Authors: Ken Follett
Mark y Flick llegaron al Criss-Cross Club a las diez de la noche. El gerente, un joven vestido de esmoquin y con pajarita roja, saludó a Mark como si fueran amigos. Flick estaba muy animada. Mark conocía a una técnica en telefonía. Se la iba a presentar enseguida, y Flick se sentía optimista. Su hermano apenas le había explicado otra cosa salvo que se llamaba Greta, como la estrella de cine. Al intentar interrogarlo, le había respondido: «Tienes que verla tú misma».
Bajaron el tramo de escaleras que llevaba al sótano. La sala estaba en penumbra y llena de humo. Flick distinguió a un grupo de cinco músicos en un escenario bajo, mesas repartidas por la sala y reservados alineados a lo largo de las oscuras paredes. Se había imaginado un local exclusivamente masculino, la clase de sitio frecuentado por hombres a quienes «no les tiraba el matrimonio». Aunque había más hombres, no faltaban chicas, algunas muy llamativas.
Un camarero se acercó a ellos, lanzó una mirada hostil a Flick y le puso una mano en el hombro a Mark.
─Hola, Markie.
─Robbie, te presento a mi hermana ─dijo Mark─. Se llama Felicity, pero siempre la hemos llamado Robbie cambió de actitud y le sonrió.
─Encantado de conocerte ─dijo, y los llevó a una mesa.
Flick supuso que la había tomado por un ligue, y temía que, por así decirlo, hubiera hecho cambiar de bando a Mark. Al parecer, saber que era su hermana lo había tranquilizado.
─¿Cómo está Kit? ─le preguntó Mark con una sonrisa. ─Pues... bien, supongo ─respondió Robbie con una pizca de irritación.
─Os habéis peleado, ¿no?
Mark estaba siendo encantador. De hecho, casi flirteaba. Flick no le conocía aquella faceta. En realidad, pensó, tal vez era la auténtica. La otra, su discreta personalidad cotidiana, debía de ser una máscara.
─¿Y cuándo no nos hemos peleado? ─respondió Robbie.
─No te valora ─dijo Mark con melancolía, rozando la mano de Robbie.
─Tienes razón, sí señor. ¿Qué os pongo?
Flick pidió un whisky y Mark un martini.
Flick no sabía mucho sobre los homosexuales. Conocía al novio de Mark, Steve, y había estado en el piso que compartían, pero no conocía a sus amigos. Sentía curiosidad por aquel mundo, pero le daba apuro hacer preguntas.
Ni siquiera sabía cómo se llamaban entre sí. Todos los nombres que conocía sonaban a insulto: mariquita, sarasa, invertido, nenaza...
─Mark, ¿cómo llamas a los hombres que, ya sabes, prefieren a otros hombres?
─Musicales, cariño ─respondió Mark sonriendo y moviendo la mano con un gesto femenino.
«Tengo que recordarlo ─se dijo Flíck─.Ahora puedo preguntarle a Mark: "Y ése, ¿es musical?". Ya sabía una palabra de su código secreto.
Una salva de aplausos recibió a una rubia alta, embutida en un traje de noche rojo, que acababa de salir al escenario.
─Ésa es Greta ─dijo Mark─. De día, es técnica en telefonía.
Greta empezó a cantar Nobody Knows You "en You're Down and Out. Tenía una voz potente y desgarrada, pero Flick captó de inmediato el acento alemán.
─¿No me habías dicho que era francesa? ─le gritó a Mark al oído, por encima de la música.
─Que hablaba francés ─la corrigió Mark─. Pero es alemana.
Flick estaba decepcionada. Aquello no la convencía. Greta hablaría francés con acento alemán.
El público adoraba a Greta. Aplaudía entusiasmado cada canción, y silbaba y jaleaba cuando ella acompañaba la música con meneos y nalgadas. Pero Flick no podía relajarse y disfrutar de la música. Estaba demasiado preocupada. Seguía sin técnica, y había malgastado las últimas horas del día acudiendo al Criss-Cross para ver a una alemana.
Y ahora, ¿qué podía hacer? Se preguntó cuánto tardaría en aprender los rudimentos de la técnica telefónica. Las cuestiones técnicas se le daban bien. En la escuela, había hecho una radio. Además, le bastaba con saber lo justo para destruir el equipo de la central. ¿Podría aprender en dos días, tal vez con alguien de Correos y Telégrafos?
Lo malo era que no había forma de saber qué equipo encontrarían en el sótano del palacio de Sainte-Cécile. Podía ser francés, alemán o mitad y mitad; incluso podía ser norteamericano, pues Francia importaba tecnología telefónica avanzada de los Estados Unidos. Había muchas clases de equipos, y el palacio cumplía funciones muy diversas. Alojaba una central manual, otra automática, otra conjunta para conectar otras centrales entre sí, y una estación amplificadora para la importante ruta troncal hacia Alemania. Sólo un técnico con experiencia podía confiar en reconocerlas al primer vistazo.
Por supuesto, en Francia había técnicos en la materia, y Flick podría encontrar a una técnica... si dispusiera de tiempo. Era una idea poco prometedora, pero no la descartó. El Ejecutivo podía enviar un mensaje a todos los circuitos de la Resistencia. Si había una mujer que cumpliera los requisitos, tardaría uno o dos días en llegar a Reims, lo cual no estaba mal. Pero era demasiado incierto. ¿Había una técnica en telefonía en la Resistencia? Si no, Flick malgastaría dos días para saber que la misión estaba condenada.
No, necesitaba algo más seguro. Volvió a pensar en Greta. No podía pasar por francesa. La Gestapo no notaría su acento, pues hablaban el mismo francés. Pero a la policía francesa no le pasaría inadvertido. ¿Tenía que pasar por francesa? En Francia había muchas alemanas: mujeres de oficiales, oficinistas del ejército, conductoras, mecanógrafas, operadoras de radio... Flick volvió a animarse. ¿Por qué no? Greta podía ser secretaria del ejército. No, eso podía causar problemas. Un oficial podía empezar a darle órdenes. Sería más seguro que se hiciera pasar por civil. Podía ser la mujer de un oficial, con quien vivía en París... No, en Vichy, que estaba más lejos. Habría que justificar que viajara con mujeres francesas. Tal vez una de ellas podía hacer de doncella francesa.
¿Y una vez dentro del palacio? Flick estaba segura de que en Francia no había alemanas trabajando en la limpieza. ¿Cómo evitar las sospechas? Flick volvió a decirse que los alemanes podían no notar el acento de Greta; pero ¿y los franceses? ¿Cómo iba a evitar hablar con ellos? ¿Fingiéndose afónica?
Puede que lo consiguiera durante unos minutos, se dijo Flick.
No era una solución perfecta, pero sí la mejor opción.
Greta finalizó su actuación con un blues hilarante y lleno de dobles sentidos titulado Kitchen Man. A la gente le encantó el verso: «Cuando me como sus dónuts, sólo dejo el agujero». La chica abandonó el escenario en medio de una salva de aplausos.
─Hablaremos con ella en su camerino ─dijo Mark levantándose del asiento.
Flick siguió a su hermano, que cruzó una puerta situada a un lado del escenario y avanzó por un pasillo maloliente con suelo de cemento hasta un cuartucho atestado de cajas de cartón de cerveza y ginebra. Parecía el almacén de un pub venido a menos. Llegaron ante una puerta que tenía una estrella de papel recortado clavada a la hoja con chinchetas. Mark llamó con los nudillos y abrió sin esperar respuesta.
El camerino era un tabuco diminuto, con un tocador, un espejo rodeado de potentes bombillas, un taburete y el cártel de La mujer de dos caras, protagonizada por Greta Garbo, clavado en una pared. Una aparatosa peluca rubia descansaba sobre un soporte en forma de cabeza. El vestido rojo de Greta colgaba de una percha de pared. En el taburete, delante del espejo, para asombro de Flick, había un joven de pelo en pecho.
Se quedó boquiabierta.
Era Greta, desde luego. Llevaba el rostro muy maquillado: carmín de un rojo intenso, pestañas postizas, cejas depiladas y polvo facial en abundancia para ocultar la sombra de la barba. Llevaba el pelo muy corto, sin duda para acomodar la peluca. Los pechos falsos debían de estar cosidos al forro del vestido, pero Greta seguía llevando enagua, medias y zapatos rojos con tacón de aguja.
Flick se volvió hacia su hermano.
─¿Por qué no me lo has dicho? ─le preguntó enfadada. Mark rió de buena gana.
─Flick, te presento a Gerhard. Le gusta sorprender a la gente.
En efecto, Gerhard parecía encantado. Sin duda, se sentía la mar de contento de que una mujer lo hubiera tomado por alguien de su propio sexo. Era un tributo a su arte. Podía estar segura de no haberlo ofendido, comprendió Flick.
Pero era un hombre. Y ella necesitaba una técnica en telefonía.
Flick estaba decepcionada y abatida. Greta habría sido la última pieza del rompecabezas, la mujer que habría completado el equipo. Ahora la misión volvía a estar en el aire.
Estaba enfadada con Mark.
─¡No me ha hecho maldita la gracia! ─le gritó─. Creía que ibas a solucionarme el problema, pero sólo querías gastarme una broma.
─No es ninguna broma ─replicó Mark indignado─. Si necesitas a una mujer, ahí tienes a Greta.
─No me sirve ─dijo Flick.
Era una idea ridícula.
¿Lo era? Después de todo, ella había picado. ¿Por qué no iba a funcionar con la Gestapo? Si la detenían y la desnudaban, descubrirían la verdad; pero si la cosa llegaba a ese extremo, sería porque la operación entera había fracasado.
Pensó en sus jefes del Ejecutivo, y en Simon Fortescue, del M16.
─Los de arriba nunca lo autorizarían.
─Pues no se lo digas =le sugirió Mark.
─¿Que no se lo diga? ─exclamó Flick, asombrada primero e intrigada por la ocurrencia de su hermano un instante después.
Si Greta tenía que engañar a la Gestapo, también debía ser capaz de darle el pego a todo el Ejecutivo.
─¿Por qué no? ─insistió Mark.
─¿Por qué no? ─repitió Flick.
─Mark, cariño ─terció Gerhard─, ¿de qué va todo esto?
Su acento alemán era aún más acusado que cuando cantaba.
─La verdad es que no lo sé ─confesó Mark─. Mi hermana está metida en un asunto confidencial.
─Se lo explicaré ─dijo Flick─. Pero antes, hábleme de usted. ¿Cómo llegó a Londres?
─Ay, cariño, ¿y por dónde empiezo? ─Gerhard encendió un cigarrillo─. Soy de Hamburgo. Hace doce años, cuando tenía dieciséis y estaba estudiando para técnico en telefonía, era una ciudad maravillosa, con bares y clubes nocturnos llenos de marineros de permiso. Disfruté como una loca. Y a los dieciocho, conocí al amor de mi vida. Se llamaba Manfred. ─Se le arrasaron los ojos, y Mark le cogió la mano. Gerhard se sonó la nariz de forma muy poco femenina y prosiguió─: Siempre me ha encantado la ropa de mujer, la lencería con encajes, los tacones altos, los sombreros, los bolsos... ¡Y el frufrú de las faldas amplias...! Pero en aquella época me arreglaba tan mal... Por no saber, no sabía ni pintarme los ojos como Dios manda. Manfred me lo enseñó todo. Y, no vaya a creerse, él no era travestí. ─ Gerhard esbozó una sonrisa nostálgica─. De hecho, era extremadamente masculino. Trabajaba en los muelles, como estibador. Pero le gustaba que me vistiera de mujer y me enseñó a hacerlo con gracia.
─¿Por qué se marchó?
─Se llevaron a mi Manfred. Los cabrones de los nazis, cariño. Llevábamos cinco años juntos, pero una noche se presentaron en casa y nunca volví a verlo. Probablemente ha muerto, porque no creo que soportara la cárcel, pero no lo sé seguro. ─El rímel empezó a corrérsele, y las lágrimas trazaron negros churretes en la base de maquillaje─. Podría seguir vivo en uno de esos horribles campos, ¿sabe? ─Su congoja era contagiosa, y Flick tuvo que hacer un esfuerzo para aguantarse las lágrimas. ¿Qué nos daba a los humanos, para perseguirnos unos a otros tan despiadadamente?, se preguntó. ¿Qué sacaban los nazis atormentando a excéntricos inofensivos como Gerhard?─. Así que me vine a Londres ─siguió diciendo Gerhard─. Mi padre era inglés, un marinero de Liverpool que desembarcó en Hamburgo, se enamoró de una chica alemana preciosa y se casó con ella. Murió cuando yo tenía dos años, de modo que ni siquiera lo recuerdo; pero me dio su apellido, que es O'Reilly, y gracias a él siempre he tenido doble nacionalidad. Aun así, tuve que gastarme todos mis ahorros para conseguir el pasaporte, en 1939. Visto lo visto, escapé por los pelos. Gracias a Dios, los técnicos en telefonía encontramos trabajo en cualquier parte. Y aquí me tiene, la estrella de Londres, la diva del Soho.
─Es una historia muy triste ─murmuró Flick─. Lo siento mucho.
─Gracias, cariño. Pero, en los tiempos que corren, lo que sobran son historias tristes, ¿no le parece? Y ahora, ¿qué puedo hacer por usted?
─Necesito una mujer que sea técnica en telefonía. ─¿Para qué diablos?
─No puedo contarle mucho. Como ha dicho Mark, es un asunto confidencial. Lo que sí puedo decirle es que el trabajo entraña grandes riesgos. Incluido el de perder la vida.
─Jesús, qué horror! Supongo que comprende que no soy muy buena haciendo trabajos de machote. Me declararon inútil para servir en el ejército por motivos psicológicos, y tenían más razón que un santo. La mitad de los guripas me habrían zurrado a la menor oportunidad y la otra mitad no me habrían dejado pegar ojo por las noches.
─Tengo a todas las chicas duras que necesito. Lo que me falta es alguien con sus conocimientos.
─¿Tiene algo que ver con hacerles la puñeta a esos jodidos nazis?
─Desde luego. Si tenemos éxito, le haremos algo más que la puñeta al régimen de Hitler.
─Entonces, cariño, ¡soy tu chica!
Flick sonrió. «Dios mío ─se dijo─. Lo he conseguido.»
En plena noche, las carreteras del sur de Inglaterra estaban abarrotadas. Largos convoyes de camiones del ejército serpenteaban por las cintas de asfalto y hacían retumbar las casas de los pueblos en dirección a la costa. Desconcertados, los vecinos se asomaban a las ventanas de sus dormitorios y contemplaban boquiabiertos el interminable río de vehículos que les impedía dormir.
─Dios mío ─murmuró Greta─. Es verdad que va a haber una invasión.
Habían salido de Londres poco después de medianoche en un coche prestado, un enorme Lincoln Continental blanco que a Flick le encantaba conducir. Greta llevaba uno de sus conjuntos más discretos, un sencillo vestido negro y una peluca morena. No volvería a ser Gerhard hasta que acabara la misión.
Flick esperaba que Greta fuera tan experta como aseguraba Mark. Trabajaba como técnica en Correos y Telégrafos, y era de suponer que conocía su oficio. Pero Flick no había tenido la oportunidad de ponerla a prueba. En esos momentos, mientras se arrastraban tras un transporte de tanques, Flick le habló de la misión, rezando para que la conversación no sacara a la luz ninguna laguna en los conocimientos de Greta.