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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (10 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Era demasiado tarde para salir a buscar otro chamán, y aunque lo encontrara, ¿quién garantizaba que no diría lo mismo que David? Tomó el teléfono y marcó el número de éste. Tendría que apretarle un poco, hacerle entender que debía escribir otra carta en la que dijera que era igualmente probable que no hubiese espíritu alguno.

David respondió.

—Oye, David. ¿Qué es esta carta?

—Mi informe.

—Pero no dice nada.

—Dice lo suficiente.

—No puedo decirles a los inversores que el proyecto se cancela sólo porque un chamán lo recomienda.

—Creí que para eso me habías contratado —respondió David con una risa sarcástica.

—No, te contraté para resolver problemas; para expulsar espíritus.

Se produjo un largo silencio.

Al fin, David habló:

—Imposible.

Ferguson comenzaba a exasperarse un poco. No le caía bien la gente que respondía siempre con un «no». El mundo de la construcción está lleno de ellos. ¿Puedo construir sobre esta tierra? No. ¿Puedo hacerlo por tal suma? No. Y, ¿sabes una cosa? Cuando se lo piensan, la verdadera respuesta siempre es «sí». El «no» es la contestación automática, nada más.

—¿Cuál es el problema? —insistió Ferguson—. ¿Qué pasa en realidad? ¿Quieres más dinero? Vamos, David. Dime cuál es el problema.

—¿Cuál es el problema? ¡Tú estabas allí! —dijo David en tono de incredulidad.

Ferguson no contestó nada.

—¡Lo viste! ¡Viste lo que me ocurrió!

Una vez más, Ferguson no respondió.

—Caray —David rio—. Te lo explicaré con toda claridad. Esa aldea fue construida sobre tierra ajena. Y por eso se convirtió en pueblo fantasma. Ahí hay espíritus. Espíritus muy poderosos. Y no quieren que les construyan un centro turístico sobre sus cabezas. ¿Quieres que escriba eso en el informe para tus inversores?

Ferguson gimió. Todo eran problemas con este proyecto. Ahora se veía obligado a lidiar con un médico brujo con ínfulas.

—Tiene que haber un modo de obligarlos a marcharse.

—No se van a marchar. Márchate tú. ¿Quieres saber lo que opino? Que hay que desmantelar todas las edificaciones y trasladarlas un par de kilómetros costa abajo. De ese modo, estarías bastante a salvo, a no ser que alguien se perdiera en el bosque.

—Eso es una locura.

—¿Me lo dices a mí? Jamás me había topado con algo así.

—Pero eres chamán. ¿No puedes hacer un hechizo o algo por el estilo?

—¿Un hechizo? Ferguson, sólo pude salir de allí porque ellos me lo permitieron.

Ferguson volvió a gemir. Maldita sea. No se esperaba ese obstáculo. Limpia el lugar y sigamos adelante. ¿Cómo iba a ser aquel asunto un problema grave?

—Me dijiste que no lo hacías sólo para quedar bien con la población local —espetó David.

—Y así es.

—Entonces ¿por qué lo haces?

Ferguson dudó de si debía responder o no. Decidió hacerlo.

—Los inversores lo pidieron.

—De modo que no crees en espíritus y nunca creíste.

Ferguson no respondió. Se acogió a la Quinta Enmienda.

—Mira, Ferguson —prosiguió David—. Me pagaste por dar mi opinión de experto. Aquí la tienes: cierra el lugar hoy mismo y márchate. Si abres el centro turístico, pasará algo malo. Caray, en realidad ya sucedió algo malo, pero no tiene nada que ver contigo.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Ferguson.

David no respondió. No era asunto de Ferguson.

—¿Cómo pretendes que te crea si no me lo dices?

David se lo pensó. Educar es la forma de terminar con la ignorancia. Que su desgracia al menos sirviera para advertir a otros.

—Mi esposa tuvo un aborto esta mañana —dijo—. El embarazo estaba muy avanzado, fue lo que se llama un aborto espontáneo.

Ferguson no supo qué decir.

—Lo lamento, pero no entiendo qué tiene que ver…

—Tómalo como un presagio, Ferguson.

Bueno, todo había terminado. Ferguson estaba bien jodido. Veía su vida evaporarse ante sus ojos. Era un trabajo de los que aparecen sólo una vez en la vida. Su último trabajo. Iba a supervisar la construcción, dedicar otros dos años a actuar como gerente de operaciones, después se retiraba. Representaba más dinero del que nunca hubiese ganado en toda su vida. Se había comprado una fueraborda nueva, depositado una parte del dinero en uno de esos fondos de pensiones, iba a tomar un préstamo para arreglar su casa. Y vaya si se lo merecía. A veces, uno acepta trabajos de mierda a sabiendas de que lo son, porque calcula que al final del camino terminarán por compensarlo. Bueno, parece que éste era el final del camino. Había llegado el momento de la compensación. Había vivido toda una vida de penurias y comida enlatada. Quería una vida agradable. Merecía una vida agradable. Vacaciones en México. Una cama que no estuviese hundida. Una cocina digna de su esposa. Todos los demás tienen mucho dinero. Y ahora que a Ferguson se le presentaba la ocasión de hacerse con un poco para sí, querían quitárselo. No era justo.

A la mierda con los tlingit. De todos modos, estaban casi extinguidos. Y a la mierda con los japoneses. Habían ganado todo su dinero estafando a estadounidenses. A la mierda con todos. El aborto de la mujer de Livingstone no tenía nada que ver con Bahía Thunder. Volvió a mirar la carta de Livingstone. Actividad espiritual no resuelta. A la mierda con eso. La carta tenía membrete y firma de Livingstone. Ferguson no vaciló. Un poco de cortar y pegar. Un poco de magia Xerox. Una vez que pasase por la máquina de fax, nadie lo notaría. Él escribiría la nueva carta.

Estimado John:

Me alegra informarte de que el complejo Bahía Thunder goza de la mejor salud espiritual. Mi investigación no reveló nada anormal. Tienes mi bendición para seguir adelante tan deprisa como te parezca. No veo la hora de que el complejo abra, y así pueda ir a disfrutar de la naturaleza con lujo y confort. ¡Buena suerte!

Estos son momentos desesperados, John Ferguson, se dijo. Exigen medidas decisivas.

14

E
l timbre del teléfono hizo que Robert se despertara, sobresaltado. Miró el reloj. Las seis de la mañana.

—Con el señor Rosen, por favor —dijo una voz grave y autoritaria.

—¿Quién es?

—Sargento Wald, departamento de policía de Bellingham.

Robert se espabiló. Se sentó en la cama.

—Sí, habla Robert Rosen.

—Señor Rosen, hemos confiscado un BMW 850i 1994, negro, dos puertas, registrado a nombre de usted.

—Sí, es mío. ¿Mi esposa iba en él?

—¿Cómo dice?

—Tenía la esperanza de que mi mujer estuviese en el coche.

—No, que yo sepa. El vehículo fue remolcado al depósito policial ayer por la mañana. Metimos los datos en el ordenador y vimos que figura como «vehículo extraviado». ¿Fue robado?

—No. La policía de Seattle me dijo que daría la alerta por el vehículo, nada más. Es que mi esposa desapareció con el coche el sábado por la noche y no volví a tener noticias de ella. La policía de aquí me comunicó que difundiría un aviso por el coche, porque técnicamente mi mujer no es una persona desaparecida.

—Entiendo. Bueno, en el vehículo no había ningún daño que haga pensar en nada sospechoso. Es que estaba aparcado en una zona prohibida.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

—Como le dije, fue remolcado ayer por la mañana; a las siete cero cinco, en la avenida Harris. Es una de las calles que tienen más tráfico en hora punta.

—Pero ni rastro de mi esposa.

—No, señor.

—Bien. Bueno, gracias por llamar.

Robert se dispuso a colgar.

—¡Señor! ¿Va a retirar el vehículo hoy?

—¿Hoy?

—Hay una tarifa de veinticinco dólares por la custodia, además de la multa por el remolque.

—Oh, no sé. Es probable que hoy no. Diría que mañana.

—En ese caso, serían veinticinco dólares más.

Robert sonrió. Veinticinco dólares. Menos que en un aparcamiento.

—Aceptamos Visa y MasterCard.

—Estupendo.

Robert cortó. Mierda, mierda, mierda. Desapareció el coche. Desapareció Jenna. Apareció el coche. Jenna sigue sin aparecer. Ni telefonear, nada. Quizá la secuestraron. Llama a la policía. Sí, claro, qué gran ayuda. Si no me equivoco, las palabras exactas fueron: «Si tiene más de dieciocho años puede abandonarlo a usted si le apetece. La policía no tiene la obligación de buscarla». Si no hay indicios de nada anormal, ni petición de rescate, no hay evidencia de que haya sido secuestrada. Y si no hay evidencia, ello significa que ella escogió marcharse. Puede hacerlo si quiere. Esto son los Estados Unidos de América, no China.

Robert fue a la cocina y se puso a hacer café. Se preguntó si existiría algo más frustrante que lo que le pasaba. No estaba acostumbrado a no controlar su destino, a verse forzado a permanecer al lado del teléfono, a la espera de que suene. A tener que ir a trabajar fingiendo que todo estaba bien. Eso era irritante. Aunque el trabajo, al menos, le permitía apartar su mente del asunto. Podía obnubilarse, confundirse apilando más y más cosas en su escritorio hasta que las tareas pendientes lo abrumaban y tenía que dedicar toda su concentración a resolverlas. No dejar tiempo libre para dudar sobre lo que no sabía, es decir dónde y por qué. Sobre todo dónde. ¿Dónde estaba ella y qué demonios estaba haciendo allí? ¿Y por qué? Él no había hecho nada malo, ¿verdad? Eso era lo más desesperante. Hacerse preguntas que no podía responder. Rumiar preguntas es estúpido. Robert prefería, con mucho, obtener respuestas.

Tomó el periódico del umbral y lo repasó mientras se bebía su taza de café. Titular: Un coche atropella y mata a tres estudiantes. Titular: La peor sequía en diez años. Titular: Una secta religiosa militante se enfrenta con el FBI. Chiflados.

Entonces, hizo la asociación de ideas. Secta. ¿Qué se hace cuando un ser amado es captado por una secta? Haces lo que John Wilson: envías a alguien a buscarlo. Hacía unos meses, Steve Miller le contó que John Wilson, un abogado amigo de ambos, tenía problemas con su hija. Cuando fue a estudiar a la universidad se unió a una secta y desapareció. Wilson quedó verdaderamente desolado. Al parecer, acudió a una suerte de especialista, un investigador, que encontró a la muchacha y la recuperó. La policía se había negado a ayudar a Wilson porque la chica tenía dieciocho años; así que él tuvo que buscarse a alguien que operase al margen de la ley.

Esa es la respuesta, pues. ¿Por qué ser pasivo cuando puedes ser activo? Si Jenna le hubiese explicado que necesitaba alejarse, sería otra cosa. Si le hubiera dicho que necesitaba unas vacaciones o algo así, bueno. Pero esto era una locura. Desaparecer de un momento para otro. Podía significar cualquier cosa. Que hubiese perdido la chaveta. Que se hubiera metido en problemas. Podía estar tirada en una zanja, víctima de algún asesino en serie.

No era momento de andar con rodeos. Robert cogió su maletín, de donde extrajo su agenda electrónica. Buscó el número de teléfono de John Wilson. El de la casa. Lo pulsó. Una voz soñolienta respondió.

—¿John? Habla Robert Rosen. Lamento llamarte tan temprano, pero tengo un gran problema y necesito tu ayuda.

Robert se lo contó todo a John Wilson con tanta claridad cómo le fue posible.

—Bueno, Robert, el tío ese que contraté es un experto. Encontró a Cathy y se ocupó de todo. Ahora, ella está muy bien. Volvió por completo a la normalidad, duerme en su antiguo cuarto, todo. El tipo realmente sabe lo que hace.

—¿Cómo lo hizo?

—Me pidió que no se lo preguntara. Dejó claro que en un caso como el de Cathy, el fin siempre justifica los medios. Y, a decir verdad, tenía razón. A veces, hay que combatir el fuego con el fuego, ¿entiendes?

—Sí. Lo contrato.

—Eso sí, nos costó mucho dinero. Debes tener eso en cuenta. No era barato.

—El dinero no importa. Sólo quiero recuperar a mi esposa.

—Espera. Te buscaré su número de teléfono.

Robert tamborileó nerviosamente con los dedos sobre la mesa mientras esperaba a Wilson. Ahora se sentía mucho mejor. La acción siempre había sido su mayor fuerza. Jenna tenía que estar en algún lugar. No podía desaparecer así como así. Y ese tío la encontraría. Si sólo se hubiese marchado por unos días, Robert se enteraría de dónde estaba y de si estaba bien o no. Pero si en realidad la habían secuestrado, o algo peor, sin duda Robert haría algo. Algo. Lo que define la personalidad de un hombre son sus acciones. Y si Robert tuviera que escoger un modo de denominar su personalidad, se haría llamar, precisamente, el señor Acción.

15

E
ra tarde, en torno a las dos de la madrugada; Jenna estaba de pie en la cubierta de cargas, a la espera de que el
ferry
atracara en Wrangell. No había calculado que la hora de llegada sería tan tardía. Pero para ese momento, no le importaba qué hora era. Lo único que quería era salir al aire fresco, sentir tierra firme bajo sus pies. Jenna ya se había despedido de Debbie y de Willie. Parecieron tristes al enterarse de que los dejaría en mitad de la noche. Willie fue a la cafetería y compró un par de pasteles de chocolate; los tres se desearon buen viaje y éxito. Que Dios nos bendiga a todos.

Un perro gimió. Jenna se volvió y vio jaulas para perros, colocadas en fila. Muchos perros, ladrando con tristeza. Se acercó a una de las celdas carcelarias y metió el dedo en la que contenía un beagle. El animal le lamió el dedo con entusiasmo y lanzó un aullido de alegría. Cuerdas vocales diseñadas por la genética para oírse incluso en mañanas de niebla, alertando a los cazadores sobre la presencia de una presa. Corre conejo.

Un ensordecedor chirrido sobresaltó a Jenna. Se volvió y vio que el inmenso portón de hierro del lado de babor se abría. Los grandes engranajes metálicos giraban, y la fricción del portón sobre sus rieles producía un doloroso lamento. Los perros enjaulados aullaron y cantaron casi en armonía; Jenna se sintió como si estuviese en una residencia para depravados acústicos.

El portón continuó abriéndose, y Jenna distinguió la costa, a la que la traslación del barco imprimía un movimiento aparente, por la abertura. Estaban a unos cincuenta metros de tierra y se desplazaban en forma paralela a una playa. Oyó un fuerte bramido, seguido de las vibraciones de la hélice que cambiaba de sentido. Otro sonido doloroso; la cubierta vibró con tanta intensidad que pareció estar a punto de desarmarse bajo los pies de Jenna. El
ferry
fue disminuyendo la velocidad a medida que se acercaba a tierra.

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