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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (14 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Jenna desanduvo el camino hasta llegar a la puerta que daba a las escaleras. Probó el picaporte, pero la puerta estaba cerrada con llave. Miró en torno a sí en busca de algo que le sirviera de herramienta. No encontró nada, así que dio un paso atrás y dio una patada a la puerta, justo al lado del pomo. Se abrió. Jenna sonrió. Igual que en
Starsky y Hutch
.

Estudió la estrecha escalera. Una pequeña ventana ubicada en lo alto daba suficiente luz para entrever los escalones y las paredes. Emprendió el ascenso.

A mitad de camino, se arrepintió. Explorar esa casa no era lo que planeaba. Además, ¿qué podía encontrar allí? Era evidente que el lugar había sido limpiado, y a fondo. ¿Para qué, entonces? La última vez que estuvo allí, diecisiete años atrás, tenía prohibido subir las escaleras. La puerta siempre estaba cerrada con llave, y todos sabían que no se debía entrar. ¿Qué hacía ahí, pues? No lo sabía, pero siguió subiendo.

Las escaleras eran enclenques y no tenían barandilla alguna. Las paredes eran húmedas; también viscosas, imaginó Jenna, por todos los mohos que debían crecer en ellas. Trató de no tocarlas, aunque su equilibrio era precario, pues pisaba en los puntos donde los escalones se les unían, suponiendo que serían los más firmes. Poco a poco, ascendió en dirección a la luz.

Cuando, por fin, llegó al remate, se sintió un poco más tranquila. La luz de la ventana iluminaba un pasillo que conducía a la parte trasera de la casa. Vio varias puertas a lo largo de ese corredor; una de ellas seguramente daba a las escaleras que llevaban al ático. Pero no quería ir ahí. Sólo quería ver qué había en el primer piso.

Entró en la primera habitación de las que se abrían al pasillo. Tiró del tablón que clausuraba su ventana. Se soltó con facilidad, y cayó al suelo con un golpe que hizo temblar la casa.

Jenna contuvo el aliento. Temió que la casa entera se derrumbase sobre ella, sepultándola para siempre. No fue así. Después de estremecerse, la casa se asentó. Jenna, aliviada, miró por la ventana. En la calle, vio a un hombre que pasaba, arrastrando una carretilla roja tras de sí. Lo contempló durante un momento. Era de edad mediana, con barba larga y cabello gris; vestía ropas gastadas, casi harapos. Parecía una suerte de ermitaño que viviese en una choza en las lindes de la civilización.

El hombre se detuvo. Extrañamente, se volvió y miró directamente a Jenna. Sus ojos se encontraron y a Jenna la invadió un repentino nerviosismo. Había entrado a la casa sin permiso. Llevaba años vacía. Podía tener problemas si el hombre le decía a alguien que la había visto. La casa no era segura. Hasta Jenna se daba cuenta de ello. Si se lastimaba, podían producirse complicaciones legales. Jenna se dio cuenta de que, tarde o temprano, una u otra autoridad se encargaría de hacerle saber que tenía que marcharse, o al menos de indagar por qué motivo estaba allí. Se apresuró a apartarse de la ventana.

De pie junto a la ventana, Jenna se rio de su propia estupidez. ¿Por qué pensaba esas cosas? A lo sumo, el hombre creería que había visto un fantasma. ¿Qué pensaría ella, si, al mirar una casa vieja y abandonada viera aparecer de pronto a una joven en una ventana del primer piso? Se aterraría. Correría. No se lo contaría a nadie, eso, sin duda.

Al cabo de un momento, espió por un ángulo de la ventana. El hombre ya no estaba. Menos mal. Qué alivio. No pasaba nada.

A todo esto, la luz que entraba por la ventana reveló que la habitación no estaba vacía. Todo lo contrario, estaba llena de cosas. Una montaña de ropa vieja en un rincón. Una silla de madera, un anaquel con libros, una cama. Cosas que nadie quería. Evidentemente, las cosas de valor habían estado en la planta baja. Horno, mesa de cocina. Cosas útiles. Pero ¿ropa vieja y ajena? ¿Libros viejos? Nadie los quiere.

Se acercó al estante y se puso en cuclillas frente a él. Casi todos los libros eran de los Hardy Boys. Algunas viejas ediciones del Club del Libro del Mes. Un pequeño volumen escolar de poesía. Lo tomó y lo abrió. Apenas legible, pero ahí estaba. El nombre de su madre, Sally Ellis, en la portada, junto a la dirección de un alojamiento estudiantil de la universidad de Washington. Jenna abrió el libro en una página marcada con un señalador. Un poema de Blake. ¡Tigre! ¡Tigre! Arde tu luz. Jenna sonrió. Haber encontrado el viejo texto estudiantil de su madre le daba sentido a su exploración. Justificaba el haber soportado el moho de las paredes de la escalera.

Entonces oyó un golpe y se quedó paralizada. Por encima de su cabeza, en el ático. Un golpe inconfundible. Contuvo el aliento y esperó. ¿Qué podía golpear en el ático? Algo debía de haber caído. Los pasos de Jenna seguramente habían puesto en marcha una reacción en cadena; por ejemplo, una lámpara apenas apoyada contra un muro podía haber caído, golpeando el suelo. A pesar de este calmo razonamiento, a Jenna el corazón le daba brincos en el pecho.

Bum.

Otro golpe. ¿Qué demonios sería? Se incorporó con lentitud. El entarimado crujió bajo su peso. Estrellitas negras danzaron ante sus ojos, por haber pasado tanto tiempo acuclillada. Siempre había sido susceptible a los problemas circulatorios. Más sonidos desde arriba. Pasos que se arrastraban. O más bien correteaban. ¿Un animal?

Su cuerpo entero se erizó. Procuró respirar con regularidad. Calmarse. Era un animal de alguna clase. La piel le cosquilleó, como si cada poro se abriese en un esfuerzo frenético por percibir qué ocurría. Probablemente se tratara de un mamífero. Mayor que un ratón, menor que una persona. Tal vez una rata grande. Correteando por ahí, haciendo caer lámparas. Esta teoría no contribuyó a la tranquilidad de Jenna.

Espió el pasillo desde la puerta, pero no vio nada en la oscuridad. Sabía que era ridículo agitarse tanto por una nadería. Pero así y todo, quería irse. Ya.

Salió al pasillo a la carrera y se precipitó escaleras abajo, apoyándose en las resbaladizas paredes para mantener el equilibrio, esperando que los peldaños, que bajaba de dos en dos, soportaran su peso. Tropezó y se imaginó tendida al pie de las escaleras con las extremidades rotas. Pero se las compuso para no caer, apoyando ambas manos en la pared. Soltó el libro de su madre, que salió volando y se perdió en la oscuridad, al pie de las escaleras. Soltó una maldición. Pero no tenía tiempo de detenerse a buscarlo. Terminó de bajar a la carrera, salió, siempre corriendo, por la puerta trasera, y dio la vuelta a la casa.

Muy bien, desde el exterior todo parecía inofensivo. Realmente le habría gustado quedarse con el libro de su madre; durante un momento, pensó en regresar a buscarlo, pero cambió de idea. Quizá volviera más tarde, con una linterna o algo así. O tal vez no. Tal vez el libro quería quedarse en la casa. Por eso la casa la había asustado. El libro quería permanecer en ese lugar donde estaba desde hacía tanto. Jenna no era quién para llevárselo. A veces, las cosas están donde están por un motivo; pretender cambiarlas de lugar sería presuntuoso. Jenna lanzó una risita ante sus pensamientos y emprendió el regreso al pueblo.

***

La carretilla roja estaba aparcada frente al almacén de abastos; de todos modos, Jenna entró. El hombre de la carretilla estaba de pie ante el mostrador. El joven dependiente le cobraba su compra, que parecía consistir en su mayor parte en refrescos y patatas fritas. Jenna se escabulló a la parte trasera de la tienda y tomó una botella de agua mineral del refrigerador. Se quedó allí, estudiando la oferta de sopas, a la espera de que el de la carretilla se marchase.

Cuando el hombre terminó de pagar y salió del local, Jenna se acercó al mostrador y depositó en él su agua. El dependiente pulsó las teclas de la máquina registradora, cuya campanilla sonó.

El cajero tenía algo raro. Algo parecía no funcionar bien en sus ojos. Daba la impresión de que sólo podía abrirlos a medias. Aparte del hecho de que llevaba piercings en varios puntos de la cara. Tenía anillos de plata en las cejas, los labios, la nariz. Jenna se estremeció, asqueada, al pensar qué otras partes de su cuerpo quizá tuviese perforadas.

—Oye, estoy aquí de vacaciones —dijo Jenna, procurando ocultar su repugnancia—. ¿Qué hay de interesante para ver?

El joven se volvió y tomó un folleto de una estantería que había a sus espaldas. También tenía perforado el cuello.

Llevaba un hueso ensartado cerca de la nuca; una extensión de carne de unos cinco centímetros separaba sus dos puntas. Volviendo a su posición original, puso el folleto en el mostrador frente a Jenna. Por fortuna, no alzó la vista, así que no pudo ver la expresión con que ella lo miraba.

Mientras él contaba la vuelta para entregársela, Jenna abrió el folleto. Vio un mapa de la ciudad dibujado a mano. Tenía pequeños números, con explicaciones al pie acerca de lo que cada uno señalaba. Número uno: el monte Dewey.

—¿El monte Dewey es bonito? —preguntó Jenna.

El joven la miró. Parecía irritado.

—¿Qué consideras bonito?

—Naturaleza. Árboles. Flores.

—Ah, eso —dijo el chaval perforado—. Bueno, si eso es lo que quieres, sí, supongo que es bonito.

—¿Cuánto se tarda andando hasta allí?

El cajero se encogió de hombros.

—Quince minutos.

—¿Cómo voy?

El joven señaló el mapa.

—Primera calle a la izquierda y desde ahí, colina arriba. Hay un cartel. Sigue el sendero.

—¿Lo recomiendas, entonces?

El perforado sonrió, burlón.

—¿Para ti? Sí, lo recomiendo.

Jenna tomó el agua y el mapa.

—Bueno, muchas gracias por tu ayuda.

Al salir de la tienda, Jenna fue hacia la izquierda. Miró el mapa otra vez y se preguntó si hacer o no la caminata hasta el monte Dewey. Quizá fuese demasiado esfuerzo. Abrirse paso entre los bosques. Tal vez lo dejara para después. O para nunca. Siempre podía tomar el próximo
ferry
de regreso. Había cumplido con su intención: ver la casa de su abuela. ¿Qué le quedaba? ¿Una excursión? Era posible que le recordara demasiado a Bobby. No estaba del todo cómoda con el hecho de estar tan cerca de la Bahía Thunder.

—¿Estabas en la casa Ellis?

Jenna alzó los ojos y ahogó el impulso de soltar una exclamación. El hombre de la carretilla la miraba fijamente desde una distancia de medio metro.

—Oh, caray —rio Jenna, procurando recuperar la compostura—. Me asustaste.

—¿Estabas en la casa Ellis? —volvió a preguntar el hombre.

Jenna sonrió, aunque en su fuero interno estaba aterrada. ¿Quién era ese tío y por qué le hacía esa pregunta? Pero no lo mandó a la mierda, aunque ésa fue su intención inicial. Wrangell era un pueblo. A todos les parecía de lo más normal enterarse de lo que hacían los demás. Sígueles la corriente.

—Sí, estuve allí. Creo que te vi…

—¿Qué hacías ahí?

—Yo, bueno… —¿Qué decir?, ¿debía mentir?—. Soy la nieta de Mary Ellis. Sólo entré a echar un vistazo.

El hombre asintió con aire pensativo.

—¿La vas a ocupar?

—¿Cómo?

—Si vas a ocupar la casa —dijo el otro con lentitud, como si le hablara a una sorda.

—Qué va, no. Sólo estoy de visita. Quería verla, recordar a mi abuela, nada más.

El hombre bajó su carretilla de la acera a la calle.

—Te lo pregunto porque no está en condiciones. No es una casa como para andar subiendo por las escaleras. Se puede derrumbar sobre tu cabeza.

El hombre emprendió su camino.

—Gracias —le dijo Jenna—. Gracias por la advertencia, pero no regresaré allí. —Él ya se alejaba—. Ya vi bastante, gracias. —Pero él ya había dejado de prestarle atención.

Jenna se volvió y emprendió la marcha calle arriba. A fin de cuentas, quizá la excursión al monte Dewey no era mala idea. No podía permitir que este pueblo le metiera miedo. Acababa de llegar. Miró al cielo. Las nubes se estaban despejando y el paisaje se veía más alegre. Una buena caminata sería divertida. Le despejaría la mente. La haría recuperar el contacto con la naturaleza. Además, el ejercicio le sentaría bien.

18

D
esde la roca donde estaba sentada, Jenna podía ver todo el pueblo y buena parte de la isla Wrangell, que se extendía hacia el horizonte. En lontananza, semejantes a pinturas sobre un muro azul grisáceo, se veían inmensos grupos de cumbres blancas que hacían pensar en gigantes enterrados por la nieve. Y durante un momento Jenna se relajó y se perdió en el paisaje; al fin y al cabo, para eso había ido allí, o eso pensaba. La razón del viaje era salir de su vida cotidiana para reorganizarse. Para ordenar sus pensamientos, deshacerse de lo ilusorio para ver qué ocurría en realidad. Al menos, ésa era una parte. Jenna sabía que había más, pero aún no quería ponerse a pensar en ello. Sí, había otras cosas. Estar en Alaska por primera vez desde la muerte de Bobby. Cosas como ésa. Cosas que tendrían que encontrar su propio camino. O tal vez quien debiera encargarse de ellas fuese un profesional en su consulta; la doctora Judith, para ser precisos.

Jenna rio para sí. Sabía que tarde o temprano traería a colación a su psiquiatra. Se preguntó qué diría Judith de todo esto. De cada cosa. Abandonar a su marido. Ir a Alaska. Tener constantes miedos a oír ruidos en casas abandonadas o a ducharse sola. Sin duda tendría algo que decir.

Si algo en Judith resultaba innegable, era que siempre tenía mucho que decir sobre cualquier cosa. Freudianos. Se creen que lo saben todo. Al menos, ésta era inofensiva. Lo único que pretendía era hablar de sueños o decirle a Jenna cómo arreglar su vida. Lo cual, según pensaba Jenna, estaba en abierta contradicción con la intención declarada de los psiquiatras de no participar en la vida de sus pacientes. Judith quería participar. Quería proponer soluciones, remangarse y ensuciarse las manos. Pero claro que todas sus soluciones eran estúpidas. Pero quizá por eso era la única psiquiatra que le caía bien a Jenna. Siempre se equivocaba. Cuando Jenna salía de la consulta, no le costaba ningún trabajo convencerse de que nada en ella andaba tan mal como decía la doctora. Cuando acudió a ese otro tío, Fassbinder, la confundió tanto con su lógica retorcida que casi la persuadió de internarse en una institución por propia voluntad. Eso sí, era generoso en materia de píldoras. Había que reconocerlo. Pero cuando comenzó a insistir con lo del Prozac, Jenna supo que había llegado el momento de abandonarlo. Una cosa son los narcóticos. Pero la mierda esa que altera la mente es, sin duda, mierda, Prozac, Nutra-Sweet, lo que sea. Cualquier cosa que hace que tu cerebro tome lo negro por blanco o lo amargo por dulce es mala. El Valium va y viene, pero el Prozac es para siempre.

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