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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (35 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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A continuación, se volvió y corrió hacia el lugar de la playa donde estaban los niños y
Óscar
. Jenna miró desde la distancia cómo todos se presentaban. Hablaban y señalaban, se respondía y se preguntaba; después, el grupo entero siguió camino por la playa hasta que Jenna los perdió de vista.

Como Jenna aún sentía la falta de sueño de la noche anterior, se tumbó en la arena a dormir un rato. El sol todavía estaba por encima de las copas de los árboles, pero ya eran casi las seis y las sombras se hacían más largas y oscuras. Cerró los ojos y escuchó los sonidos del lugar. Pájaros, agua, viento. Y no tardó en sumirse en un sueño ligero.

***

—Señora, señora —repetía una vocecilla. Jenna abrió los ojos y vio un niño indio, de unos seis o siete años de edad. Vestía unos tejanos con las perneras cortadas y nada más. Tenía a
Óscar
a su vera.

—Señora, señora —insistió.

—¿Sí? —Jenna le sonrió; en realidad, lo que quería era seguir durmiendo.

—Eddie dijo que la buscásemos. Es hora de comer.

—¿Dónde está Eddie?

El niño miró por encima del hombro y señaló. Después, volvió a mirar a Jenna y esperó, paciente, a que ella respondiese a su solicitud.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Jenna.

—Michael.

—Michael, encantada de conocerte. Soy Jenna.

—Papá cocinará el pescado en cuanto llegues; Eddie dijo que tiene mucha hambre y que te busque. ¿Beberás cervezas como él?

—¿Eddie se bebió muchas cervezas?

—Tres. —Alzó tres dedos.

—Si Eddie sigue bebiendo cerveza de esa manera engordará mucho —afirmó Jenna; se puso de pie y tomó a Michael de la mano. Seguidos por
Óscar
, echaron a caminar por la playa.

—Eddie me mostró su cicatriz —anunció Michael.

—¿Ah, sí? A mí no me la enseñó nunca.

—Es larga.

—Sufrió una herida grave.

—Un oso trató de comérselo, pero él lo ganó.

—¿Eso fue lo que ocurrió?

—Ajá.

Llegaron a una curva de la playa; Jenna distinguió una hoguera, no muy lejos. En torno al fuego había mucha gente, quizá cerca de una docena de personas, adultos y niños. Reían y conversaban. Sin soltar su mano, Michael condujo a Jenna directamente a donde se encontraba Eddie, quien charlaba con un par de hombres jóvenes mientras se bebía una cerveza.

—Aquí la tenemos —dijo con una sonrisa—. Me alegro de que hayas podido venir. Nos morimos de hambre.

Antes de que Jenna comprendiese del todo qué ocurría, se produjo una tremenda actividad. Refrigeradores se abrían y cerraban, aparecían inmensos cuencos de ensalada de patatas, hombres ensartaban salchichas en brochetas, se tendían pescados, dispuestos en armazones de madera, sobre el fuego, niños corrían en círculos mientras bebían refrescos, personas le hablaban a Jenna, le contaban cosas, le hacían preguntas, la invitaban a sentarse, le daban comida, reían, comían salmón y patatas fritas, bebían Jack Daniels. Y ella, en medio de la algarabía, no sabía si soñaba o no; se sentía un poco mareada. El pescado tenía un sabor grato, tibio y húmedo, el sol se ponía, convirtiendo el mar en un estanque centelleante, Eddie reía con la gente, le sonreía. ¿Los conocía de antes? ¿Ya había estado en ese lugar?

Él dijo que no. Era la primera vez que los veía, pero cuando entabló conversación, los invitaron a él y a Jenna a comer con ellos. Les hizo gracia que Jenna se hubiese dormido en la playa. Eran una familia que había ido de merienda a la playa. Jenna no conocía a ninguno de sus integrantes y desde luego que le resultó imposible retener siquiera uno de los incontables nombres con que se presentaron; pero aun así, sentía como si fuesen viejos amigos. Le preguntaban cómo iban sus cosas, como si se conocieran de antes. Querían saber cuánto tiempo permanecerían ella y Eddie ahí. Insistían en que ambos abandonasen ese tugurio,
Motherfish
, y fuesen a alojarse con ellos. Tenían una cama plegable, dijo uno, y Jenna y Eddie podían dormir en ella. Pero Jenna les contestó que no quería abusar de su hospitalidad, que sólo querían ver a ese tal Livingstone y que después se marcharían.

—Livingstone —dijo uno de los jóvenes en tono burlón—. Vaya charlatán.

Mamá, la generosamente dotada matrona de la familia, le dio una palmada en el hombro y lo regañó.

—David es un joven muy inteligente y capaz —le reprendió.

—Mentira —dijo otro de los jóvenes, tosiendo en su mano como hacían John Belushi y sus compañeros en
Animal House
cuando su fraternidad era examinada en la asamblea principal.

—¿Para qué necesitas ver a Livingstone? —preguntó el primero de los jóvenes—. ¿Eres del
Today Show
? ¿Vas a sacarlo en la tele como portavoz de nuestro pueblo?

—No, no soy del
Today Show
—repuso Jenna.

Todos esperaron a que les dijese por qué había llegado hasta ahí para ver a Livingstone.

—Me da un poco de vergüenza —dijo Jenna.

—Podemos taparte con una manta —respondió el gracioso, refiriéndose a una ocasión en que dos de ellos habían hecho una cortina con una frazada para que la abuela pudiera orinar sin que la viesen. Todos rieron.

—Necesito consultar a un chamán por cierto asunto —dijo Jenna.

A mamá esto no pareció llamarle la atención.

—Él es chamán —confirmó.

—Su padre fue chamán. Que tu padre haya sido chamán no significa que tú también tengas ese poder.

—Sí que tiene el poder —replicó mamá, algo irritada—. Ocurre que no sabe emplearlo como se debe. Pero va aprendiendo. Ahora sabe que no debe ejercerlo a cambio de dinero.

Todos se quedaron pensando; Jenna no tenía ni idea de qué hablaba la mujer.

—¿Qué pasó? —preguntó.

Un joven le respondió.

—Solía alquilarse. Veía el futuro, si es que crees en esas cosas, y les decía, por ejemplo, a las empresas forestales, dónde cortar árboles, y a las pesqueras dónde pescar.

—La misión del chamán siempre fue decirle a la aldea dónde estaban los peces. Esa era su tarea —dijo mamá.

—Sí, pero Livingstone lo hacía para llenarse los bolsillos, no para los demás. Le importaba una mierda que los indios pasaran hambre siempre que él tuviese un Ford Bronco.

—Creaba empleos para los blancos, no para los indios.

—¿Qué le pasó? —quiso saber Jenna.

—Bueno, si crees en ello… dicen que a los espíritus no les gustó lo que hacía y le dieron una lección.

—¿Cómo?

—Su mujer tuvo un bebé, un niño, que nació muerto. Livingstone les dijo a todos que era un castigo, y que a partir de ese momento trabajaría sólo para su gente.

Clic, clic, clic. Jenna oyó cómo las piezas del rompecabezas encajaban en su mente. Un bebé que nace muerto. Ferguson habló de eso. Deliraba cuando se lo contó, y en ese momento Jenna no entendió a qué se refería. Pero ahora lo comprendía. Algo sucedía.

—¿Y por qué quieres verlo?

Todos los ojos se fijaron en Jenna.

Casi había logrado librarse de responder, pero no estaban dispuestos a dejar que se saliera con la suya. Oscurecía y los rostros de los asistentes no se distinguían con claridad. Jenna carraspeó y contestó a la pregunta.

—Mi hijo se ahogó en un centro turístico y creo que Livingstone puede saber algo al respecto.

Se abrió un gran agujero de silencio, ocupado por el crepitar del fuego y el aire fresco y nada más. Jenna miró a Eddie para ver su reacción; él se limitó a seguir contemplando las llamas. Uno de los hombres echó más leña a la hoguera.

—¿Fue en la Bahía Thunder? —preguntó. Jenna asintió con la cabeza.

—Bueno, Livingstone sabe algo de eso, claro que sí. Mamá sacó de algún lugar una bolsa de papel marrón y se puso a hurgar en ella. Los niños se dieron cuenta de lo que hacía y se apresuraron a congregarse en torno a ella. Extrajo una bolsa de malvaviscos y comenzó a ensartarlos en palos, que los niños acercaron con cuidado a las llamas.

—¿Tú crees? —quien preguntaba era papá. Tenía una voz profunda y se había mantenido en silencio hasta entonces. A Jenna le costaba dilucidar los lazos de parentesco de esa familia. No sabía si eran familiares inmediatos, primos o qué. Pero era evidente que mamá y papá mandaban.

—¿En qué?

—Bueno, dijiste que venías a ver si sabía algo de lo ocurrido. ¿Sobre qué crees que te puede hablar?

—Los kushtaka —contestó Jenna en voz baja. Uno de los niños acercó demasiado su malvavisco a la hoguera, convirtiéndolo en una llameante bola de azúcar.

Todos rieron, pero él dijo que lo prefería así.

—¡Kushtaka! —se mofó uno de los jóvenes—. ¿No habría sido mejor haber usado un chaleco salvavidas?

—¡Samuel! —gritó mamá; se acercó al joven y le cruzó la cara de un bofetón—. ¡Sé respetuoso!

—Mierda, mamá, todos teníamos trabajo allí antes de que ocurriera eso y de que Livingstone espantara a la gente con esas estupideces de los malos espíritus.

—¡Samuel! —Esta vez, papá habló—. Deja de hablar así o márchate ahora mismo.

El joven se apresuró a levantarse.

—Muy bien, me voy. Soy el único que dice la verdad, pero vosotros no queréis oírla. Venga, seguid mintiéndoos unos a otros. Puras mentiras. —Se internó en la oscuridad dando zancadas en dirección al bosque.

Mamá ensartó tres malvaviscos en un palo y se lo pasó a Michael, señalándole a Jenna. Michael le entregó el palo y ella lo acercó a las llamas sin entusiasmo. Samuel había preguntado si no hubiese sido mejor usar un chaleco salvavidas. Como si Jenna nunca lo hubiera pensado. Todos usan chaleco salvavidas. Bobby lo tenía hasta que se lo quitó.

—No te atormentes, cariño —dijo mamá—. Lo hecho, hecho está, y tienes que hacer cuanto puedas por dejarlo atrás.

—Nunca pensé en los empleos que se perdieron —añadió Jenna.

—Ese lugar siempre fue malo —prosiguió mamá—. El proyecto estaba condenado al fracaso. Pero aquí todos se entusiasmaron y, cuando falló, quedaron decepcionados. Pero así son las cosas a veces.

—Siempre —corrigió papá—. Así son las cosas siempre. Cuando la gente comienza a pensar que el mundo está hecho para su placer y su comodidad, se acerca el fin. La naturaleza hace lo suyo y debemos aceptar todo lo que nos da, bueno o malo. Eso es todo.

Y eso fue todo. La oscuridad fue total hasta que la luna llena ascendió sobre los árboles y colmó el firmamento de luz azul. Los niños se hartaron de malvaviscos y se durmieron junto a la hoguera. Los mayores se quedaron mirando las llamas en silencio, pasándose la botella de Jack Daniels. Jenna procuró ver la hora en su reloj a la luz de las llamas, pero le resultó imposible. No le gustaba abandonar a esas personas tan cálidas, pero debía seguir el camino. Ansiaba llegar a su siguiente destino.

Eddie la vio mirar el reloj.

—¿Quieres que nos marchemos?

Jenna asintió; ambos se levantaron.

—Regresamos —anunció Eddie; llamó a
Óscar
y estrechó las manos de los hombres.

Jenna se acercó a mamá.

—Gracias por la comida. Estaba muy buena.

—De nada, cariño. Y no te preocupes, encontrarás lo que buscas si te empeñas lo suficiente.

Le dio un beso en la mejilla. Jenna se dio cuenta de que lo que la mujer decía era la verdad.

Papá les dijo a Jenna y a Eddie que regresaran al pueblo por el sendero; el trayecto era más corto que si lo hacían por la playa. De modo que siguieron una estrecha senda que surcaba el bosque antes de desembocar en un camino de tierra. Caminaron hacia la izquierda, en dirección al pueblo. La luna llena alumbraba lo suficiente como para que viesen el camino que se extendía frente a ellos.

Jenna rodeó la cintura de Eddie con un brazo y reclinó la cabeza en su hombro; Eddie le pasó su brazo sano sobre los hombros. Era agradable estar bajo la protección de Eddie. Hacía frío y el bosque era oscuro, y a Jenna le alegró poder estar con alguien. Estaba feliz de que Eddie estuviese ahí.

—Dime, ¿te arrepientes de haber venido? —le preguntó.

Eddie se apartó un poco.

—¿Por qué lo preguntas?

Jenna lo estrechó con más fuerza.

—No sé. Sé que piensas que todo esto es una locura.

—¿Y qué?

—¿No me detestas?

Él rio para sí.

—Sí, claro que te detesto.

—¿En serio?

—No, bromeo. No te detesto. Ojalá te detestara.

Ella se detuvo y procuró mirarlo a los ojos, pero sólo se distinguía el contorno de su rostro.

—¿Por qué dices eso?

—Es que no, no te detesto. Pero si así fuera, las cosas se me harían más fáciles.

—Pobre Eddie —dijo Jenna.

Era tan dulce, parado frente a ella como un fantasma, una sombra oscura en el bosque, despojado de detalles que pudieran distraer, como sus ojos azules o sus orejas pequeñas. Era sólo una voz, un cuerpo. Y Jenna quería estar con él. Habría querido entrar en él, pasearse por su interior, conocer sus pensamientos. Se le acercó hasta que se rozaron y después se acercó un poco más. Sus piernas, sus caderas, sus pechos, se apretaban, y Jenna alzó la cabeza y lo besó. Y el beso creció, haciéndose cada vez más profundo, hasta que Jenna sintió que parte de ella entraba en él; sintió deseos de meterse por la boca, deslizarse por su garganta y acurrucarse en su interior.

Entonces, él cerró la puerta. Se apartó, retirándose a la oscuridad.

—No es justo —dijo.

—¿Qué no es justo?

—Esto. Toda la situación. No sé. Tú tienes que ocuparte de algo. Tienes una misión, ¿recuerdas? Encontrar al chamán, o lo que fuere, no importa, la cuestión es que por eso estás aquí. Y cuando termines, regresarás a la vida que abandonaste para venir aquí. Pero yo no lo haré. Mi vida es ésta. Cuando te marches, te irás a algún lugar donde te esperan una casa, un coche, un marido y todas esas cosas, y yo me quedaré aquí sin nada. No es justo, eso es todo.

—Puedo dejarte a
Óscar
—propuso Jenna.

—No es gracioso. Hablo en serio. Estás jugando conmigo desde hace días, coqueteando y todo eso. Y no sé qué hacer, porque me gustas de verdad. Muy en serio. Me gustas y algo más. Si tuviese que elegir a una persona entre todas las que hay en el mundo, serías tú. Pero sé que te marchas, y entonces, ¿qué sentido tendría meterme en algo que sé que terminará en desilusión?

Se quedó parado en la oscuridad, mirándola. Jenna no había pensado en nada de eso. No había contemplado un futuro. Últimamente, su vida no había tenido nada que ver con la previsión. Se limitaba a actuar. Eddie quería saber, tenía derecho a quererlo. Pero ¿a saber qué? ¿Qué podía decirle Jenna?

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