Me sentí transportado de alegría, hasta que el preparador público se acercó a mí para decirme:
—Tu cuerpo está ahora dedicado al dios. Preséntate a tu oficial, y dile que quedas dispensado de todo servicio militar hasta después de los Juegos. Ven aquí mañana por la mañana.
Salí a la calle arrastrando los pies; no había pensado en el futuro, ni sabía que la separación fuera tan dura. Me sentí turbado; parecía haber algo excesivo en ello, y me hubiera avergonzado confesarlo incluso al propio Lisias. Me dirigía hacia su casa, dispuesto a presentarme con rostro que nada delatara, cuando encontré a Jenofonte.
—Cuando tú y Lisias lo celebréis esta noche —dijo, riendo—, no olvidéis mezclarle bastante agua. Ambos tenéis que entrenaros.
Me hallaba en una edad en que la gente mira cuando uno corre por la calle, pero no me detuve hasta encontrarle. Era verdad; había sido elegido, junto con Autólico, para tomar parte en el pancracio.
Ni siquiera me había comunicado que comparecía ante los seleccionadores, temiendo que sus esperanzas resultaran fallidas. Nos abrazamos riendo como niños.
Al día siguiente empezó nuestro entrenamiento: practicábamos toda la mañana, dábamos un paseo después de la cena, mezclábamos dos partes de agua con una de vino y nos acostábamos al oscurecer. Otro caballero fue sacado del escuadrón de Lisias; hasta después de los Juegos, sólo empuñaríamos las armas si el enemigo atacaba los muros de la Ciudad.
—¿Recuerdas a Aristocles, el luchador, aquel joven primo de Critias? —me preguntó cierto día Lisias, después de los ejercicios—. Le transmitiste un mensaje mío, en cierta ocasión, en la palestra de los argivos.
—¡Ah, sí! El hijo de Aristón, el muchacho que habla como un príncipe. No he vuelto a verle.
—Pues le verás pronto; viene a los Juegos con nosotros, para luchar en la categoría de los muchachos.
—Entonces tenías razón al afirmar que se hablaría de él.
—Sí, e imagino que tiene muy buenas posibilidades, a menos que otra ciudad presente a alguien que descuelle. Nació luchador; lo lleva impreso en él, lo cual, ciertamente, no contribuye a su gracia. En la palestra le han puesto un apodo: Platón.
—¿Y cómo lo toma? —pregunté.
—Creo que un poco de broma no le sentará mal; tiene inclinación a ser solemne. Lo toma muy bien; por lo menos en su familia han sido bien educados, y es agradable ver a uno de ellos en la palestra, en lugar de la tribuna pública.
Pensé ir a ver practicar al muchacho, si tenía tiempo, pero entonces sucedió algo que me hizo olvidar las minucias. Al llegar a casa, encontré a mi hermanita Charis llorando en el patio. Caía con frecuencia y se hacía daño, pues empezaba a correr. La cogí en brazos. Sólo tenía dos años e iba siempre desnuda, a menos que hiciera frío, y su cuerpo era suave como una manzana. Tras hacerla reír, la examiné buscando una herida, sin poder encontrar ninguna. Por tanto, la llevé adentro. Vi a mi madre, sentada, hablando con mi tío Estrimón. Se había cubierto la cara con un velo. Pensé que era mucho recato tomarse aquella molestia con un viejo; sin embargo, algo en su actitud me desazonó. Dejé a la niña en el suelo y entré. Al verme, mi madre dejó caer el velo y se volvió hacia mí, como la mujer hacia el hombre bajo cuya protección la han colocado los dioses.
Me acerqué, y quedé a su lado. Luego levanté la mirada y encontré los ojos de Estrimón. «Este hombre es un enemigo», pensé.
Sin embargo, le saludé como de costumbre.
—Estaba explicando a tu madrastra, Alexias —dijo—, y no por vez primera, que no es propio que se quede aquí, sola, después de la muerte de tu buen padre, en una casa que no tiene un hombre al frente. Los dioses me han concedido bienes suficientes para hacerme cargo de semejantes obligaciones. Ten la bondad de hacérselo comprender, pues parece temer que su presencia en mi casa constituya una carga para mí.
Medité esas palabras. Tenía casi dieciocho años y pronto mi edad me permitiría convertirme en su tutor legal. Sin embargo, mi tío era, entretanto, el jefe de la familia; su proposición era correcta, aunque algo oficiosa. Al principio me sentía principalmente preocupado, pues tal vez quisiera que también yo fuera a vivir con él. Entonces vi a mi madre encogerse ante su mirada, y comprendí.
Mi tío era un hombre de sesenta y cinco años, de buena salud.
Sin duda le había ofrecido casarse con ella, lo cual hubiera sido aceptado por muchas mujeres en su lugar. El horror extremo que sentí debió ser producto de mi edad. Como si careciera de sentido, no opuse ninguna de las razonables objeciones que pude haber presentado contra su salida de nuestra casa, sino que grité:
—¡Se quedará aquí, por Zeus, y veremos quién osa llevársela!
Estrimón se levantó de su silla, y quedamos mirándonos el uno al otro. Me han mirado más amablemente por encima de un escudo.
No deben jamás destruirse, impulsivamente, las pretensiones del enemigo; a menudo constituyen la mejor arma contra él. Ambos nos aprestábamos a hablar, cuando mi madre dijo:
—Guarda silencio, Alexias. Estás perdiendo el dominio de ti mismo.
Sentí como si ella me hubiera apuñalado por la espalda, mientras la defendía. Sin embargo, al volverme para mirarla a la cara, comprendí que estaba asustada. Era natural, pues un franco rompimiento con él podría hacemos la vida muy desagradable. La agudeza de su tono me hizo recobrar en parte el equilibrio perdido. Pedí perdón a mi tío y empecé a decir algunas de las cosas que hubiera debido decir antes.
—No te molestes presentándome tus excusas, Alexias —repuso él—. Imagino que lo que hemos oído no es nada desacostumbrado en tu propio círculo de amigos. Cuando el maestro ni siquiera adora a los dioses inmortales, sino que los desprecia por otras divinidades nuevas, no cabe esperar en el discípulo mucha reverencia por la edad y el parentesco entre simples hombres.
Desde niño acostumbraba yo echar hacia atrás la cabeza cuando estaba irritado. Lo hice entonces y sentí algo extraño. Estaba acostumbrado al peso de mi cabello, y éste había desaparecido.
Era como si me hubieran puesto una mano encima, para decirme: «Recuerda que eres hombre».
—La culpa es mía, señor —dije—. Él me hubiese reprendido antes que tú. Gracias por tu ofrecimiento, pero no deseo que mi madre salga de esta casa, de la que seré señor dentro de poco.
—Dentro de pocos años —observó mi tío—, cuando traigas a tu esposa aquí, tu madrastra no tendrá motivos para sentirse agradecida.
—Cuando elija esposa, señor, mi elección recaerá en una que honre a mi madre.
—No tienes madre; esta mujer es sólo la esposa de tu padre.
Tuve que fijar los ojos en su barba blanca, pues, de lo contrario, no hubiera podido contenerme. Nunca me han enfurecido en forma parecida en el campo de batalla. Cuando mi madre habló, casi no la oí.
—Basta ya, Alexias —dijo como la mujer que habla al niño que ha sido abofeteado—. Despídete de tu tío y sal.
Ni siquiera había yo contestado a Estrimón. La injusticia de mi madre me dolió, pero también me calmó.
—Estoy seguro, señor —le dije un momento después—, que ninguno de nosotros desea llevar nuestros asuntos familiares al tribunal. Cuando se celebrara el juicio yo sería ya mayor de edad y tus pretensiones serían desestimadas. Te hemos retenido mucho tiempo ya, apartándote de tus negocios. ¿Podemos ofrecerte algo antes de que te vayas?
Cuando Estrimón se marchó, sentí renuencia a volver a entrar. Supongo que creía haber llevado mal aquel asunto y que temía el reproche de mi madre. Salí a la calle entonces; sólo tenía un pensamiento. Cuando encontraba a algún conocido, le preguntaba si había visto a Lisias en alguna parte. Alguien me dijo que estaba aún en el gimnasio. No le vi en el terreno de lucha, sino que le encontré en la pista de arena, arrojando el disco. Se disponía a lanzarlo cuando me vio, hizo un mal movimiento y lanzó defectuosamente. Cuantos estaban observándole rieron al comprender la causa, pero él recogió el disco y lo lanzó debidamente.
Poco después terminó, saliendo de la pista para asearse. Me pareció que jamás había yo sentido tanta alegría. Casi no pude saludarle. Después de vestirse y cuando nos alejábamos del gimnasio, me preguntó:
—¿Qué sucede? No pareces el mismo de siempre. ¿Algo no está bien?
—No es eso, Lisias. Algunas veces me pregunto cómo podía vivir antes de conocerte, pues ahora me parece que si me aferraba a la vida era tan sólo porque ignoraba lo que me faltaba. Y si tú no fueras también a Corinto, retiraría mi nombre, antes que estar separado de ti tanto tiempo.
Lisias me miró sonriendo.
—¿Retirarte de los Juegos? Eso no me haría muy popular en la Ciudad. Comprendo lo que te sucede; has estado preparándote con demasiado ahínco y estás nervioso. Acepta mi consejo, y no pierdas el tiempo preocupándote por si otra ciudad manda un hombre más rápido que tú. No puedes saberlo, y nada podrías hacer aunque lo supieras. Como me dijo Sócrates hace algunos años, sólo podemos hacer nuestro cuerpo tan aceptable para los dioses como nos sea posible. Si no supiéramos que coronan al hombre mejor, podríamos ahorramos los entrenamientos y quedamos en casa, bebiendo. Por tanto, querido, ponte en paz contigo mismo, pues todo tiene una medida. ¿Quieres que vayamos a nadar o a ver la carrera de caballos? ¿O prefieres que vayamos a hablar a la columnata? —me miró, frunciendo el ceño, pensativo—. Autólico dice que generalmente toma una muchacha, mediado su entrenamiento. No es lo que los preparadores aconsejan, pero él lo recomienda.
—Creo que me atendré al entrenamiento —repuse —y esperaré hasta que llegue a Corinto.
Conocía lo que hace famosa a esa ciudad, y pensé que mis palabras eran lo suficientemente viriles. Al fin fuimos a presenciar la carrera de caballos. Cuando regresé a casa, por la noche, me sentí como el hombre que se ha librado de una fiebre.
Pocas semanas después cumplí los dieciocho años, y me presenté para el escrutinio. Mi tío Estrimón me acompañó, para cubrir las apariencias. Tras verificar mi edad y estirpe, los estrategas me tomaron juramento. Con expresión grave, mi tío dijo que suponía me sentía ansioso por empezar mi servicio militar; luego levantó uno de mis brazos, contempló las cicatrices y rió.
Al llegar a casa, sobre mi cama encontré mi manteo de hombre, que mí madre había tejido hacía ya algún tiempo. Olía a las hierbas dulces entre las cuales ella conservaba sus ropas. Lisias me había enseñado ya cómo vestirlo. Me lo puse y fui a que mi madre me viera con él.
—Y ahora, madre, sonríe —dije—, pues desde este momento no tienes ya nada que temer.
Me sonrió e intentó hablar, pero de pronto se le llenaron de lágrimas los ojos. Es natural que las mujeres se desahoguen así, en ocasiones felices. Me adelanté hacia ella, con los brazos abiertos, para consolarla, pero ella dijo que me traería mala suerte mojar mí manteo con lágrimas la primera vez que lo llevaba, y salió del aposento.
XVII
El día señalado, los sacerdotes y los ciudadanos prominentes, que debían encabezar el desfile, dos preparadores y los atletas, hombres y muchachos, nos reunimos en El Pireo. Aristocles me saludó en el muelle con su acostumbrada cortesía. Su apodo tuvo aceptación, y todos, muchachos y preparadores, le llamaban Platón. Él lo aceptó alegremente, y yo, al igual que los otros, me acostumbré a emplearlo también.
La Ciudad nos mandó a Corinto en la galera estatal Pardos. Ese fue mi primer contacto con hombres a quienes conocería mucho mejor más adelante. Es notable la rapidez con que se comprende si toda la tripulación de una nave, incluyendo los remeros, está compuesta por ciudadanos libres. Un lugar en la Pardos era el puesto más honorable para el hombre que no podía adquirir la panoplia del hoplita, siendo ésta la razón por la que muchos se hacen marinos.
Pero su necesidad se convirtió en su elección. Eran grandes demócratas y no toleraban tonterías de nadie; uno o dos de los pasajeros, con tendencias oligárquicas, se quejaron de su insolencia. En cuanto a mí, después de oír durante varias semanas la palabrería de la palestra, hubiera podido escuchar a aquellos hombres hora tras hora.
Confieso que no alcanzo a comprender por qué el marino no está tan orgulloso de sí mismo como el soldado o incluso el atleta. Nadie puede decir que se trate de un empleo vil, como el del hombre que se inclina sobre el banco de trabajo, lo cual estropea el cuerpo y confina el alma.