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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (23 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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A Jenna le dio pena. Parecía un buen chaval. Pero lo cierto era que su vida no le interesaba. Tenía otras cosas en qué pensar. Tres, para ser precisos, y no quería distracciones. Pero siempre había tenido la debilidad de ser educada con los desconocidos, así que dijo:

—¿De dónde vienes?

Feliz por su atención, el joven se apresuró tanto por ingerir que se atragantó. Bebió un poco más para bajar el bocado de hamburguesa y pan.

—Oklahoma. Vine en moto hasta Skagway por la carretera Alean. Después la vendí. Eso me rompió el corazón. Fue la primera moto lo bastante buena para traerme de Oklahoma a Alaska que haya tenido. Una vieja BMW con sidecar. Los alemanes saben hacer su trabajo, ya lo creo.

—La máquina rodante suprema.

—Sí, eso dice el anuncio. Bueno, la cuestión es que la vendí en Bellingham para poder pagarme el billete del
ferry
. Ahora, supongo que me buscaré un empleo para el invierno; después, sigo mi camino.

—¿Cuál es tu próximo destino?

—Destino desconocido. Mi guitarra y yo viajamos solos, haciendo música y poesía por la carretera de la vida.

Jenna pidió la cuenta con un gesto. Ya había realizado su buena acción del día. Hablarle a un vago que trataba de hacer realidad una visión romántica de una vida que no era la suya.

—Muy bien —se despidió Jenna mientras se levantaba—. Encantada de haber podido hablar contigo. Buena suerte con tus aventuras.

Se dirigió a la caja.

—Gracias. Eh, no me dijiste cómo te llamas. Quiero saber el nombre de cada persona con la que me encuentro. Así, cuando gane mi primer Grammy, podré agradecerles su ayuda.

— Qué bonito. Soy Jenna.

—Jenna —repitió él, estrechándole la mano y mirándola a los ojos—. Fue estupendo hablar contigo, Jenna. Soy Joey.

Jenna pagó la cuenta y salió de la cafetería; caminó hacia la derecha y pasó frente al escaparate. Se dirigía a la isla Shakes. Joey la vio marcharse. Enseguida, se apresuró a pagar su cuenta. Le preguntó a la camarera dónde estaba el teléfono público más próximo.

23

U
na estrecha pasarela de madera daba acceso a la pequeña isla. El agua estancada formaba una espuma marrón en torno a los pilotes; un agrio olor a pescado podrido colmaba el aire. Jenna se apresuró a cruzar el puente hasta el césped requemado que cubría la isla. Se mezcló con los turistas que se hacían infinitas fotos unos a otros en poses idénticas.

La casa del jefe Shakes se alzaba justo en medio de la isla. Medía unos quince por treinta metros. La rodeaban ocho altos postes totémicos. Una placa de bronce montada en una peña granítica explicaba que la isla era un monumento nacional y que había sido restaurada hasta recuperar su estado original pocos años antes. Los tótems eran réplicas de los originales, que se conservaban en el museo de Juneau para protegerlos de los elementos. El texto decía que «jefe Shakes» era el nombre que adoptaba quien llegaba a encabezar el clan tlingit local, del mismo modo en que cada Papa adopta un nuevo nombre al ser designado.

Una elaborada pintura en rojo y negro que representaba una cara ocupaba la fachada frontal de la casa. Cada detalle del rostro estaba compuesto de sucesivos rostros más y más pequeños, hasta el punto de que se hacía difícil distinguir cada uno. Eran como espejos enfrentados, cuyos reflejos se pierden en el infinito. La única entrada de la casa era una pequeña abertura, que apenas dejaba paso a una persona que entrase inclinada, casi a gatas. Una manta roja, tendida desde dentro, oficiaba de puerta.

Jenna apartó la manta y entró. El interior era fresco y oscuro. En cada rincón se alzaba un poste totémico cubierto de intrincadas tallas que representaban rostros. Algunas de las caras tenían ojos de madreperla, dientes de animales o cabello humano, lo que a Jenna le pareció bastante espeluznante. El recinto tenía suelo de tablas de cedro, menos en el centro, que estaba hundido y era de tierra. Unas vasijas de barro que había allí sugerían que se trataba del sector destinado a hacer fuego. Directamente por encima, había un agujero en el techo, presumiblemente destinado a dejar salir el humo. Había otras diversas tallas y decoraciones en todo el perímetro de la casa.

Jenna miró en torno a sí, con la esperanza de encontrar un kushtaka en alguna de las tallas. Se quedó sorprendida cuando lo halló enseguida. Era el rostro que buscaba. La cara que había supuesto que le llevaría mucho esfuerzo encontrar, como si uno buscase la única gárgola que guiña un ojo en toda la catedral de Notre Dame. Y no le había costado nada. Como si hubiera salido a su encuentro. Estaba cerca del suelo, en el poste del ángulo noreste de la casa. Lo vio desde el otro extremo del recinto, como si un radar especial la hubiera guiado. El kushtaka.

Se acercó al poste y se agachó frente a la talla. Un cuerpo de pez con dos caras, una en posición normal, otra invertida, como trenzados en alguna suerte de pugna. La imagen estaba casi escondida entre los demás ornamentos, como si alguien hubiese decidido añadirla a última hora, quizá por obligación y con renuencia. Jenna se quitó su medallón de plata y lo sostuvo junto a la imagen. Eran idénticos.

Desde un punto de vista lógico, esto tenía sentido para Jenna. Los tlingit recurren a una cantidad de imágenes limitada para representar a diversos animales y otros seres. Estas caras, combinadas de diversas maneras, representan cosas diferentes. Relatan historias. Era natural que un mismo símbolo se repitiese una y otra vez. ¿Pero por qué se le aparecía el del kushtaka? ¿Por qué no la orca o la rana? ¿Por qué había escogido Debbie, la chica del
ferry
, un amuleto con un kushtaka para Jenna? ¿Por qué Rolfe sabía una extraña historia al respecto? Un desconocido de ojos negros y dientes puntiagudos había perseguido a Jenna en el bosque. ¿Querría su collar?

Jenna se volvió y escrutó el recinto, buscando a alguna persona que pareciese vinculada a él, que le pudiese dar respuestas. La encontró. Se trataba de un viejecillo indio que vestía una camiseta Snapples, sentado tras una mesa, sobre la que se veía una lata de café y un cartel que decía «Donaciones». Abriéndose paso entre la turba de fotógrafos aficionados, Jenna se le acercó. Depositó un billete de diez dólares en la lata. Un soborno.

El viejo sonrió. Jenna puso su collar de plata sobre la mesa. Él lo cogió y lo frotó entre pulgar e índice. Estudió la figura tallada en el medallón. La dejó sobre la mesa.

—¿Qué es? —preguntó Jenna.

El hombre se la quedó mirando, inexpresivo. Después, señaló al rincón donde Jenna encontrara la misma imagen tallada en un poste.

—Ya lo encontraste —dijo el viejo.

—Sí, ya lo sé. Pero ¿qué es?

—Es el kushtaka.

Bueno, eso Jenna ya lo sabía. Pero el hombre lo expresó de un modo tal que zanjó la cuestión. Ahora quería decir algo en serio para ella. Sólida y pesada, era una palabra que designaba un objeto, aunque Jenna no sabía qué clase de objeto podía ser.

—¿Qué es un kushtaka? —preguntó.

—Un espíritu animal de los indios tlingit. El espíritu de la nutria. Todos los espíritus animales tienen poder, pero el del kushtaka es el que los chamanes más codician. Sin el poder del kushtaka, ningún chamán está completo.

No le estaba siendo de ayuda a Jenna. No le encontraba sentido a nada de lo que le decía. No tenía tiempo para resolver acertijos. Necesitaba una respuesta.

—Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que hace tan poderoso al kushtaka?

—Cuervo le dio al kushtaka el poder de cambiar de forma y de regir tierra y mar.

Jenna se estaba exasperando un poco.

—Creí que raptaban a la gente —bufó.

El anciano rio con suavidad y meneó la cabeza.

—Sí, los kushtaka roban almas. Las transforman. Las convierten en kushtaka. Cuervo les dio a los kushtaka el poder de custodiar bosques y mares y de rescatar a las almas perdidas débiles y que están al borde de la muerte, tornándolas en kushtaka.

—¿Y eso es malo?

—Sí, muy malo. El alma tlingit nace muchas veces. Cuando una persona muere, los tlingit creman su cuerpo para que pueda pasar con seguridad a la Tierra de las Almas Muertas. Desde allí, su alma retornará a su familia. Si los kushtaka la salvan de ahogarse, queda atrapada con ellos para siempre.

Jenna se quedó mirando al viejecillo durante un momento.

—¿La salvan de ahogarse? —preguntó.

El anciano asintió.

—Es la forma más frecuente. A un pescador se le da vuelta la canoa. Se aferra a ella; pero comienza a cansarse. Es entonces cuando se le aparecen los kushtaka bajo la forma de integrantes de su familia. Procuran engañarlo para que se vaya con ellos. Al fin, él ya no puede resistirse a su poder y se da por vencido.

Se hunde en las aguas. Le pide auxilio. Ella lo ve desaparecer bajo las olas.

Jenna sintió la necesidad de apartarse del viejo indio. Estaba demasiado cerca. Lo podía ver con demasiada claridad, a pesar de lo penumbroso del lugar. El viejo sabía que Jenna ocultaba algo y quería ver dentro de ella. Jenna dio un par de pasos atrás, sólo para poner alguna distancia entre ambos, para sentirse un poco más cómoda.

—El kushtaka hechiza a su víctima. Hace que se sienta mareada y cansada, absorbe su energía para que no pueda moverse.

A ella le es imposible mover los brazos. Mira a su hijo hundirse en la negrura.

—Y una vez que el kushtaka vence, se lleva a su presa a la guarida de los kushtaka, donde la transformación se completa. El vencido será un kushtaka para siempre.

Las mareas peligrosas. El fondo arenoso. El cuerpo jamás recuperado.

Jenna dio otro paso atrás, pero no había más terreno. Su pie se hundió en el pozo de la hoguera. Oyó que su tobillo crujía al torcerse de costado sobre la tierra; su pie adoptó una posición imposible y se desplomó de espaldas.

El viejo se levantó con intención de socorrerla, pero varios turistas ya habían acudido. Jenna se sentó y miró al anciano que, acuclillado ante ella, le preguntaba si se encontraba bien. Todavía un poco desorientada, se hincó de rodillas.

—¿Cómo se los rescata? ¿Cómo salvar a alguien que fue transformado?

El viejo la miró en silencio, cuestionando su pregunta. Ella quiso agarrarlo de la camiseta para sacudirlo, obligarlo a responder, forzarlo a que le dijera la verdad. Pero erró el objetivo, y cayó de bruces frente a él; lo agarró de un tobillo.

—¿Cómo lo salvo? —gritó.

El rostro encogido del viejo la miraba. Esa cara de dientes marrones y torcidos era como la de una muñeca hecha con una manzana verde desecada. Por fin, el anciano entendió qué era lo que Jenna necesitaba saber. Requería una respuesta porque lo que le quedaba de vida dependía de ella.

—Sólo un chamán puede rescatar un alma. Sólo un chamán.

Jenna se puso de pie con dificultad. El tobillo torcido le latía. Quienes la rodeaban, procurando ayudarla, la contemplaron azorados cuando se dirigió, dando tumbos, al agujero que oficiaba de puerta. Necesitaba salir al sol, al aire fresco. No podía seguir metida en esa caja de madera, ese ataúd, esa habitación calurosa atestada de gente que respiraba y sudaba. Al asomar la cabeza por la abertura, se topó con alguien que estaba a punto de entrar. No podía detenerse a pedir disculpas, no tenía tiempo.

—¡Eh!

Se volvió. Era el chaval de la cafetería. ¿Cómo se llamaba? Se parecía a un actor. Jenna sintió náuseas. Mareada, en trance, se tambaleó en dirección al puente. Cojeaba sobre su tobillo recién torcido. Pero lo que le daba ganas de vomitar no era esa lesión. Era la verdad. Lo que le revolvió el estómago con violencia era la verdad. Conocimiento puro y sin adulterar, un mensaje tan límpido y feroz que era como recibir un puñetazo en el vientre. Lo que le retorcía y removía las tripas, exigiéndole que se diera la vuelta, era la verdad. Y cuando llegó a la pasarela, el olor a pescado muerto colmó el vaso. Agarrada de la barandilla, vomitó en el agua estancada. Rio al ver la sopa de judías a medio digerir que se mezclaba con el agua sucia. Su capacidad de enriquecer con aquella aportación el medio ambiente le pareció infinitamente divertida.

Cuando terminó con lo que tenía que hacer, vio que un inmenso grupo de personas bienintencionadas corría hacia ella, gritando palabras de aliento y preocupación. El pánico la dominó. Cruzó el puente, dando tropezones y se dirigió a casa de Eddie tan deprisa como le fue posible. Tenía que apresurarse. No podía lidiar con aquellas personas. Era incapaz de mirarlas a los ojos y decirles que todo estaba bien. Porque ahora sabía la verdad. Sabía lo que había ocurrido.

Bobby no estaba muerto. Su hijo no se había ahogado.

Su niño estaba con los kushtaka.

24

V
einte años atrás, el alguacil Larson se sentía como Andy Griffith en
Mayberry
. Equipado con un viejo y vapuleado coche patrulla y un par de calabozos, representaba la ley y el orden en un ambiente donde el delito no existía. Su principal ocupación consistía en separar a los indios borrachos cuando se peleaban en los bares. La sanción siempre era la misma: dormir tras las rejas y limpiar la celda, para tenerla preparada para el fin de semana siguiente.

Pero las cosas habían cambiado, y mucho, en Wrangell. Las cosas ya no eran como antes. En el pasado, cuando los chavales se iban de parranda al bosque, dejaban latas de cerveza vacías como única basura. Ahora, dejaban ampollas de crack. Nuevas drogas, baratas y disponibles, se habían difundido por toda Alaska, transformando a ciudadanos respetuosos de la ley en adictos. Los muchachos solían meterse en casa ajena a robar, cosa anteriormente inconcebible en Wrangell.

También habían cambiado otras cosas. El alguacil Larson tenía un coche nuevo. Un elegante Mustang impecablemente pintado, con las luces del techo dispuestas en V para hacerlo más aerodinámico. El municipio lo había adquirido, con la esperanza de que impresionara a los delincuentes, instándolos a comportarse bien. No lo hacía.

El municipio también pagaba a tres ayudantes del alguacil dotados de sendas pistolas de nueve milímetros. Tampoco ellos servían de mucho. Larson procuró explicarles que el delito es como una enfermedad. Si sólo tratas los síntomas, nunca podrás curar. Tanto la medicina como las leyes de los blancos padecían de una lamentable falta de visión. El cuerpo debe ser tratado en su totalidad. Comienzas por el primer paso, desde los cimientos, y a partir de ahí progresas hacia la salud. Si un árbol crece torcido, quizá logres enderezar su tronco con años de trabajo; pero en lo profundo de sus raíces, seguirá siendo un árbol torcido. Lo mismo ocurre con una sociedad enferma.

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