Authors: Ken Follett
─¿Cuándo vino a Inglaterra?
─A los catorce me enamoré de un marinero inglés que conocí en Calais. Se llamaba Freddy. Nos casamos ─yo mentí sobre mi edad, claro─ y me vine a vivir a Londres. Murió hace dos años. Un submarino alemán hundió su barco en el Atlántico. ─La chica se estremeció─. Una tumba bastante fría... Pobre Freddy.
─Cuéntenos por qué está aquí ─le pidió Flick, poco interesada en su historia familiar.
─Conseguí un hornillo y empecé a vender crépes en la calle. Pero la policía no me dejaba en paz. Una noche, le había estado dando al coñac, que es mi debilidad, lo reconozco, y, en fin, me busqué la ruina. ─De repente, cambió a un inglés barriobajero─. El pasma me soltó que me las pirara de una puta vez y yo me cagué en sus muertos. Él me dio un empellón y yo lo dejé grogui.
Paul la miró divertido. Era de estatura media y más bien delgada, pero tenía las manos grandes y las piernas musculosas. No le costaba imaginársela tumbando a un bobby.
─¿Qué pasó después? ─le preguntó Flick.
─Aparecieron sus troncos y yo no estuve a la guay, por lo de la priva... Conque me arrearon una somanta y me llevaron al chozo. ─Al ver la expresión perpleja de Paul, aclaró─: Quiero decir que me pegaron una paliza y me llevaron a comisaría. El caso es que el primer madero no quería acusarme de agresión; le daba vergüenza que lo hubiera tumbado una mujer. Así que me metieron catorce días por embriaguez y escándalo en la vía pública.
─Y le faltó tiempo para meterse en otra pelea... Ruby midió a Flick con la mirada.
─No sé si seré capaz de explicarle a alguien como usted cómo son las cosas por aquí. La mitad de las chicas están locas, y todas se han agenciado algún arma. La que no afila el borde de una cuchara, se hace un pincho con un trozo de alambre, o trenza fibras para hacerse un garrote. Y las funcionarias... Ésas nunca intervienen en una pelea entre internas. Les encanta ver cómo nos despedazamos. Aquí rara es la que no tiene un costurón.
A Paul se le habían puesto los pelos de punta. Nunca había estado en una cárcel. El cuadro que pintaba Ruby era espeluznante. Puede que exagerara, pero su actitud sugería lo contrario. No parecía importarle que la creyeran, y recitaba los hechos con el tono seco y desapasionado de quien está aburrido del asunto pero se ve obligado a mencionarlo.
─¿Por qué mató a la otra interna?
─Porque me robó una cosa.
─¿Qué cosa?
─Una pastilla de jabón.
«Dios mío», pensó Paul. La había matado por... nada. ─¿Cómo ocurrió? ─preguntó Flick.
─Cogí lo que era mío.
─¿Y?
─Vino a por mí. Se había hecho un garrote con la pata de una silla y le había puesto un cacho de tubería en la punta. Me arreó con el en la cabeza. Creí que me mataba. Pero yo saqué la pinchos. Había encontrado un trozo de cristal de ventana y le había hecho un mango con un trozo de neumático de bicicleta. Se lo clavé en la garganta. No volvió a atizarme.
─Entonces fue defensa propia ─dijo Flick, que tenía la carne de gallina.
─No. Para eso tienes que probar que no pudiste huir. Y, como me había hecho un pincho con un trozo de cristal, dijeron que era un asesinato con premeditación.
─Espere aquí con la funcionaria, por favor ─le dijo Paul a Ruby poniéndose en pie─. Sólo será un momento.
Ruby sonrió, y su rostro, si no atractivo, les pareció agradable por primera vez.
─Es usted muy amable ─dijo con un hilo de voz.
─¡Qué historia tan terrible! ─exclamó Paul en el pasillo.
─No olvide que aquí todo el mundo se considera inocente ─dijo
Flick con cautela.
─Aun así, sigo pensando que es más víctima que culpable. ─No estoy de acuerdo. Para mí es una asesina. ─O sea, que descartada.
─Todo lo contrario ─respondió Flick─. Es justo lo que necesito. Volvieron a entrar en la sala.
─Si consiguiera sacarla de aquí ─le dijo Flick a Ruby─, ¿estaría dispuesta a participar en una peligrosa operación de guerra? La presa respondió con otra pregunta:
─¿Iremos a Francia?
─¿Por qué lo pregunta? ─le preguntó Flick frunciendo el ceño.
─ Al principio me han hablado en francés. Supongo que querían comprobar si lo domino.
─La verdad es que no puedo decirle mucho sobre el trabajo.
─Me apuesto lo que quiera a que vamos a sabotear instalaciones tras las líneas enemigas. ─Paul se quedó boquiabierto. Aquella chica las cazaba al vuelo. Advirtiendo su sorpresa, Ruby añadió─: Bueno, al principio pensé que querían que les tradujera algo, pero eso no tiene nada de peligroso. Estaba claro que íbamos a Francia. ¿Y qué va a hacer en Francia el ejército británico, aparte de volar puentes y tramos de vía? ─Paul no dijo nada, pero estaba impresionado por su capacidad de deducción. Ruby frunció el ceño─. Lo que no entiendo ─añadió─ es por qué el equipo tiene que ser exclusivamente femenino.
Flick puso unos ojos como platos.
─¿De dónde ha sacado semejante idea?
─Si pudieran utilizar a hombres, ¿por qué iban a hablar conmigo? Deben de estar desesperados. Seguro que no es fácil sacar a una asesina de la cárcel, aunque sea para que participe en una misión trascendental. Así que me he dicho: ¿qué tengo yo de especial? Soy dura, pero seguro que hay cientos más duros que yo que hablan un francés perfecto y se mueren por un poco de acción. La única razón para preferirme a mí es que soy mujer. A lo mejor es que las mujeres llamarán menos la atención de la Gestapo... ¿Es eso?
─No puedo decírselo ─respondió Flick.
─Bueno, si me aceptan, lo haré. ¿Puedo coger otro cigarrillo?
─ Por supuesto ─dijo Paul.
─¿Es consciente de que el trabajo es peligroso? ─le preguntó Flick.
─Sí ─respondió Ruby encendiendo un Lucky Strike─. Pero no tanto como estar en el puto trullo.
Tras despedirse de la chica, volvieron al despacho de la subdirectora.
─Necesitamos su ayuda, señorita Lindleigh ─dijo Paul con su mejor sonrisa─. Dígame lo que necesita para poder liberar a Ruby Romain.
─¡Liberarla! ¿A esa asesina? ¿Por qué la iban a liberar?
─Me temo que no puedo decírselo. Pero le aseguro que, si supiera usted adónde la llevaremos, no pensaría que sale bien librada. Todo lo contrario.
─Comprendo ─murmuró la subdirectora no muy convencida.
─La necesitamos fuera de aquí esta noche ─siguió diciendo Paul─. Pero no deseo ponerla en una situación difícil, señorita Lindleigh. Por eso quiero saber qué autorización necesita usted exactamente.
Lo que en realidad quería era asegurarse de que aquella bola de sebo no se agarraba a ningún formulismo para poner inconvenientes.
─No puedo liberarla bajo ninguna circunstancia ─aseguró la señorita Lindleigh─. Está aquí por orden del juez, y sólo un juez puede concederle la libertad.
Paul se armó de paciencia.
─Y para eso, ¿qué se necesita?
─Que se presente en el juzgado, custodiada por la policía, por supuesto. El fiscal, o su representante, tendría que decirle al juez que retira todos los cargos que pesan contra ella. En esas circunstancias, el juez no tendría más remedio que declararla libre.
Paul, que preveía las dificultades, frunció el ceño.
─Tendría que firmar el papeleo del ingreso en el ejército antes de presentarse ante el juez, para que estuviera bajo la disciplina militar cuando le concedieran la libertad... Si no, podría irse de rositas.
La señorita Lindleigh seguía asombrada.
─Pero, ¿por qué iban a retirarle los cargos?
─El fiscal, ¿es un funcionario del gobierno?
─Por supuesto.
─Entonces no habrá problemas. ─Paul se puso en pie─. Volveré a última hora de esta tarde con un juez, un representante de la oficina del fiscal y un coche del ejército para llevar a Ruby a... su nuevo destino. ¿Se le ocurre algún inconveniente?
La señorita Lindleigh meneó la cabeza.
─Yo obedezco las órdenes, mayor, igual que usted.
─Bien.
Flick y Paul se fueron por donde habían venido. Una vez en la calle, Paul se detuvo y se volvió.
─Nunca había estado en una cárcel ─dijo─. No sé lo que esperaba, pero desde luego no era un castillo encantado.
Estaba bromeando sobre el edificio, pero Flick no sonrió.
─Ahí dentro han ahorcado a unas cuantas mujeres. Así que de encantado, nada.
Paul se preguntó por qué estaría tan sensible.
─Supongo que se identifica con las presas... ─dijo, y de pronto comprendió el motivo─. Porque también usted podría acabar en una cárcel francesa.
Flick parecía sorprendida.
─Creo que tiene razón ─admitió─. No sabía por qué odiaba tanto este sitio, pero ése es el motivo.
También ella podía morir ahorcada, comprendió Paul, pero se guardó mucho de decirlo.
Caminaron hasta la estación de metro más próxima. Flick estaba pensativa.
─Es usted muy perceptivo ─dijo al fin─. Ha sabido manejar a la señorita Lindleigh perfectamente. Yo me hubiera enzarzado en una discusión.
─Habría sido un error.
─Desde luego. Y ha transformado a una tigresa como Ruby en una mansa gatita.
─No me enemistaría con una mujer como ella por nada del mundo.
Flick se echó a reír.
─Y a continuación, me descubre algo de mí misma en lo que no había caído.
Paul estaba encantado de haberla impresionado, pero ya había empezado a encarar el siguiente problema.
─A medianoche deberíamos tener a todas las mujeres en el centro de adiestramiento de Hampshire.
─Lo llamamos «el centro de desbaste» ─dijo Flick─. Sí: Diana Colefield, Maude Valentine y Ruby Romain.
Paul asintió con expresión sombría.
─Una aristócrata indisciplinada, una comehombres que no sabe distinguir la fantasía de la realidad y una vagabunda asesina con un genio del demonio.
Cuando pensaba que la Gestapo podía ahorcar a Flick, se sentía tan preocupado por el calibre de las reclutas como Percy Thwaite.
─Los pobres no podemos elegir ─dijo Flick con una sonrisa. Su malhumor se había esfumado.
─Pero seguimos sin experta en explosivos y sin técnica en telefonía. Flick consultó su reloj.
─Sólo son las cuatro de la tarde. Y puede que Denise Bouverie haya aprendido a volar centrales telefónicas en la RAE.
Paul sonrió. Flick tenía un optimismo contagioso.
Llegaron a la estación y cogieron el metro. No podían seguir hablando de la misión y arriesgarse a que los oyera algún pasajero.
─Esta mañana, Percy me ha contado algunas cosas sobre sí mismo. ─dijo Paul─. Hemos pasado con el coche por el barrio donde se crió.
─Ha adoptado las maneras y hasta el acento de la clase alta británica, pero no se deje engañar. Bajo su vieja chaqueta de tweed sigue la tiendo el corazón de un auténtico luchador del pueblo.
─Me ha contado que en la escuela lo azotaban por hablar con acento poco fino.
─Estudió con beca. Los chicos como él suelen pasarlo mal en los colegios ingleses de alto copete. Lo sé por experiencia.
─¿También tuvo que cambiar de acento?
─No. Mi madre era ama de llaves en casa de un conde. Siempre he hablado así.
Paul supuso que por eso se entendía tan bien con Percy: ambos eran personas de extracción humilde que habían ascendido en la escala social. A diferencia de los estadounidenses, los ingleses no tenían nada en contra de los prejuicios sociales. Sin embargo, se escandalizaban cuando oían decir a un sureño que los negros eran inferiores.
─Percy la aprecia enormemente ─dijo Paul.
─Yo lo quiero a él como a un padre.
Parecía un sentimiento sincero, pensó Paul; pero, al mismo tiempo, la chica estaba tratando de evitar malentendidos.
Flick tenía que volver a Orchard Court para encontrarse con Percy. Cuando llegaron, vieron un coche aparcado delante del edificio. Paul reconoció al conductor, que formaba parte de la escolta de Monty.
─Señor ─le dijo el hombre acercándose─. Hay alguien en el coche que desea verlo.
En ese momento, se abrió la puerta posterior, y Caroline, la hermana menor de Paul, saltó fuera del vehículo sonriendo de oreja a oreja.
─¡Ésta sí que es buena! ─exclamó Paul. Caroline le echó los brazos al cuello y le estampó un beso en la mejilla─. Pero, ¿qué haces tú en Londres?
─No te lo puedo decir, pero tenía un par de horas libres y he convencido a la gente de Monty para que me prestaran un coche y me trajeran a verte. ¿Me invitas a una copa?
─No puedo perder ni un minuto ─dijo Paul─. Ni siquiera por ti.
Pero puedes llevarme a Whitehall. Tengo que buscar a un fiscal.
─Vale, pero tienes que contarme cómo te va por el camino.
─Hecho. ¡Vamos allá!
Al llegar a la entrada del edificio, Flick volvió la cabeza y vio a una atractiva teniente del ejército estadounidense que se apeaba del coche y corría hacia Paul. Él la estrechó en sus brazos con una sonrisa de felicidad. Evidentemente, era su mujer o su novia, y había decidido acercarse a Londres para darle una sorpresa. Probablemente pertenecía al contingente aliado que participaría en la invasión. Paul se metió en el coche.
Flick entró en Orchard Court. Se sentía abatida. Paul estaba comprometido, saltaba a la vista que quería a la chica con locura y ahora estaría disfrutando de aquel encuentro inesperado. A Flick le habría encantado que Michel apareciera del mismo modo, como caído del cielo. Pero su marido seguía en Reims, recuperándose de una herida en el trasero en el sofá de una lagarta de diecinueve años.
Percy había vuelto de Hendon y estaba preparando té.
─¿Qué tal la chica de la RAF? ─le preguntó Flick.
─Lady Denise Bouverie. Va camino del centro de desbaste ─ respondió Percy.
─¡Estupendo! Ya tenemos cuatro.
─Pero estoy preocupado. Es una bocazas. Ha estado fanfarroneando sobre su trabajo en las fuerzas aéreas y me ha contado un montón de cosas sobre las que no debería hablar. Tendrás que decidir tú durante el adiestramiento.
─Supongo que no sabrá nada sobre centrales telefónicas. ─Ni una palabra. Y sobre explosivos, menos. ¿Té?
─Sí, por favor.
Percy le tendió una taza y se sentó tras el viejo escritorio.
─¿Y Paul?
─Ha ido a buscar a un fiscal. Intentará sacar de la cárcel a Ruby Romain esta misma tarde.
Percy la miró intrigado.
─¿Qué tal te cae?
─Bastante mejor que al principio.