Alto Riesgo (14 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─¿Cuál es la segunda condición? ─preguntó Flick.

─Tenemos menos tiempo del que solicitaban. No puedo revelarles la fecha de la invasión, entre otras cosas porque no es definitiva. Pero sí que tendremos que cumplir nuestra misión deprisa. Si no han alcanzado su objetivo a medianoche del próximo lunes, puede que sea demasiado tarde.

─¡El próximo lunes! ─exclamó Flick.

─Sí ─dijo Chancellor─.Tenemos exactamente una semana.

Tercer día:
martes, 30 de mayo de 1944

Flick salió de Londres al amanecer conduciendo una motocicleta Vincent Comet con un potente motor de 500 centímetros cúbicos. Las carreteras estaban desiertas. El racionamiento de la gasolina era muy estricto, y los conductores podían acabar en la cárcel por hacer viajes «innecesarios». Iba a toda velocidad. Era peligroso pero emocionante. El riesgo merecía la pena.

Se sentía igual respecto a la misión, asustada pero impaciente. Había trasnochado con Percy y Paul, bebiendo té y ultimando el plan. Habían decidido que el grupo constara de seis mujeres, como las brigadas de limpieza del palacio. Necesitaban una experta en explosivos y una técnica en telefonía, que decidiría dónde colocaban las cargas para asegurarse de que dejaban la instalación fuera de combate. Flick quería contar con una buena tiradora y con dos soldados experimentadas. Con ella, hacían seis.

Tenía un día para encontrarlas y necesitaría un mínimo de dos para ponerlas a punto, al menos para enseñarles a saltar en paracaídas. Miércoles y jueves. Saltarían sobre Reims el viernes por la noche, y entrarían en el palacio el sábado por la tarde; a las malas, el domingo. Eso les dejaba un día como margen de error.

Cruzó el río por el puente de Londres. La motocicleta recorrió como una exhalación los muelles y las calles bombardeadas de Bermondsey Y Rotherhithe; a continuación, Flick enfiló la carretera vieja de Kent, ruta tradicional de peregrinación en dirección a Canterbury. En cuanto salió de los suburbios, hizo girar el acelerador al límite de su potencia. Durante un rato, dejó que el viento le alborotara el pelo y se llevara sus preocupaciones.

Aún no eran las seis cuando llegó a Somersholme, la casa de campo de los barones de Colefield. Flick sabía que William, el barón, estaba en Italia, camino de Roma con el Octavo Ejército. Su hermana, la Honorable Diana Colefield, era el único miembro de la familia que residía en la mansión en aquellos momentos. El inmenso edificio, que disponía de docenas de dormitorios para los invitados y sus sirvientes, se había convertido en casa de reposo para soldados convalecientes.

Flick redujo la velocidad y recorrió el paseo flanqueado de tilos centenarios lentamente, absorta en la magnífica mole de granito rosa, en sus ventanas salientes, sus balcones, buhardillas y caballetes, sus decenas de vanos y su ejército de chimeneas. Aparcó en el patio de grava, junto a una ambulancia y un grupo de jeeps.

El vestíbulo bullía de enfermeras cargadas con bandejas de té. Aunque los soldados estaban allí para recuperarse, seguían despertándolos al amanecer. Flíck preguntó por la señora Riley, el ama de llaves, y le indicaron que bajara al sótano. Encontró a la mujer mirando la caldera con preocupación en compañía de dos hombres vestidos con mono.

─Hola, mamá ─dijo Flick.

La señora Riley le echó los brazos al cuello y le plantó un sonoro beso. Era aún más baja que Flick y estaba igual de delgada, pero, como su hija, tenía más fuerza de lo que parecía, de modo que el abrazo dejó a Flick sin respiración. Jadeando y riendo, escapó de entre los brazos de su madre.

─¡Uno de estos días me vas a romper algo!

─Nunca sé si estás viva hasta que vienes a verme ─se quejó la señora Riley con su leve pero pertinaz deje irlandés: sus padres la habían traído de Cork hacía cuarenta y cinco años.

─¿Qué le pasa a la caldera?

─Que no la hicieron para calentar tanta agua. Las enfermeras son unas maniáticas de la limpieza; imagínate que obligan a los pobres soldados a bañarse a diario. Vamos a la cocina, que te prepararé el desayuno.

Flick tenía prisa, pero se dijo que su madre se merecía unos minutos. Además, necesitaba comer algo. Siguió a la señora Riley escaleras arriba y la acompañó a las dependencias de la servidumbre.

Flick se había criado en aquella casa. Había jugado en el patio de los criados, había correteado por los bosques del contorno, había ido a la escuela del pueblo, que se encontraba a kilómetro y medio, y regresado a la casa desde el internado y la universidad para pasar las vacaciones.

Había sido afortunada. La mayoría de las mujeres con el oficio de su madre se veían obligadas a dejar el trabajo cuando tenían un hijo. La señora Riley lo había conservado, en parte porque el anciano conde era un hombre poco convencional, pero sobre todo porque no estaba dispuesto a dejar escapar a un ama de llaves tan excepcional. Su marido, que era mayordomo, había muerto cuando Flick tenía seis años. Todos los inviernos, en febrero, la señora Riley y su hija acompañaban a la familia a la villa de Niza. Allí era donde Flick había aprendido francés.

El difunto conde, padre de William y Diana, que sentía debilidad por ella, la había animado a estudiar y le había pagado las matrículas del colegio privado. Se sintió muy orgulloso cuando Flick obtuvo una beca de la Universidad de Oxford. La muerte del anciano, que se había producido poco después de estallar la guerra, causó tanto dolor a Felicity como si hubiera sido la de su auténtico padre.

En la actualidad, la familia sólo ocupaba parte de la casa. La antigua despensa se había convertido en cocina. La madre de Flick puso a calentar la tetera.

─Con una tostada tengo bastante, mamá.

La señora Riley hizo como que no la oía y puso a freír unas tiras de bacon.

─Bueno, ya veo que estás bien ─dijo la mujer─. ¿Y ese marido tuyo tan guapo?

─Michel está vivo ─respondió Flick sentándose a la mesa de la cocina; el bacon olía que alimentaba.

─¿Que está vivo? Si dices eso, es que le ha pasado algo... ¿Lo han herido?

─Le pegaron un tiro en el culo. Sobrevivirá. ─Entonces, lo has visto...

Flick se echó a reír.

─Mamá, por favor ... Ya sabes que no puedo contarte nada.

─Sí, claro que lo sé. ¿No estará tonteando con alguna pelandusca? Supongo que eso no es un secreto militar...

Como siempre, la intuición de su madre la dejó pasmada. Parecía medio bruja.

─Espero que no.

─Ya. ¿Alguna pelandusca en particular, con la que esperas que no esté tonteando?

Flick no respondió a la pregunta directamente.

─¿Te has parado a pensar, mamá, que a veces los hombres parecen no darse cuenta de que una chica es tonta perdida? La señora Riley gruñó por lo bajo.

─Conque así está la cosa... Es guapa, supongo... ─¡Pse!

─¿Joven?

─Diecinueve.

─¿Lo has puesto firmes?

─Sí. Me ha prometido dejarlo.

─Puede que mantenga su promesa... si no lo dejas solo demasiado tiempo.

─Lo intentaré.

La señora Riley soltó un suspiro.

─Eso es que vas a volver...

─No puedo decírtelo.

─¿Es que no has hecho ya bastante?

─Todavía no hemos ganado la guerra, de modo que no, supongo que no he hecho bastante.

La mujer le puso delante un plato con huevos y bacon. Flick se dijo que parecía el equivalente de las raciones de una semana, pero se contuvo y no protestó. Lo mejor era mostrarse agradecida. Además, de repente le había entrado un hambre canina.

─Gracias, mamá ─dijo─. Me mimas demasiado.

La señora Riley sonrió satisfecha, y Flick se lanzó al ataque. Mientras comía, comprendió divertida que, a pesar de sus evasivas, su madre le había sonsacado todo lo que deseaba saber con una facilidad pasmosa.

─Deberías trabajar para el servicio secreto ─le dijo masticando un trozo de huevo frito─. Podrían emplearte como interrogadora. Has conseguido que te lo contara todo.

─Soy tu madre, tengo derecho a saberlo.

No tenía importancia. Mamá no se lo contaría a nadie.

La mujer se tomó una taza de té mientras su hija comía.

─Por supuesto, tienes que ganar la guerra tú solita ─dijo con tono entre cariñoso y sarcástico─.Ya eras así de pequeña: independiente hasta la impertinencia.

─Y no me lo explico, porque siempre estabais pendientes de mí. Cuando tú tenías trabajo, siempre había media docena de doncellas bailándome el agua.

─Creo que te animé a valerte por ti misma porque no tenías padre. Cuando querías que te hiciera alguna cosa, arreglarte la cadena de la bici, por ejemplo, o coserte un botón, solía decirte: «Prueba a hacerlo tú, y si no puedes, me lo dices». Nueve veces de cada diez no volvía a saber nada del asunto.

Flick se terminó el bacon y rebañó el plato con un trozo de pan. 

─A veces me ayudaba Mark ─dijo Flick refiriéndose a su hermano, que le llevaba un año.

Su madre la miró muy seria.

─Dejémoslo estar ─murmuró.

Flick reprimió un suspiro. Su madre y su hermano llevaban dos años sin hablarse. Mark era director de escena en un teatro y vivía con un actor llamado Steve. Hacía años que la señora Riley había comprendido que a su hijo «no le tiraba el matrimonio», como ella decía. Pero en un arranque de ingenua sinceridad, Mark había cometido la estupidez de contarle a mamá que quería a Steve y que eran como marido y mujer. Mamá se había sentido mortalmente ofendida y no había querido volver a saber nada de su hijo.

─Mark te quiere, mamá ─le aseguró Flick.

─Hummm.

─Me gustaría tanto que os reconciliarais...

─No lo dudo.

La mujer cogió el plato vacío de Flick y lo lavó en el fregadero. Flick meneó la cabeza con exasperación.

─Mira que eres cabezota, mamá...

─De alguien tenías que heredarlo, hija.

Flick no pudo evitar una sonrisa. Su madre no era la única que la acusaba de cabezonería. «Borrica», solía llamarla Percy, aunque cariñosamente. Flick procuró mostrarse conciliadora.

─En fin, supongo que no puedes evitar sentirte así. Además, no pienso discutir contigo después de semejante desayuno.

No obstante, acabaría consiguiendo reconciliarlos. Pero tendría que dejarlo para mejor ocasión, se dijo levantándose de la mesa.

─Me he alegrado mucho de verte, hija ─murmuró la señora Riley sonriendo─. Me tienes preocupada.

─He venido por algo más. Necesito hablar con Diana. 

─¿Y eso?

─No puedo decírtelo.

─Espero que no estés pensando en llevártela a Francia contigo. 

─¡Chisss...! ¿He dicho yo algo de ir a Francia? 

─Supongo que como es tan buena tiradora... 

─No puedo decirte nada.

─¡Hará que te maten! No sabe lo que significa la palabra disciplina... ¿Cómo iba a saberlo? No la han educado para eso. Por supuesto, no es culpa suya. Pero cometerías una estupidez confiando en ella...

─Sí, ya lo sé ─la atajó Flick, impaciente. Había tomado una decisión y no pensaba discutirla con su madre.

─Ha colaborado en varios sitios durante la guerra, y la han acabado echando de todos.

─Lo sé. ─Sin embargo, Diana era una tiradora de primera, y Flick no tenía tiempo para ser exigente. Aceptaría lo que encontrara. Su mayor preocupación era que Diana se negara. No podía forzar a nadie. Aquel trabajo era estrictamente para voluntarias─. ¿Sabes dónde puede estar?

─Seguirá en el bosque ─respondió la señora Riley─. Ha salido temprano, a cazar conejos.

─Ya.

Con Diana no había bicho tranquilo. Le encantaba cazar zorros, perseguir venados, acribillar liebres, abatir urogallos... Incluso le gustaba pescar. A falta de algo mejor, se conformaba con los conejos.

─No tienes más que localizar el tiroteo.

─Gracias por el desayuno.

Flick besó a su madre y se dirigió hacia la puerta.

─Y no te pongas a tiro de esa loca ─le advirtió la señora Riley en el último momento.

Flick salió por la puerta de servicio, atravesó el huerto y penetró en el bosque por la parte posterior de la casa. Los árboles estaban cubiertos de lustrosas hojas nuevas, y las ortigas le llegaban a la cintura. Flick, que llevaba botas recias de motorista y pantalones de cuero, avanzó decidida pisoteando la maleza. El mejor medio para reclutar a Diana, se dijo, era plantearle un reto.

Se había adentrado unos trescientos metros en el bosque, cuando oyó un disparo de escopeta. Se detuvo, aguzó el oído y gritó: ─¡Diana!

No hubo respuesta.

Siguió andando en la misma dirección y llamando a Diana de vez en cuando. Unos metros más adelante, oyó gritar:

─¡Por aquí, maldito escandaloso, seas quien seas! 

─Voy, pero baja la escopeta.

Diana la esperaba fumándose un cigarrillo, sentada contra un roble en el borde de un claro. Tenía la escopeta sobre las rodillas, abierta para volver a cargarla, y una docena de conejos amontonados a un lado.

─¡Mira a quién tenemos aquí! ─exclamó la joven─. Me has espantado a todas las piezas.

─Ya volverán mañana. ─Flick observó a su antigua compañera de juegos. Diana era atractiva, aunque el pelo, oscuro y corto, y las pecas, que le salpicaban la cara a la altura de la nariz, la hacían parecer un chico.Vestía cazadora y pantalones de pana─. ¿Cómo estás, Diana?

─Aburrida. Frustrada. Deprimida. Por lo demás, estupendamente.

Flíck se sentó a su lado en la hierba. Puede que fuera más fácil de lo que suponía.

─¿Cuál es el problema?

─Que me estoy pudriendo en la jodida campiña inglesa mientras mi hermano conquista Italia.

─¿Cómo está?

─¿William? ¿Cómo quieres que esté? Encantado de contribuir a ganar la guerra. Mientras tanto, a mí nadie me da un trabajo como Dios manda.

─A lo mejor yo puedo arreglarlo.

─Tú eres una FANY. ─Diana le dio una calada al cigarrillo y soltó una bocanada de humo─. Cariño, yo no puedo hacer de chauffeuse. Flick asintió. Diana era demasiado señorita para hacer los trabajos subalternos a los que podían aspirar la mayoría de las mujeres. 

─La verdad es que venía a proponerte algo más interesante. 

─¿El qué?

─Puede que no te atraiga. Es bastante difícil, y muy peligroso. Diana la miró con escepticismo.

─¿Qué hay que hacer, conducir durante los apagones?

─No puedo explicarte gran cosa, porque es secreto. 

─Flick, cariño, ¿no irás a decirme que eres una Mata-Hari?.

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