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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (15 page)

BOOK: Alguien robó la luna
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Jenna acudió a Fassbinder porque necesitaba drogas. Increíble, ¿no? Hasta entonces, había estado yendo a otro psiquiatra; era simpático de verdad, pero le recordaba a Bob Newhart. Lo cierto es que hasta lo encontraba parecido a Bob Newhart. A Jenna le resultaba incomprensible que alguien hubiese estudiado tanto sólo para hablar con las personas acerca de sus problemas, no para tener un título de doctor que lo habilitase para suministrarles drogas.

Un día, Jenna le dijo a ese psiquiatra que tenía problemas para dormir. Se despertaba cada noche a la una de la madrugada e iba a la habitación de Bobby. Sabía que ello enfadaba a Robert, así que le preguntó al psiquiatra si no había algún tipo de píldora para dormir que le pudiera recetar. Pero en lugar de darle una receta, el tío le echó un discurso, diciéndole que un vaso de leche templada era el mejor de los sedantes. Jenna insistió: los remedios caseros no servían. Así que el otro la derivó a un psicofarmacólogo.

El psicofarmacólogo le dio una receta para diez pastillas de Valium. De dos miligramos. Sin repetición. Como si se tratase de una sustancia controlada o algo por el estilo. Como si fuese adictiva o quién sabe qué. Cuando se le terminaron, fue a pedirle más; le preguntó si no podía suministrarle más cantidad, porque a ella se le hacía un poco complicado tener que ir una y otra vez a la consulta (le llevaba diez minutos llegar allí). Y él le dijo que no. Que sólo le daría diez para que no se habituara.

Bueno, la cuestión es que Jenna le mencionó el asunto a su amiga Kim. Kim rio.

—¿Dijiste que de dos miligramos? —Y mientras hacía la pregunta le pasó a Jenna un frasquito marrón que contenía unas quinientas pastillas. De diez miligramos. Y Jenna pensó: «Mierda ¿cómo es posible que sea la última en enterarme de todo en materia de drogas? Ni siquiera fumé marihuana hasta que fui a la universidad. Será que no me junto con las personas adecuadas. O inadecuadas. Hay distintas maneras de verlo». Kim le dijo que tenía que ir a otro psiquiatra. Uno que entendiese. Y así fue como conoció a Fassbinder.

Fassbinder tenía gracia. Jenna fue a verlo, y fue como si él tuviese estudiado un guión. Una de las primeras cosas que le preguntó fue si tenía problemas para dormir. ¿Tú qué crees? Por supuesto que ella le dijo que sí, y él le hizo una receta. Para muchos Valiums.

Jenna se enamoró del fármaco más por el aspecto que por el efecto que producía. Bueno, eso no es cien por cien verdad; pero es bonito. La pequeña «V» grabada; le recordaba los palitos de caramelo que se compraba de niña. Tres simpáticos colores. Blanco como la tiza, de una blancura total. Amarillo como un limón recién cogido del árbol. Azul como el cielo que nos cubre a todos. Dan ganas de ensartarlos y hacerse un collar. Luzco con orgullo mi collar de Valium.

Y la magia del Valium con una buena copa de Chardonnay es algo que Jenna extraña hasta el día de hoy. Aunque hay que decir que cientos, miles, de horas de psicoterapia le han lavado el cerebro hasta convencerla (sí, está convencida) de que mezclar Valium y vino es algo malo. Malo, nenita, malo. Así y todo, a veces contempla esos días de gratificación instantánea como algo perdido. Inocencia perdida, o culpabilidad perdida, no sabe a qué carta quedarse. Pero sin duda, perdida. Y, con toda certeza, ya muy lejana.

Fassbinder le dio lo que buscaba. Sustancia controlada. Categoría IV. Se las suministraba como si fuesen una recompensa por buena conducta. Jenna sabía que Fassbinder era un verdadero cerdo. Pero tenía algo que ella necesitaba, y ambos sabían de qué iba la cosa y entraban en el juego. Él quería oír cochinadas. Quería que cada sesión lo estimulara. Que ella le contara sueños eróticos. Saber con qué frecuencia y de qué modo Jenna y Robert hacían el amor. Debe decirse que Jenna tenía conciencia de la perversidad del juego. Tenía verdaderos problemas. Acababa de perder un hijo y estaba a punto de perder la razón. Necesitaba terapia, no juegos mentales con un charlatán. Pero no creía. No creía en el poder de la terapia. A decir verdad, no creía en nada. Había perdido toda religión, y no tenía un Virgilio que la guiara hacia la luz. Iba derecha al infierno, y tropezaba mucho por el camino.

Antes de que Jenna fuese a su primera sesión, Kim le dijo:

—Te dirá que te sientes donde te apetezca. Hazlo en el sofá.

—Qué bien. ¿Así que me lo tengo que follar?

—No, no; es sólo que le gusta que las chicas se muestren…, eh…, bien dispuestas para el tratamiento.

Bueno, en efecto, cuando Jenna fue a la consulta, Fassbinder le dijo que se sentara donde quisiera. Ella se dio cuenta de que la estaba poniendo a prueba. Había una silla de respaldo recto frente al escritorio, un sillón reclinable junto a la biblioteca, un silloncito para dos contra una pared y un sofá Barcelona contra otra.

Cuando Jenna vio todo eso, entendió al instante a Herr Fassbinder. Sí, claro. Mies van der Rohe. La Bauhaus. Como correspondía.

Ella vestía camiseta sin mangas, falda corta. A él le gustaba que se quitara los zapatos, pero sólo si llevaba calcetines. Prefería que se recogiese el cabello de forma en que se le viera el cuello. Y, esto es lo increíble, le encantaba hacerla beber mucha agua, para que tuviese deseos de orinar durante la sesión. Eso era lo más asqueroso de todo. Siempre decía: «Por favor, por favor, ponte cómoda, usa mi lavabo privado». Se quedaba escuchando detrás de la puerta; se le ponía dura al oír el sonido de Jenna al orinar. Se le notaba, le abultaba la lana de los pantalones de media temporada. Era repugnante. Alguien tendría que denunciar a ese tipo. Ah, sí, recordó Jenna. Yo lo hice. Pero era el dueño de las píldoras «V». De la magia. Herr Fassbinder y Kendall Jackson eran sus amos. Ella era su esclava. Hacía cualquier cosa por ellos. Escondía el vino detrás de las cacerolas. Lo trasvasaba a botellas de zumo de manzana. Era un lugar común patético. La madre de Eugene O'Neill, escuchando el sonido de la sirena en la niebla. Así se veía.
Largo viaje hacia la noche
, cuyo monólogo recitó para alguna estúpida competición teatral en el instituto. El monólogo del final, cuando Mary, bajo el influjo de la morfina, vaga por el escenario hablando de cuán bellas eran antes sus manos. Así era Jenna.

Jenna oyó un susurro de hojas en el bosque, a sus espaldas, y se volvió. ¿Había alguien allí? Entornó los ojos, tratando de detectar algún movimiento. Su padre le había enseñado la manera de detectar un enemigo en el bosque: busca movimiento, no un cuerpo. No enfoques. Pasea la mirada y deja que tu ojo perciba el movimiento. Estaba demasiado atemorizada como para dejar su roca e investigar. Lo más probable era que se encontrase con que se trataba de un ave, o un mapache o algo por el estilo. Pero el bosque era aterrador. Los árboles eran como los de
El mago de Oz
. Esos horribles, que hablaban y agarraban a las personas.

No vio nada y dirigió la mirada a la ciudad que se extendía por debajo de ella. Muy por abajo, a decir verdad. Llegar al monte Dewey le había llevado cuarenta y cinco minutos, no quince como dijera el Increíble Alfiletero Humano. En los pies, sentía el ardor de las ampollas producidas por sus botas nuevas y todavía duras. Cuarenta y cinco minutos. ¿Cuánto tiempo llevaría hacer el trayecto corriendo? Si uno camina muy rápido va a una velocidad de seis kilómetros por hora; es decir, que el recorrido que acababa de hacer debía de ser de unos cuatro kilómetros. Por lo tanto, si corres a quince kilómetros por hora… Además, cuesta abajo. Digamos que dieciséis kilómetros por hora. Recorrer los cuatro kilómetros le llevaría un cuarto de hora. Descuenta un poco más de tiempo porque probablemente no hubiese ido a seis kilómetros por hora en el tramo ascendente. De modo que podía estar a salvo bastante pronto.

Una rama se quebró con un fuerte ruido a sus espaldas. Un crujido de verdad. Un crujido pesado. No un crujido producido por un animal. Un crujido producido por una persona. El sonido provocado por un asesino que se agazapa para ver mejor entre la espesura. Una rama que se parte bajo una bota Timberland. Una imagen acudió a su mente. Un velludo leñador. Los pelos rojizos de su pecho se unen a los pelos rojizos de su barba. Pantalones mugrientos sujetados con tirantes. Camisa de franela roja. Y un gran cuchillo de filo de sierra, como los que usan los cazadores. Sirven para cortar huesos. Ella está en el claro, sentada sobre una roca, así que él no puede hacerle daño. Es como si hubiese un campo de fuerza o algo así en torno al claro. Él está en el bosque, al acecho, a la espera de que Jenna se aventure en su territorio para hacer lo que quiera con ella. Pero ¿qué quiere? ¿Sexo? ¿Sangre? ¿Ella se dejaría violar con tal de salvar la vida? ¿Y si deja que la viole y él igual la mata? ¿Qué sentido habría tenido? Si te han tomado de rehén y sabes que te van a matar, ¿por qué no correr? Quizá no te salves; pero si no corres, es seguro que no te vas a salvar. Ya sé por qué no correr. Porque siempre te queda la esperanza de que tu captor cambie de idea y te deje ir. Crees que existe la posibilidad de que el leñador del cuchillo se arrepienta y diga: «No sé por qué estoy haciendo esto. Venga, vete de aquí». Es una posibilidad que sólo existe en las películas. Pero quieres creer que existe la bondad humana, así que te aferras a esa esperanza hasta que el cuchillo te abre la yugular y tu vida se derrama a tus pies sobre la tierra. No habrá sufrimiento.

Te quedas mirando a tu asesino, azorada. ¿Por qué, por qué, por qué? Y te dices, maldita sea, la bondad humana no existe; vas cayendo al suelo, debilitada porque la sangre abandona tu cuerpo a chorros. Y duermes el sueño de los árboles muertos, un ser orgánico cuya vida se agotó, una nueva capa de mantillo a la espera de descomponerse para retornar a sus ancestros.

Bueno, chicas, eso no me pasará a mí. Pim-pam-pilla, patéale la rodilla. Pim-pam-pulo, patéale… la otra rodilla. Antes de que se le ocurriera un motivo para detenerse, Jenna se incorporó y saltó a tierra en un único movimiento fluido. Divisó el lugar donde la senda salía del bosque y se dirigió allí a la carrera.

Era un buen plan, ciertamente. Pero como había pasado tanto tiempo tumbada de espaldas antes de incorporarse de un salto y echar a correr de repente, la sangre abandonó su cerebro; se mareó. La tierra giró cuando se acercaba a la linde del bosque y cayó de bruces; se raspó las palmas al extender los brazos para no darse de cara contra el suelo. Adiós al factor sorpresa. Recuperó la compostura, se incorporó, volvió a correr; esta vez llegó a la linde del bosque, su punto de partida.

Mientras corría, miraba hacia atrás; no vio que nadie la siguiera. Pero sí oía algo. El sonido de dos pisadas. Sólo unas eran suyas. Vaya, y ella que pensaba que estaba paranoica. Que sólo imaginaba que había alguien oculto en la espesura. Una especie de broma. ¿Qué se hace cuando las fantasías paranoicas se hacen reales? Te vas tan deprisa como puedes.

Jenna estaba totalmente aterrada y corría a una buena velocidad. Estos arbustos son muy enmarañados, pero no me importa; avanzó por entre el sotobosque sin detenerse. De pronto, la preocupó un poco verse avanzando entre las matas. La senda de ida era completamente despejada. Miró en torno a sí sin dejar de correr; no reconoció nada de lo que veía. Aflojó el paso, agudizando el oído, atenta al sonido de otras pisadas. No oyó nada, así que se detuvo, jadeante. Le dolían las piernas. Se las miró y vio largos rasguños ensangrentados; la sangre le goteaba por las corvas, empapándole los calcetines. Pero no tenía tiempo para eso ahora. Miró hacia lo alto de la colina de la que acababa de descender corriendo y no vio nada.

Ahora que se tomaba un momento para contemplarlo, el paisaje le pareció bastante bonito. Árboles altos, sobre todo pinos y cedros, se unían formando un dosel por encima de su cabeza. Renovales que se tendían en la esperanza de obtener suficiente luz para seguir creciendo. El penetrante aroma de la pinocha en el aire. Bajo sus pies, el suelo de musgo era blando y esponjoso. Desde la base de los árboles se proyectaban raíces que parecían pies largos y estrechos que se pisaran unos a otros. Jenna se sintió como dentro de una gigantesca carpa. Reinaba el silencio; el ocasional gorjeo de un pájaro se oía con la claridad que adquieren los ruidos en las bibliotecas.

Entonces lo vio. Era pequeño, aproximadamente del tamaño de un niño, oscuro y cubierto de pelo. La miraba con fijeza desde detrás de un árbol. No tenía idea de qué clase de animal podía ser. Estaba en pie sobre dos patas y casi parecía humano; pero era pequeño y peludo.

De pronto, se puso a trepar por el árbol; parecía encogerse. Debía de ser cosa de la perspectiva, pero a Jenna le dio la impresión de que se hacía cada vez más pequeño. Ascendió unos nueve metros antes de detenerse y mirar hacia abajo. A continuación, trepó un poco más, de forma tan repentina como lo fuera su detención, y abandonó el árbol de un salto. Era una ardilla de alguna clase. Una ardilla gigante voladora humanoide. Surcó el aire hasta ir a dar al árbol que estaba justo por encima de la cabeza de Jenna.

Bueno, por más que a Jenna le interesaran la antropología y el estudio de las especies de ardillas voladoras gigantes de Alaska, se dijo, mierda, las ardillas son carnívoras. Divisó el sendero a su derecha y se dirigió hacia allí a toda velocidad. Sintió un regusto a sangre en la garganta y supo que se trataba de la sensación que a veces produce un esfuerzo excesivo. No había más arbustos enmarañados, pero no tenía idea de dónde estaba. No había nada reconocible en ese bosque. Estaba totalmente perdida, escapando de un incomprensible animal arbóreo.

Oía sonidos por encima de su cabeza; cada tanto, veía al niño ardilla saltando de un árbol a otro, siguiéndola. Y cada vez que aterrizaba en un árbol inmediato a Jenna, ella cambiaba el rumbo de su huida, hasta que perdió del todo la orientación y no supo siquiera si corría colina arriba o colina abajo.

Silencio otra vez. No se veía al ser saltando de un árbol a otro, lo que era bueno. Quizá se hubiese cansado y regresado a su madriguera o algo así. Escrutaba el matorral en busca de algo que pudiera ser un sendero cuando lo vio por delante de ella, saltando de un árbol a otro. Ya no sabía qué hacer, porque estaba claro que el pequeño hijo de puta era mucho más veloz que ella. Ni siquiera sabía si aún estaba en el último árbol donde lo divisara. Podía haber ascendido por el tronco, saltado a otro, descendido; y ahora estaba por saltarle a la espalda.

Giró sobre sus talones. Nada. Estaba acalorada y sudorosa y pensando en darse por vencida cuando vio el sendero, a unos quince metros. Respiró hondo y volvió a correr. Se encontró con que un gran tronco caído le cerraba el paso; le pareció que podría franquearlo con un buen salto.

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