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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (33 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Colgó sin despedirse. ¿Qué significa adiós entre desconocidos? A la mierda. A la puta mierda. Por cincuenta centavos adicionales, cargados a la tarjeta telefónica de Robert, el ordenador lo conectó directamente con Alaska Airlines. Una vez allí, una operadora humana hizo su reserva para el vuelo a Wrangell, vía Juneau, de las seis y media de la mañana del día siguiente. De modo que, para las diez y media del domingo, estaría en el mismo lugar que su esposa.

Pero el tiempo que le quedaba por pasar a solas era demasiado. Necesitaba hacer algo. Algo que evitara conductas autodestructivas. Salió de Mike's y caminó por la Cuarta Avenida en dirección al Coliseum. Ahí podría presenciar la destrucción de algún otro. Masacres artificiales. Desastres catastróficos baratos y controlables. De eso se trataba. En el Coliseum pondrían alguna peli de acción. Siempre era así. Y Robert podía verla dos o tres veces antes de empezar a sentir hambre y preocuparse por el próximo paso. Hasta entonces, no necesitaría ocuparse de sí.

***

A Jenna le dieron a elegir, y escogió el asiento delantero. Ya que tenía que volar en un avión pequeño, lo mismo daba jugársela del todo. Field verificó mandos y diales, pulsó botones, finalmente apretó uno de color rojo. La hélice cobró vida y el motor escupió nubes de humo por sus tuberías. Field le hizo una seña al tío del embarcadero, que soltó las amarras del avión y empujó el flotador con el pie, haciendo que se posaran sobre el agua. El motor tosió y el avión comenzó a avanzar, alejándose de tierra.

La última vez que Jenna estuvo en un avión de ese tamaño, juró que también sería la última. Tenía un embarazo de ocho semanas, y sólo Robert y ella lo sabían. Decidieron tomarse unas vacaciones, una escapada romántica, ya que era la última oportunidad de hacerlo que tendrían en los siguientes diecinueve años. Así que se decidieron por San Barth. Era curioso, pensó Jenna, cómo se metían en aviones cada vez más pequeños. De Seattle a Dallas, un 767, un 737 de Dallas a San Martín, finalmente, un bimotor de doce plazas para el último tramo del viaje. Recordó que el piloto y el copiloto daban la impresión de tener unos trece años de edad; vestían uniformes de reclutas del ejército cubano. El avión parecía haber estado en funciones desde hacía ochenta años. Ambos niños pilotos debieron combinar sus fuerzas para accionar unas palancas que colgaban del techo y que, evidentemente, eran necesarias para levantar el vuelo. Después, hicieron que todos se cambiaran de asiento, para que el peso se redistribuyese en forma más pareja y no se desplomasen del cielo. Todo ello puso muy nerviosa a Jenna. Pero lo peor fue el aterrizaje en San Barth. Al parecer, su pista de aterrizaje es conocida. O aun más, famosa. Al parecer, alguien te tiene que dar permiso antes de que intentes aterrizar. El avión rodea una montaña, casi rozando las copas de los árboles. Jenna vio muchas crucecitas blancas en las laderas de la montaña; era evidente que conmemoraban muertes ocurridas en pasados accidentes aéreos. Y cuando de pronto el motor rugió con toda su potencia y la nave comenzó a descender en un ángulo de mucho más de cuarenta y cinco grados y aumentando la velocidad a medida que lo hacía, Jenna dejó de respirar. Los demás pasajeros se mostraban indiferentes. Los pilotos no parecían inquietos. Pero Jenna enloquecía de terror. De haber podido respirar, habría gritado. Cuando vio que la pista parecía proyectarse hacia ellos por el parabrisas, se dijo que podían darse por muertos. Entonces, el avión tocó tierra con un ruidoso golpe. No pareció disminuir la velocidad al hacerlo, y Jenna, blanca como un fantasma, vio que lo que le había parecido una pista de aterrizaje no era más que una corta senda por la que se precipitaban al océano. Y los muchachos negros de trece años rieron; uno vio la cara de Jenna y le dio un codazo al otro, como si no se dieran cuenta o no les importara que una tumba acuática los esperase al cabo de pocos metros. Entonces, pusieron la marcha atrás y arrojaron un ancla. El avión frenó de golpe y los pasajeros fueron proyectados hacia delante; las maletas se deslizaron por el pasillo, el metal del fuselaje gruñó y, por fin, a apenas metro y medio del agua, la nave se detuvo antes de girar y acercarse, traqueteando, al punto previsto para el desembarco. Hicieron el viaje de regreso en barco.

El hidroavión de Field tomó carrerilla por el mar antes de levantar el vuelo con renuencia, como si hubiese preferido quedarse en el agua, pero se hubiera visto forzado a sucumbir a las leyes de la aerodinámica. ¿Qué podía hacer contra esos alerones que le habían puesto? Y despegan. Quince metros, treinta, sesenta, ascienden, avanzan. El dial, azul por arriba, marrón por debajo, gira o, mejor dicho, el avión gira en torno al dial. La aguja blanca da vueltas, quinientas, seis, las medidas son las que deben ser, todo va bien. La doble uve de color gris con un punto rojo en medio ubicada entre las piernas de Jenna gira sola, emulando a la otra, idéntica, que responde al mando de Field. No es tan grave; es cuestión de no mirar abajo.

Eddie le da un golpecito en un hombro y señala hacia abajo. Ella no quiere mirar. Hasta ahora, no lo ha hecho. Supone que si se limita a fijar la vista en el salpicadero, ni se dará cuenta de que están en el aire. Aprieta el brazo del asiento con más fuerza y mira, atisba apenas, por la ventanilla. Ve la Isla Elefante ahí abajo. De lo más bonita, a decir verdad.

Ahora, vuelan a una altura de trescientos metros y Jenna, más calmada, mira con placer el paisaje por debajo de ellos. Hay cientos de islas, oscuras por los árboles, separadas por una intrincada red de agua negra. Parecen los Everglades de Florida, piensa. Como los Everglades, pero más grandes. Vuelan sobre el mar, que señala como un mapa el camino a los despoblados a donde van.

Field le toca el brazo y sonríe.

—Quiero mostrarte una cosa.

De repente, el avión gira a la derecha. A Jenna no le agrada el movimiento, excesivo, demasiado pronunciado. Entonces, enderezan el rumbo. Se relaja. Ahora, siguen un camino secundario: un río que serpentea entre los árboles. El avión desciende. No hay problema, se está acostumbrando a los movimientos y ya no tiene miedo de morir.

—Éste es el río Stikine —vocifera Field sobre el ruido del motor—. En los días de la fiebre del oro, un
ferry
subía por él hasta Canadá. Los indios temían a ese río. Pensaban que por él se iban las almas de los muertos, y se negaban a llevar a los blancos río arriba. Los blancos fueron, de todos modos. Y los indios los creyeron dotados de poderes sobrenaturales al ver que regresaban con vida.

—Las cosas siguen siendo más o menos así, ¿no? —comenta Jenna.

Field ríe y extrae una petaca de whisky de un bolsillo de la chaqueta. Rompe el sello del tapón y se la pasa a Jenna.

—Bebe un trago para tranquilizarte.

Jenna alza la mano en un gesto de rechazo, pero Field insiste. Eddie se inclina hacia ella y le habla al oído.

—Será mejor que lo hagas —dice—. Me parece que va a hacer la pasada del glaciar en tu honor.

Mierda, a Jenna no le agrada nada eso de la pasada del glaciar. No sabe qué puede ser, pero tampoco quiere enterarse. Bebe un sorbo y le pasa la petaca a Eddie, que se toma un trago y la tapa.

—¿Y yo qué? —pregunta Field.

—Tú conduces —responde Eddie, y se echa la botella al bolsillo.

Desde hace un rato, el avión desciende. Están a unos cien metros de altura, al parecer en un gran valle. A uno y otro lado del río hay montañas, picos coronados de nieve muy por encima de la aeronave. A Jenna le gustaba más lo de volar sobre las islas. Intuye que están a punto de hacer algo que no le sentará bien.

—No quiero hacer la pasada del glaciar —le dice a Field.

—Tranquila, no es nada. Te encantará.

Rodean a una esquina, lo que parece un poco raro, pero Jenna no encuentra otro modo de expresarlo, es una esquina del cielo, y se encuentran frente a una muralla de hielo. Tanto hielo marrón y azul que Jenna siente que percibe el frío que irradia. Nunca vio tanto hielo junto. El avión desciende y el muro parece crecer por encima de ellos hasta que no son más que una pequeña mota frente a una montaña inmensa. Field, impávido, conduce el avión hacia la pared. Ella detecta en su rostro la misma sonrisa traviesa de los muchachos de San Barth. Él sabe adónde van, ella no. El glaciar se acerca y Jenna tiene miedo de lo que no sabe. Teme lo peor, aunque se siente segura. Field no va a suicidarse ni a arrojarla del avión. Ahora están muy cerca; sin cambiar de rumbo ni de velocidad, van directamente hacia la pared. Y cuando Jenna comienza a pensar que quizá Field quiere estrellarlos contra el hielo, acelera el motor y echa atrás la palanca tanto como le es posible, haciendo que el avión ascienda hacia su izquierda. Jenna siente que una oscuridad desciende sobre ella, un peso en los párpados que es como si le envolvieran el cerebro con una manta; la marea y la obliga a cerrar los ojos. Ve el cielo entre una bruma gris. El avión parece volar de costado, pero a Jenna le cuesta dilucidar qué es arriba y qué abajo. La presión que desciende sobre ella le impide orientarse. Mira por la ventanilla del lado de Field. El hielo está ahí, pero en movimiento. Una plancha de hielo se desplaza a cámara lenta; se ha soltado del glaciar y se desliza hacia abajo. Da la impresión de que hace humear la glacial muralla. Un polvo blanco se levanta de la grieta, la plancha se desprende y se desliza glaciar abajo. Field vira el avión hacia la izquierda y Jenna ve cómo la plancha resbala hasta el río, donde se estrella con fuerza tremenda. Nace una belleza terrible.

Field sigue ascendiendo hasta que vuelan por encima de las montañas, una altitud de quinientos metros. Le sonríe a Jenna.

—No te preocupes, no habrá más sorpresas —dice.

Jenna está estupefacta, ya no preocupada por el vuelo, sino impresionada por el dolor del hielo, la rabia del agua que se vio forzada a hacerle sitio a ese trozo inmenso de tiempo congelado, el glaciar, atrapado desde hace siglos en un estado sólido y que ahora se fundirá con el océano, unificándose a su futuro. Se siente pequeña e insignificante ante semejante alarde de la naturaleza. El evento que Field desencadenó para ella la conmueve. La facilidad con que le mostró cuán poderoso es el mundo y cuán pequeña ella, todo tan simple pero tan aterrador: un glaciar que se desliza montaña abajo abriendo un surco, un valle que necesitará millones de años para completarse; y Jenna siente su propia fragilidad. Qué frágil.

Se reclina en su asiento y cuenta las islas que van pasando, a la espera de que Klawock acuda a ellos.

***

El pueblo no era lo que Jenna esperaba. Había supuesto que sería como Wrangell, de tamaño mediano, con cierta cantidad de edificaciones, un aire de que allí había vida, comercio, un contacto al menos aparente con el mundo exterior. Pero Klawock no es así. En realidad, Klawock no es nada. Hay un embarcadero que se interna en la bahía, y Field lleva allí su hidroavión. Junto al embarcadero se alza un inmenso depósito construido en madera y aparentemente desocupado. Un camino de tierra bordea la costa hacia uno y otro lado del muelle. A la derecha, el camino desaparece sobre la cima de una colina. En esa cumbre se ve hierba sin cortar y un par de docenas de postes totémicos. Nada más.

Eso era Klawock, o lo que podían ver de él.

Eddie y Jenna ascendieron la colina; enseguida, el camino describía una curva. A un lado, se veían un bazar y una oficina de correos. Al otro, un bar o restaurante, Jenna no supo decir cuál de las dos cosas. Decidieron ir a buscar ayuda al almacén. Cualquier clase de ayuda: cómo encontrar a Livingstone, dónde alojarse. El hombre que había detrás del mostrador, un indio de edad mediana, los miró con suspicacia antes de decirles que el bar de enfrente tenía habitaciones en la planta alta. Cuando Jenna preguntó dónde podían encontrar a David Livingstone, el hombre calló durante un momento.

—¿Los espera? —preguntó.

—No —respondió Jenna—. Pero tenemos la esperanza de que nos reciba.

—¿Están escribiendo un artículo?

—No, sólo necesitamos su ayuda. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?

—Sería bueno si yo supiera un poco más acerca de por qué quieren encontrarlo.

Jenna se sobresaltó. Era evidente que el hombre conocía a Livingstone. ¿Por qué no podía decirle dónde encontrarlo sin más? No es que ella fuese a hacerle nada malo.

—Es un asunto más bien personal —dijo Jenna.

El hombre movió de un lado a otro la cabeza con escepticismo, como si se tratara de una excusa que ya había oído. Jenna suspiró. ¿Qué más daba que se enterara? Era hora de sacar los esqueletos del armario.

—Mire, tiene que ver con…, eh…, mi abuela era una india tlingit… y, bueno, verá, me han estado ocurriendo unas cosas…, he llegado a la conclusión de que se trata de alguna cuestión espiritual tlingit…, algo sobrenatural… y, hace un par de años, ocurrió una cosa en un centro turístico…, la Bahía Thunder…, le pasó a mi hijo… y al parecer, éste tal Livingstone tenía algo que ver con el centro turístico y…

—Sí, sé de qué me habla. El niño que se ahogó.

Jenna dejó de hablar y miró al hombre a los ojos. Lo sabía. Para él, se trataba del «niño que se ahogó». Lo más probable era que todos los de por allí lo supieran también. Era una cuestión seria. Seguían hablando de ella. Pero ¿cómo lo sabían?, ¿por qué lo sabían?

—En fin, ¿sabe dónde puedo encontrar a David Livingstone?

—Yo se lo traeré.

Jenna se lo quedó mirando. Con eso no le alcanzaba. Quería más. Alguna seguridad. Un recibo o algo así. El hombre entendió.

—Si es que quiere verla, no será antes de mañana. Así que lo único que usted puede hacer es conseguir una habitación y esperar. Hay habitaciones en el local de enfrente. Cuando sepa algo, le dejo un mensaje en el bar.

Jenna asintió con la cabeza y retrocedió un poco.

—Bueno, gracias. Agradezco su ayuda. Lo cierto es que todo esto es de lo más importante para mí, y creo que él es el único que me puede ayudar. Dígale que le daré lo que me pida, si necesita dinero o lo que fuere, sea cual sea su tarifa, no es un problema, en serio. Me haré cargo.

El hombre miró a Jenna. Su rostro no había cambiado.

—Busque una habitación —dijo.

Jenna salió; Eddie y
Óscar
la esperaban en el porche. Sobre la puerta del bar de enfrente estaba pintada la palabra
Motherfish
, pez madre. En el escaparate había pintada una gran muchacha-pez azul que cogía un cuchillo y un tenedor con sus aletas. Eddie, Jenna y
Óscar
cruzaron la calle y entraron al
Motherfish
para preguntar por las habitaciones. El interior era penumbroso y olía bien. Estaba decorado como la bodega de un barco. Suelos y muros eran de anchos tablones. Había grandes barriles entre las mesas, y otros, más pequeños, hacían de taburetes frente a la barra. Del techo colgaban redes de pescar cargadas de chucherías: flotadores japoneses, boyas, estrellas de mar secas, conchas de cangrejo, y así sucesivamente. Una fresca brisa se colaba en el recinto. Jenna recordó la ocasión en que había hecho cola para ver a los Piratas del Caribe de Disneylandia. Un joven leía un libro detrás del mostrador; no alzó la mirada cuando una campana que había sobre la puerta sonó, anunciando la entrada de Jenna y Eddie. Se aproximaron a él; Eddie golpeó la barra con fuerza.

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