas a Sócrates o a mí. ¿Soy yo solamente el sacrificio que has hecho en el altar, para que puedas pedir a tu amigo que cene la carne contigo?
Me volví para protestar, pero él estaba sonriendo.
—Te perdono —dijo—; debo hacerlo. Yo mismo he sido su cautivo desde que tenía quince años. Celebrábamos la fiesta de Hermes en la escuela, cuando un visitante le trajo. Mi tutor y Menexinos habían salido a beber juntos, y nosotros escuchamos. Nos vio en esa actitud detrás de los hombres, y entonces nos llamó para hablar con él, preguntándonos qué era la amistad. No pudimos acertar con la definición. Menexinos y yo nos esforzamos en ello el resto del día. Después de eso, mi pobre padre no conoció la paz hasta que me permitió ir a él.
Antes de bajar volvimos a detenernos para mirar a las montañas. El aire era tan claro, que hacia el norte alcanzábamos a ver hasta Dekeleia, lugar al que los espartanos solían llegar antes del armisticio. Una pequeña columna de humo se elevaba allí, como si algún centinela, o un pastor, encendiera el fuego del mediodía.
XI