—Me parece fenomenal, Barry, fenomenal. ¡Invitados al White Lion! Sólo tenemos que ir a Putney, y luego volver, y nos habremos ahorrado cinco libras cada uno. Qué cosas, esto de tener amigos influyentes, ¿verdad?
—Hombre, podemos ir en tu coche.
—Yo no tengo coche, tío. El coche es de Laura, se lo ha quedado Laura, a ver si te enteras. Así que una de dos: pasamos dos horas en el metro o pillamos un taxi, que nos va a costar... cinco libras a cada uno. Cojonudo, ¿eh?
Barry se encoge de hombros, como si dijera: ¿qué se puede hacer con este tío? Y se larga. Me siento fatal, pero no le digo nada.
No conozco a nadie que responda al nombre de Ian. Laura no conoce a nadie que se llame Ian. Hemos estado juntos durante tres años, y nunca le he oído hablar de ningún Ian. En su trabajo no hay ningún Ian. No tiene ningún amigo que se llame Ian, no tiene amigas que tengan un novio llamado Ian. No me atrevería a decir que no haya conocido a un Ian en toda su vida; seguro que había uno en la facultad, aunque no en el colegio, porque iba a un colegio femenino. Total, estoy convencido de que desde 1989 Laura vivía en un universo en el que no existía Ian.
Esta certeza, este descreimiento casi ateo en la inexistencia de Ian, me dura hasta que llego a casa. En el alféizar de la ventana que hay junto a la entrada común a todos los pisos, donde dejamos el correo, hay tres sobres entre el montón de cartas de restaurantes de servicio a domicilio y de tarjetas de minitaxis: una factura a mi nombre, una carta del banco para Laura... y una factura de la televisión por cable a nombre del señor I. Raymond (Ray para los amigos y, más en concreto, para sus vecinos), el tío que hasta hace mes y medio vivía en el piso de arriba.
Cuando entro en casa estoy temblando, enfermo. Sé que tiene que ser él; lo he sabido nada más ver la carta. Recuerdo que Laura subió a verle un par de veces; recuerdo que Laura... no es exactamente que flirtease con él, pero sí se pasó los dedos por el pelo varias veces, sí le sonrió con gesto de tontear, más de lo que hubiera sido estrictamente necesario, cuando vino a casa a tomar una copa por Navidad. Desde luego, es su tipo: aires de muchachito extraviado, bien educado, atento, con la melancolía justa para parecer interesante. Nunca me cayó muy bien. Ahora mismo, qué coño, lo aborrezco.
¿Cuánto tiempo...? ¿Cuántas veces...? La última vez que hablé con Ray, con Ian, el día antes de que se mudara a otro piso..., ¿estarían ya liados? ¿Subiría ella a su casa las noches en que yo salía por ahí? ¿Sabrán algo John y Melanie, la pareja que vive en la planta baja? Paso un buen rato buscando la tarjeta que nos dio con su nueva dirección, pero no la encuentro: es ominoso y es significativo que haya desaparecido así, a no ser que yo mismo la tirase a la basura, en cuyo caso es mayor si cabe ese ominoso significado. (¿Qué haría si la encontrase? ¿Le llamaría por teléfono? ¿Me pasaría por su domicilio, a ver si está bien acompañado?)
Ahora empiezo a recordar algunas cosas: sus pantalones de peto, la música que ponía (africana, latina, búlgara, cualquier basura étnica que estuviera de moda esa semana); me acuerdo de su risa histérica, nerviosa, que me repateaba; me acuerdo del espantoso olor a cocina que dejaba por toda la escalera, de las visitas que se quedaban en su casa hasta muy tarde, que se pasaban de copas y hacían demasiado ruido al marcharse. No recuerdo nada mínimamente bueno de ese tipo.
Me las arreglo para que no aflore el peor recuerdo, el más doloroso, el más perturbador, pero sólo hasta que me acuesto, que es cuando oigo a la mujer que ahora vive arriba: hace un ruido del demonio al ir de un lado a otro abriendo y cerrando los armarios. Es lo peor de todo, es lo que dejaría empapado de un sudor gélido a cualquier hombre (¿a cualquier hombre?) que estuviese en la situación en que me encuentro yo:
a veces le oíamos fornicar.
Oíamos los ruidos que hacía él, los ruidos que hacía ella, y conste que fueron dos o tres compañeras de cama durante el tiempo en que los tres —los cuatro, si contamos a la que estuviese en la cama con Ray— estuvimos separados por unos cuantos metros cuadrados de tarima chirriante y de yeso desconchado.
—Aguanta un buen rato el tío —le dije a Laura una noche en que estábamos despiertos los dos en la cama, mirando al techo.
—Tiene que ser un chollo —dijo Laura. Fue una broma, y nos reímos: ja, ja, ja. Los dos a la vez. Ahora no me hace ninguna gracia: nunca he oído una broma que me inspirase más náuseas, más paranoias, más inseguridad, más autocompasión y más temor, más dudas.
Cuando una mujer abandona a un hombre, y ese hombre se siente desdichado... (es verdad: después de la insensibilidad, después del ridículo optimismo, después de encogerme de hombros diciendo «¿qué más da?», me siento desdichado, aunque aún me gustaría aparecer en las fotos del próximo disco de Marie), ¿en el fondo es esto lo que sucede? A veces me lo parece, a veces no. Pasé por esto mismo después de lo de Charlie con Marco: me los imaginaba juntos,
dale que te pego,
e imaginaba la cara de Charlie contraída por una pasión que yo nunca fui capaz de suscitar.
Aunque no me apetezca nada (porque lo que quiero es estar hecho polvo, darme pena, celebrar mi ineptitud: es lo que uno hace en momentos así), debería decir que en todo momento pensé que las cosas iban francamente bien por ese frente. Lo pensé. Sin embargo, en mis amedrentadas imaginaciones Charlie se mostraba tan entregada, tan abandonada y tan alborotada como cualquier personaje de una película porno. Era un juguete en manos del tal Marco; respondía a todas sus caricias con aullidos de goce orgásmico. No hay en la historia de la humanidad una sola mujer que haya gozado más del sexo que esa Charlie, con Marco, en mis suposiciones más descabelladas.
Pero eso no fue nada, porque carecía de fundamento en la realidad. Por lo que sé, Marco y Charlie nunca llegaron a consumar su relación, y Charlie se ha pasado la década transcurrida desde entonces intentando recuperar el éxtasis apacible y modoso de aquellas noches que pasamos juntos los dos, sólo que fracasando miserablemente en el empeño. Ahora bien, sí sé de buena tinta que Ian era una especie de amante endemoniado, como también lo sabe Laura. Si yo lo oí todo, está claro que ella también. La verdad es que me jodía; pensé que a ella también le jodía todo aquel estrépito. Ahora ya no estoy tan seguro. ¿Será ésa la razón de que se fuese? ¿Me dejó porque le apetecía probar un poco de aquello que se cocía en el piso de arriba?
En realidad, no sé por qué importará tanto. Ian podría ser mejor que yo a la hora de hablar, de cocinar, de trabajar, o en casa, o para ahorrar; podría ganar más que yo, o gastar más y mejor que yo, o entender mejor los libros o las películas; podría ser más simpático que yo, más guapo y presentable, más inteligente, más generoso de espíritu, mejor ser humano en cualquier sentido que se quiera considerar... y a mí me daría lo mismo, de veras lo digo. Tengo asumido que uno no puede ser bueno en todo, lo comprendo; sé que tengo una trágica carencia de habilidad y de conocimientos en cuestiones muy importantes. De todos modos, el sexo es distinto: saber que tu sucesor es mejor que tú en la cama es algo imposible de asumir, y sigo sin saber por qué.
Tengo muy claro que esto es una bobada como la copa de un pino. Por ejemplo, tengo muy claro que el mejor rollo de cama que he tenido en mi vida no fue importante; el mejor rollo de cama lo tuve con una chica que se llamaba Rosie, con la que me acosté sólo cuatro veces. No fue suficiente; me refiero al rollo de cama, por bueno que fuese, y no a las cuatro veces, que sí que fueron más que suficientes. Me volvía loco y yo la volvía loca; los dos teníamos pillado el tranquillo de corrernos a la vez (para mí, esto es lo que se entiende cuando alguien habla de un buen rollo de cama, al margen de lo que digan las sexólogas sobre la conveniencia de compartirlo todo, de tener consideración por el otro, de hablar en la cama, de variar de postura y de utilizar unas esposas si hace al caso), pero eso no sirvió de nada.
Así pues, ¿qué es lo que me pone tan enfermo al pensar en Ian y en Laura? ¿Por qué me importa tanto que aguante muchísimo sin parar de follar, comparándolo con lo que aguanto yo? ¿Por qué no se me va de la cabeza el ruido que ella hacía conmigo y el alboroto que armará con él? En el fondo, supongo que es así de simple: que aún oigo a Chris Thomson, el adúltero de Neanderthal cargado de testosterona que tuve que aguantar en segundo de bachillerato, el que me llamó anormal cuando me dijo que le había tocado las peras a mi novia. Y su voz me pone del hígado.
De noche, tengo uno de esos sueños que en realidad no lo son, un montón de imágenes en las que aparece Laura en la cama con Ray, o Marco follándose a Charlie; me alegro de haberme desvelado a media noche, porque eso quiere decir que el sueño ha terminado. Ese placer nada más dura unos segundos, porque todo se me cae de golpe encima: que Laura está follando de veras con Ray en algún lugar (bueno, puede que no exactamente ahora, porque son las 3.56 de la madrugada, aunque teniendo en cuenta su resistencia, su
incapacidad de llegar al clímax,
je, je, nunca se sabe); se me cae de golpe encima que yo en cambio estoy aquí, en este piso de mierda, a solas, y que tengo treinta y cinco años, que soy dueño de un negocio que no marcha del todo bien, que mis amigos no parecen amigos de verdad, sino personas cuyos números de teléfono no he perdido con el paso del tiempo. Y si me volviese a dormir y durmiera cuarenta años seguidos, y si despertase desdentado, con el hilo musical de fondo, en un asilo de ancianos, no me preocuparía demasiado, porque lo peor de la vida, que es lo que aún me queda por vivir, habría terminado. Ya ni siquiera tendría que suicidarme.
Me empieza a rondar la idea de que es importante tener algo en marcha en otra parte, ya sea en casa o en el trabajo; si no, no haces más que aguantar el tirón de mala manera. Si viviese en Bosnia, estar sin novia no me parecería lo más importante del mundo. Aquí, en Crouch End, sí que lo es. Te hace falta todo el lastre que puedas reunir para que no se te lleve la corriente; te hace falta gente a tu alrededor, que pasen cosas; si no, la vida parece una película cuyo presupuesto se ha agotado, cuando ya no quedan platós, exteriores, actores, técnicos, y no hay más que un solo tío que mira por el visor de la cámara sin nada mejor que hacer, sin nadie con quien hablar. ¿Quién se iba a creer a ese personaje? Tengo que conseguir más cosas, lo que sea; tengo que meter en mi vida más historias, más detalles, porque corro el riesgo de caerme por un precipicio.
Al día siguiente, en la tienda, una mujer me pregunta si tengo algo de soul, de «alma». Me entran ganas de responder que depende: unos días sí, otros no. Hace unos días se me había agotado, y ahora tengo una burrada, demasiado, más alma de la que puedo aguantar. Ojalá pudiera repartirla de forma más equitativa, con más equilibrio. No puedo solucionarlo. Me doy cuenta de que a esa mujer no tienen por qué interesarle mis problemas de control del stock interno, así que le indico dónde está el soul, ahí al lado de la salida, al lado del blues.
Exactamente a la semana de marcharse Laura, recibo una llamada de una mujer que vive en Wood Green: dice que tiene unos cuantos singles que a lo mejor me pueden interesar. En general, nunca me tomo la molestia de hacer recogidas a domicilio, pero esta mujer sí parece saber de qué está hablando: me murmura algún dato suelto sobre las etiquetas blancas, las fundas con imágenes y otras cuantas cosas más, por todo lo cual me da en la nariz que no estamos hablando de esa media docena de discos algo rayados, casi todos de la Electric Light Orchestra, que se olvidó su hijo al irse de casa.
Vive en una casa inmensa, una de esas casas que parecen haber llegado a Wood Green desde quién sabe qué otra parte de Londres. No es que sea particularmente simpática conmigo. Tendrá cuarenta y bastantes años; gasta un bronceado que no parece de fiar, y me mira con cara de pocos amigos. Aunque viste tejanos y camiseta, los tejanos llevan el nombre de un diseñador italiano allí donde debería estar el nombre del señor Wrangler o del señor Levi, y la camiseta lleva abundante pedrería cosida en la pechera, formando el símbolo de la paz.
No sonríe, ni tampoco me ofrece una taza de café ni me pregunta si he encontrado la casa sin problemas a pesar de la lluvia helada que cae sin cesar y que me impedía hace un rato ver el callejero que tenía abierto delante de las narices. Me hace pasar sin más a un estudio que hay a un lado del recibidor, enciende la luz y me señala los singles —hay cientos, conservados además en cajas de madera hechas a medida, de encargo— que hay en la estantería. Y me deja que me las componga yo solo.
En las estanterías que recorren la pared entera no hay un solo libro: solamente álbumes, compacts, cintas y un buen equipo de alta fidelidad; las cintas están numeradas con etiquetas, lo que siempre es señal de que nos las vemos con una persona bastante seria. Hay un par de guitarras apoyadas contra la pared, y también una especie de ordenador que parece capaz de darte alguna que otra alegría musical y creativa, si es que sientes esa inclinación.
Me subo a una silla y voy bajando al suelo las cajas de singles. Habrá siete u ocho en total, y aunque las dejo en el suelo procurando no fijarme demasiado en lo que contienen, sin querer me llama la atención el primer single de la última caja: es un James Brown de la King, treinta años de antigüedad, de modo que se me hace la boca agua sólo de pensar en el festín que me aguarda.
Cuando me pongo a repasar como es debido, entiendo que tengo entre manos el cargamento que siempre soñé encontrar, siempre, desde que empecé a coleccionar discos. Hay singles de los Beatles en edición especial y limitada para los clubs de fans; está la primera docena de singles de los Who, y hay originales de Elvis, de principios de los sesenta; hay montones de singles de blues y de soul, y... ¡un ejemplar del «God Save the Queen», de los Sex Pistols, editado por la A&M! ¡No lo había visto en mi vida! Y... ¡oh, no! ¡Oh, no! ¡Dios, no! Está «You Left the Water Running», de Otis Redding, en la edición especial hecha siete años después de su muerte, retirada inmediatamente del mercado por su viuda porque no le...
—¿Qué te parece?
Me mira apoyada contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados, una media sonrisa por la cara de bobo que seguramente se me habrá puesto.
—Es la mejor colección que he visto en mi vida.