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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (27 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Jenna se sentó. Supo que era Eddie por la forma en que nadaba: con un solo brazo.
Óscar
no dejaba de ladrar en dirección al agua. Jenna se puso de pie y llamó a Eddie. Él no la oía. O simplemente no le respondía. Nadaba, internándose cada vez más en el mar. Después, se detuvo; el agua le llegaba a la cintura; se sumergió. Buceaba.

Algo andaba mal. Se parecía demasiado. De una forma inexplicable. El niño. El modo en que la miró. El modo en que desapareció. Cuando Eddie volvió a la superficie, lo llamó a gritos. Pero él la ignoró. ¿Qué hacía? ¿Y si no había nada que buscar? ¿Si el niño había desaparecido? Eddie se sumergió otra vez. Tenía que regresar a tierra antes de que fuese demasiado tarde. Debía hacerlo.

Jenna se metió al mar a la carrera, llamando a gritos a Eddie; el agua le llegaba a la cintura. Estaba frenética, desesperada; lo iba a perder. Él se hundiría y no volvería a salir. Por fin, se volvió hacia ella. Jenna gritó y agitó los brazos hasta que él la miró. Comenzó a nadar en dirección a la orilla.

Cuando llegó a un punto donde hacía pie, le habló.

—Regresa a la casa y llama al alguacil —dijo con voz ronca. Le faltaba el aire—. Cuéntale que encontramos al niño. Se metió al mar y desapareció. —Se inclinó, jadeante—. Que lo estoy buscando, pero que será mejor que se venga con unos hombres. Si no lo encuentro enseguida, será demasiado tarde.

Jenna no se movió. Algo no andaba bien. Ocurría algo. Eddie la miró con aire interrogante, como preguntándose por qué no se marchaba.

—Ve. Y llévate a
Óscar
. Enciérralo. Ese niño le tiene terror.

—Eddie, no vuelvas al mar.

Él la miró.

—Tengo que encontrarlo. Quizá aún esté con vida.

—No estoy segura… —Jenna se interrumpió. Temblaba, pero quizá por el miedo más que por el frío. Por el miedo de que lo que intuía pudiera ser cierto—. No estoy segura —repitió.

Eddie se enderezó. La fulminó con la mirada. Ella nunca lo había visto enfadado, era una ira silenciosa. Su rostro tenso irradiaba energía. Habló en voz baja y con énfasis.

—Ve a la casa. Llama al alguacil. Encierra al perro. Regresa. —Calló. Jenna no se movió—. ¡Hazlo!

Lo hizo. Debía hacerlo. Estaba equivocada, él tenía razón. Sí, había un niño. Eso lo sabía. La pregunta era, ¿de quién o de qué se trataba? Pero no le competía a ella responder. No podía confiar en su juicio. De modo que seguiría las órdenes de Eddie. Regresaría a la casa. Eddie se volvió y se internó otra vez en el agua; se puso a nadar, dando brazadas con su brazo bueno. Caray. ¿Y si Eddie tenía razón? ¿Y si el niño se ahogaba? Debía llamar al alguacil. Pero ¿y si Eddie se equivocaba? Jenna llamaría al alguacil, pero no se llevaría a
Óscar
. Por algún motivo, el perro desconfiaba del niñito. Y si era por aquello que Jenna sospechaba, a Eddie no le vendría mal contar con el perro. Jenna no quería retornar y encontrarse con que también Eddie había desaparecido.

***

En julio, amanece temprano en Wrangell. Comienza a aclarar en torno a las cuatro de la madrugada. El sol asoma tras el horizonte a las cuatro y veinte. A las cinco menos cuarto es pleno día, y el sol comienza a bregar por penetrar entre el espeso ramaje del bosque.

Y esa mañana, mientras el cielo viraba de negro a gris, los hombres que estaban en el agua albergaban sentimientos contradictorios. Les alegraba que un nuevo día expulsase la opresora oscuridad. Pero les entristecía estar presenciando ese evento desde sus barcas. Desde la una de la madrugada, dragaban el fondo de la bahía con ganchos que arrastraban con sus embarcaciones. Iban de cuatro en cuatro: uno a proa, otro a popa, uno manejando los ganchos desde cada borda. Y el único motivo por el que seguían allí mientras amanecía era que no daban con el cuerpo de un niño que se había ahogado por la noche.

En tierra, en la casa tibia que olía a moho y a café rancio, Jenna aguardaba en el sofá, envuelta en una manta tejida a ganchillo. Estaba borracha de fatiga, con la barriga llena de ácido, de tanto tomar café sin comer nada. Tenía los párpados hinchados a fuerza de contener las lágrimas. El televisor estaba en su canal favorito, pero sin sonido. De todos modos, no miraba. Recordaba. Recordaba algo ocurrido hacía dos años.

Sucedió unas dos semanas después de que Jenna y Robert regresaran de Alaska tras la muerte de Bobby. Robert se había quedado trabajando hasta tarde en su oficina y Jenna estaba sola en casa; veía un especial de Barbara Walters, a la espera del momento en que hace llorar a su invitado (lo que nunca deja de ocurrir), para poder llorar también ella. Debían ser las diez y media. El teléfono sonó y Jenna atendió. La voz al otro lado era profunda y daba la impresión de que su poseedor estaba un poco ebrio. El hombre se identificó como el encargado de la Bahía Thunder.

Jenna escuchó al hombre explicarle que el centro turístico cerraría para no volver a abrir nunca. Los inversores habían cambiado de idea tras «el incidente». El hombre quería ofrecerle a Jenna sus condolencias personales, pues se encontraba en el lugar durante esa semana fatídica y recordaba a Bobby; incluso le había mencionado a su esposa que aquél parecía un buen chaval. Jenna recordó el nombre. Era John Ferguson. Le contó a Jenna que se enorgullecía de su sangre irlandesa, pero que en algún momento un escocés había ingresado a la familia, mancillando para siempre su linaje con un apellido inferior.

Daba la impresión de que John Ferguson quería decirle algo más. Antes de llamar, debía de haberse bebido unas cuantas copas para darse coraje. Le contó a Jenna que lo que llevó a los inversores a cancelar el proyecto no fue sólo la muerte de Bobby. Hubo otra: la de una mujer tlingit que trabajaba ahí. Semanas antes de que llegasen los primeros huéspedes, se perdió en el bosque para nunca volver a aparecer.

A continuación, aseguró que los inversores eran muy supersticiosos; se apresuró a añadir que eran japoneses. Contó que esos inversores japoneses insistieron en que contratara un chamán para que limpiara el lugar antes de que comenzara a operar. Hizo venir a un indio, que le dijo que era un sitio de mala suerte, morada de malos espíritus y que por eso los sucesivos pueblos y centros turísticos que habían pretendido establecerse allí no prosperaban. El chamán le advirtió que el proyecto no debía seguir adelante.

Y John Ferguson quería hacer una confesión. Tenía tanto temor de perder su trabajo, muy bien pagado, que mintió a los inversores. Les dijo que el chamán le había dado su aprobación al proyecto.

A Jenna le llevó un rato dilucidar qué le contaba aquel hombre. Miraba a Barbara Walters por el rabillo del ojo mientras lo escuchaba relatarle algo que en realidad no le importaba. Hasta que se dio cuenta de que su interlocutor le confesaba un pecado. Ferguson se culpaba por la muerte de Bobby. Si les hubiese dicho a los inversores lo de los malos espíritus, no habrían inaugurado el negocio y nada hubiera sucedido. En un momento dado, se echó a llorar, reconociendo que no sabía cómo vivir con ese peso en la conciencia. Había hecho prevalecer su ganancia personal, a costa de una vida ajena, y se detestaba. Jenna, la desolada madre, acabó consolándolo, lo cual, pensó, tenía su gracia.

Le dijo que todo lo que acababa de contarle eran disparates. Que Bobby habría muerto de todas maneras. Que no hay modo de volver atrás y cambiar las cosas. Toda la cháchara psicológica que la gente le endilgaba a ella.

Él le agradeció que fuese tan comprensiva. Se disculpó por haberla llamado y perder el control, pero sentía que necesitaba contar la verdad. Le dijo que si alguna vez iba a Wrangell fuese a verle. A partir de ese momento, Jenna podía considerar que la casa de Ferguson era suya; insistió en que aceptara su hospitalidad. Aseguró que era fácil encontrarlo. Sólo era cuestión de preguntar por el irlandés apellidado Ferguson.

Y ahora, dos años más tarde, en la penumbra que antecede al alba, Jenna se prometió que lo primero que haría esa mañana sería llamar a John Ferguson. No quería su hospitalidad, sino su información. Quería saber lo que él sabía acerca de aquello del chamán. Espíritus malignos. Si un chamán había ido a purificar la Bahía Thunder, tal vez ese mismo chamán fuese capaz de arreglar las cosas.

—Creo que deberías dormir un poco.

La voz sobresaltó a Jenna, haciéndola salir de su trance. Dirigió la vista a la puerta y vio que allí estaba Field, mirándola.

—Necesito usar el lavabo —explicó él, perdiéndose por el pasillo.

Cuando Field volvió a aparecer en el corredor, se sentó en el sofá junto a Jenna sin decir palabra. Ahora, tres compartían la habitación: la televisión, Field y Jenna. Ninguno emitía sonido alguno. Field sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Jenna, que aceptó. Fumaron en silencio, mirando las imágenes de Sopa de letras en la pantalla.

—¿Cómo vas?

—Creo que me vendría bien un trago.

Field estudió a Jenna y asintió con la cabeza.

—Buena idea.

Se incorporó y fue a la cocina. Regresó con dos copas pequeñas y una botella de Wild Turkey. Llenó las copas y le tendió una a Jenna. Bebieron en silencio.

Al cabo de apenas un minuto, el alcohol se apoderó de la lengua de Jenna. En cuanto el ardor del whisky amainó, se puso a hablar. En una suerte de confesión estimulada por la fatiga, el whisky y los cigarrillos, Jenna le contó toda su vida a Field, quien escuchaba y asentía, sin dejar de proveerla de un flujo constante de estimulantes. Le habló de su marido, de cómo había escapado, de su abuela y la casa de al lado. Habló con entusiasmo de su hijo. Y cuando Field le preguntó dónde se encontraba Bobby, Jenna cerró los ojos y abrió la última puerta. Le contó el ahogamiento y habló de la búsqueda y de las similitudes entre lo ocurrido entonces y lo que sucedía ahora. Trabajar toda la noche, dragar el fondo, el movimiento de la marea, los hombres apiñados en la orilla, hablando de ella y preguntándose cómo podía haber ocurrido.

Cuanto terminó su historia, se quedaron en silencio otra vez. Pasaron muchos minutos. Después, Field habló.

—Tengo que preguntarte esto. ¿Hoy se ahogó de verdad un niño aquí?

Jenna bajó la mirada y meneó la cabeza.

—No estoy segura —dijo en voz baja.

Field se incorporó y le tendió la mano.

—Tendrías que dormir un poco.

Jenna le tomó la mano y se levantó; Field la condujo hasta el dormitorio. Una vez que cerró la puerta, dejándola sola, Jenna se desvistió y se quedó de pie ante la ventana del cuarto, mirando la casa de su abuela. Mientras el cielo recuperaba su color y los pájaros despertaban, Jenna, de pie y desnuda ante el mundo, se preguntó qué era real y qué imaginario; procuraba identificar una verdad absoluta, valores decididos por algún ser superior para vivir de acuerdo a ellos, un sistema de creencias que le diese las respuestas que necesitaba y con el cual pudiera contar para sobrevivir algo más que unos pocos miles de años.

No lo había. Y cuando se metió entre las sábanas frías, bregó con sus sensaciones de frustración y trató de atenerse al nuevo sistema de reglas según el cual debía vivir a partir de ese momento. Cerró los ojos con fuerza, en la esperanza de que llegara el sueño, o alguna oscuridad que hiciera que su mundo dejara de dar vueltas.

***

Field salió al porche, donde estaban el alguacil y Eddie. Discutían acerca de si la búsqueda debía cancelarse o no. Los hombres estaban cansados y nada aparecía. Además, nadie había informado del extravío de un niño. Si una criatura se había ahogado, no tenía padres que se preocupasen por ella.

—Eddie —dijo el alguacil—, si de veras había un niño…

—Lo vi.

—Ya lo sé, ya lo sé. Supongamos que lo había. Digamos que corrió mar adentro…

—Lo hizo.

—De ser así, puede que la corriente lo haya arrastrado hasta otro punto de la playa, y que allí haya salido a tierra. ¿Entiendes? No hay denuncias de que nadie se haya perdido. No sabemos si hay un cuerpo ahí.

—Yo lo vi, Brent —le respondió Eddie al alguacil en tono brusco—. Con mis propios ojos, joder. Se internó nadando, se hundió, no volvió a salir. No seas necio.

El alguacil rechinó los dientes.

—Estaba oscuro, Ed.

—Jenna también lo vio.

—No, eso no —interrumpió Field. Los otros dos se quedaron mirándolo—. Ahora dice que no está segura. No sabe si el niño se ahogó.

El alguacil miró a Eddie y se encogió de hombros.

—No está segura, Ed. No puedo permitir que estos hombres sigan arriesgando sus vidas por algo de lo que ella no está segura. La busca queda cancelada.

El alguacil Larson le oprimió el hombro a Eddie en un gesto perentorio. No iba a discutir más. Bajó del porche y se dirigió a la playa, a llamar a los hombres.

Eddie soltó una risa amarga.

—Por Dios. Que no está segura. Lo vi, Field. Vi cómo el mocoso se ahogaba. —Miró a Field a los ojos—. Lo vi.

Field asintió con la cabeza mientras se encogía de hombros; también él bajó del porche. Se dirigió a su casa. Había sido una larga noche, y Field no estaba muy seguro de lo que había ocurrido. Pero sí estaba seguro de que Jenna era una mujer con muchos problemas. Y de que Eddie estaba enamorado de ella. Y la combinación de esos dos hechos podía crear una considerable conmoción, por más que no hubiera otro motivo para ello.

28

E
sa noche Jenna soñó con Robert. Un sueño tan real que la asustó. Estaba de pie frente a ella, en la sala de estar de su casa de Seattle, y le decía que debía marcharse. Le decía que las cosas ya no funcionaban, y que lo mejor sería que él la dejara. Lo veía alejarse por la senda empedrada que llevaba a la calle y montar en el coche. Bobby iba en el asiento del acompañante. Ambos la saludaban con la mano mientras se alejaban.

Jenna despertó con el más abrumador sentimiento de depresión y vacío. Estaba sola, y cómo, sin tener a quien aferrarse. Necesitaba contacto humano, la calidez que sólo las personas pueden dar. No se trataba de que tuviese miedo de estar sola. Era que la soledad en sí misma la mataba, drenaba sus energías. Hay personas hechas para vivir solas, cuya mejor compañía son ellas mismas. Jenna no era una de ellas. Necesitaba tomar prestadas las energías de los demás, alimentarse de ellas. Sin contacto, se marchitaría y moriría.

De modo que Jenna, los ojos enrojecidos, se levantó de la cama y salió al pasillo. Se quedó parada durante un momento frente a la puerta del dormitorio de Eddie, con la mano en el picaporte, escuchando el silencio de la casa. Sabía que lo que necesitaba podía acarrear muchos problemas; pero su anhelo era lo bastante fuerte como para sobreponerse a cualquier objeción. La puerta se abrió sin ruido y cruzó la habitación bajo la luz gris hasta encontrarse junto a él. Lo miró dormir; no quería incomodarlo. Se debatió entre el ansia y el temor. Eddie estaba guapo en la suave luz, con la cabeza muy hundida en la almohada y la boca apenas abierta, sólo lo suficiente para permitir el paso del aire. Estaba cansado, tanto que no se movió en absoluto cuando Jenna levantó la sábana y se deslizó a su vera sin tocarlo, temerosa de despertarlo, de que despertara y le dijera que se marchase, pero aun así sintiéndose mejor por la mera proximidad, con el calor que su cuerpo irradiaba. Si pudiera acercársele un poco más, sólo un poquito, estaría feliz. Ceñirse a la media luna que formaba su cuerpo tendido de costado, amoldarse a él, espalda contra pecho, su aliento tibio en la nuca, sus muslos rozando los de ella. Él ni se movió; ella se sintió a salvo. A salvo, dentro de otro. Lo había logrado. Y cayó con suavidad en un sueño sin sueños.

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