Authors: Ken Follett
─Los terroristas llegarán en unos minutos ─dijo Dieter─. Contamos con la ventaja de la sorpresa. No tienen la menor idea de que los estamos esperando. Pero recuerden: los quiero vivos, especialmente a la jefa, la mujer menuda. Tienen que herirlos, no matarlos.
─Eso no podemos garantizárselo ─dijo uno de los cabos─. Este campo debe de tener unos trescientos metros de ancho. Pongamos que el enemigo está a unos ciento cincuenta. A esa distancia, nadie puede estar seguro de darle en las piernas a un blanco en movimiento.
─Estarán inmóviles ─aseguró Dieter─. Esperan un avión. Tienen que formar una línea y apuntar las linternas hacia el avión para guiar al piloto. Eso significa que no se moverán durante unos minutos.
─En mitad del campo?
─Sí.
El cabo asintió.
─Entonces podremos hacerlo ─afirmó, y alzó la vista hacia el cielo─. A no ser que la luna se oculte tras una nube.
─Si eso ocurre, encenderemos los faros del coche en el momento crítico. Son del tamaño de platos.
─Escuche ─dijo el otro tirador.
Los tres hombres guardaron silencio. Se acercaba un vehículo. Dieter y los dos cabos se arrodillaron en la tierra. A pesar del resplandor de la luna, sería imposible distinguirlos sobre la negra masa de las vides, siempre que mantuvieran la cabeza baja.
Una furgoneta procedente del pueblo se acercaba por la carretera con los faros apagados. Se detuvo ante la cerca del campo de patatas. Una silueta femenina se apeó del vehículo y abrió el portón. La furgoneta entró en el campo y el conductor paró el motor. Otros dos individuos bajaron del vehículo: un hombre y otra mujer.
─Ahora, silencio total ─susurró Dieter.
De pronto, un bocinazo estruendoso rompió la quietud de la noche.
Dieter dio un respingo y soltó una maldición. El claxon había sonado a su espalda.
─¡Dios! ─exclamó.
Había sido el Mercedes. Dieter se puso en pie de un salto y corrió hasta la ventanilla del conductor, que estaba bajada. Comprendió de inmediato lo que había ocurrido.
Clairet se había abalanzado hacia el volante entre los asientos delanteros y, antes de que Hans pudiera evitarlo, había golpeado el claxon con las manos atadas. En el asiento del acompañante, Hans intentaba encañonarlo, pero Gilberte había pasado a la acción y se había arrojado sobre él para estorbar sus movimientos e impedirle disparar.
Dieter introdujo el cuerpo por la ventanilla y empujó a Clairet, pero la postura le impidió ejercer suficiente fuerza para obligarlo a apartarse del volante. El claxon seguía produciendo una estentórea señal de alarma que los terroristas no podían dejar de oír.
Dieter intentó sacar el arma.
Clairet dio con el interruptor de las luces, y los faros del Mercedes perforaron la oscuridad con sus potentes haces. Dieter miró a su izquierda. Los tiradores estaban justo delante de los faros. Ambos se levantaron de un salto, pero, antes de que pudieran arrojarse lejos de la trayectoria de las luces, se oyó el tableteo de una metralleta disparada desde el campo de patatas. Uno de los tiradores soltó un grito, dejó caer el rifle, se llevó las manos al vientre y se desplomó sobre el capó del mercedes. Una fracción de segundo después, una bala alcanzó al otro en la cabeza. Dieter sintió una punzada en el brazo izquierdo y soltó un gruñido de dolor.
Se oyó un disparo dentro del coche, y Clairet exhaló una queja. Hans había conseguido rechazar a Gilberte y utilizar el arma. El teniente volvió a disparar; Clairet se derrumbó entre los asientos delanteros, pero cayó sobre el volante, y el claxon siguió sonando. Hans disparó por tercera vez, inútilmente, porque la bala se hundió en un cadáver. Gilberte empezó a chillar, volvió a arrojarse sobre el teniente y le agarró el brazo derecho con las manos atadas. Dieter había sacado la pistola, pero no se atrevió a disparar por miedo a herir a Hans.
Se oyó el cuarto disparo. Lo había hecho Hans, pero esa vez el arma apuntaba hacia lo alto y la bala lo alcanzó en la barbilla. El teniente emitió un gorgoteo atroz y se derrumbó contra la puerta con la boca llena de sangre y la mirada perdida.
Dieter apuntó cuidadosamente y disparó a la cabeza de Gilberte. Luego, introdujo el brazo derecho por la ventanilla y apartó el cuerpo de Clairet de encima del volante.
El claxon dejó de sonar.
Buscó el interruptor de las luces y apagó los faros. Miró hacia el campo de patatas.
La furgoneta seguía en su sitio, pero los agentes habían desaparecido. Aguzó el oído. Nada.
Estaba solo.
Flick se arrastraba entre las vides en dirección al coche de Dieter Franck. Ahora, la luna, tan necesaria para los vuelos clandestinos sobre territorio enemigo, jugaba en su contra. Rezó para que se ocultara tras una nube, pero el cielo estaba despejado. Avanzaba a gatas, arrimada a la hilera de vides, pero su sombra la delataba.
Había ordenado a Paul y Ruby que permanecieran ocultos en el extremo del campo, junto a la furgoneta. Tres hacían el triple de ruido, y no necesitaba compañeros que revelaran su presencia.
Mientras gateaba, aguzó el oído temiendo escuchar el avión. Quedaran los que quedasen, tenía que localizar a los enemigos y acabar con ellos antes de que llegara el Hudson. No podía plantarse en mitad del campo con Paul y Ruby y hacer señales con las linternas mientras hubiera alguien entre las viñas dispuesto a dispararles. Y, si no hacían señales, el avión volvería a Inglaterra sin tocar suelo. Era una perspectiva escalofriante.
El coche de Dieter Franck estaba en el extremo del campo, a cinco hileras de viñas de distancia. Caería sobre el enemigo desde detrás. Gateaba con la metralleta en la mano derecha, lista para disparar.
Llegó a la altura del coche. Franck lo había camuflado con vegetación, pero cuando alzó la cabeza entre las hileras de vides vio la luna reflejada en la ventanilla posterior.
Las cepas estaban encañadas transversalmente, pero Flick consiguió deslizarse por debajo del enrejado y miró a derecha e izquierda del siguiente surco. Estaba desierto. Lo atravesó a rastras y repitió la operación. Extremó las precauciones a medida que se acercaba al coche, pero no vio a nadie.
Cuando estaba a tres hileras de distancia, consiguió ver las ruedas del coche y la zona de alrededor. Le pareció distinguir a dos hombres de uniforme, inmóviles en el suelo. ¿Cuántos eran en total? En la larga limusina, había sitio de sobra para seis.
Siguió acercándose a gatas. La calma era absoluta. ¿Estaban todos muertos? ¿Había algún superviviente, oculto, esperando sorprenderla?
Salvó los últimos metros y se quedó arrimada al coche.
Las puertas estaban abiertas, y el interior parecía lleno de cadáveres. Flick se asomó a la parte delantera y vio a Michel. Se agarró a la puerta y ahogó un sollozo. Había sido un mal marido, pero lo había querido, y ahora estaba muerto, con tres agujeros de bala en su camisa de cambrayón azul. Supuso que había sido él quien había hecho sonar el claxon. Si estaba en lo cierto, Michel había muerto por salvarle la vida. Pero ahora no era el momento de pensar en eso; lo rumiaría más tarde, si vivía lo suficiente.
Junto a Michel, había un hombre al que no había visto nunca, con un orificio de bala en la garganta. Llevaba uniforme de teniente. En la parte de atrás había más cadáveres. Flick miró por la puerta posterior. Uno de los cuerpos pertenecía a una mujer. Flick se inclinó hacia el interior del coche y ahogó un grito: era Gilberte, y la miraba fijamente. Un momento después, vio el orificio en su frente y comprendió que Gilberte estaba muerta y que sus ojos miraban al vacío.
Flick se inclinó sobre Gilberte para ver el cuarto cadáver. De pronto, el cuerpo se alzó del suelo y, antes de que pudiera gritar, la agarró del pelo y le clavó el cañón de una pistola bajo la mandíbula. Era Dieter Franck.
─Suelte el arma ─le dijo en francés.
Flick tenía la metralleta en la mano derecha, pero apuntando a lo alto. Franck le volaría la cabeza antes de que pudiera encañonarlo. No tenía elección: dejó caer el arma. El seguro estaba quitado, y Flick casi deseó que el golpe la disparara. Pero la metralleta aterrizó en el suelo sin producir más efecto que un ruido sordo.
─Atrás ─le ordenó Franck.
Flick retrocedió lentamente y el mayor salió del coche sin dejar de apuntarle a la garganta.
─Es usted muy poquita cosa ─dijo Franck enderezando el cuerpo─, pero ha hecho mucho daño. ─Flick vio sangre en la manga de su chaqueta y supuso que lo había herido con la metralleta Sten─. No sólo a mí ─siguió diciendo el mayor─. La central telefónica era tan importante como usted suponía.
Flick recuperó el habla.
─Estupendo ─dijo.
─No se alegre tanto. Ahora va a ayudarme a desarticular la Resistencia.
Flick deseó no haber insistido tanto en que Paul y Ruby se quedaran junto a la furgoneta. Ahora no había ninguna probabilidad de que acudieran en su ayuda.
Dieter apartó la pistola de su garganta y le apuntó al hombro.
─No quiero matarla, pero pegarle un tiro será un placer. Por supuesto, la necesito en condiciones de hablar. Porque va a darme todos los nombres y direcciones que lleva en la cabeza.─ Flick pensó en la píldora letal oculta en el capuchón de su estilográfica. ¿Tendría oportunidad de utilizarla?─. Es una lástima que haya destruido la cámara de torturas del palacio ─ siguió diciendo Franck─.Tendré que llevarla a París. Hay lo mismo que en Sainte-Cécile. ─Flick recordó horrorizada la mesa de operaciones y el aparato de electroshocks─. Me pregunto qué conseguirá doblegarla. Por supuesto, el dolor hace hablar a todo el mundo tarde o temprano. Pero tengo la impresión de que usted podría soportarlo durante un tiempo excesivamente largo. ─Franck levantó el brazo izquierdo. La herida le provocó un espasmo de dolor, pero el mayor lo soportó con una mueca y le tocó el rostro─. Dejar de ser guapa, quizá. Imagínese este rostro tan atractivo, desfigurado: la nariz rota, los labios destrozados, un ojo de menos, las orejas cortadas... ─Flick sintió náuseas, pero mantuvo una expresión pétrea─. ¿No? ─La mano de Franck se deslizó hacia su cuello y le rozó un pecho─. Entonces, la vejación sexual. Estar desnuda delante de un montón de gente, tener que soportar los tocamientos de un grupo de borrachos, verse forzada a realizar actos con animales...
─¿Y a quién de los dos envilecerían más esas bajezas? ─replicó Flick en tono desafiante─. ¿A mí, la víctima indefensa... o a usted, el auténtico culpable de obscenidad?
El mayor apartó la mano.
─Por último, hay torturas que acaban para siempre con la capacidad de una mujer para tener hijos. ─Flick pensó en Paul y se estremeció a su pesar─. Vaya ─dijo Franck satisfecho─. Creo que he dado con la clave para obtener lo que necesito. ─Flick comprendió que había cometido un error hablando con él. Acababa de darle una información que podía utilizar para vencer su resistencia─. Iremos directamente a París ─siguió diciendo Franck─. Estaremos allí al amanecer. Antes de mediodía me estará suplicando que deje de torturarla y le permita contarme todos los secretos que conoce. Mañana por la noche detendremos a todos los miembros de la Resistencia del norte de Francia. ─Flick empezaba a estar asustada. Franck no fanfarroneaba. Podía conseguirlo─. Creo que puede hacer el viaje en el maletero del coche ─dijo el mayor─. No es hermético, no se asfixiará. Pero meteré los cadáveres de su marido y de su rival para que le hagan compañía. Estoy seguro de que unas cuantas horas dando botes con un par de muertos la pondrán a tono para el interrogatorio.
Flick, horrorizada, no pudo evitar un estremecimiento.
Manteniendo el cañón de la pistola clavado en el hombro de Flick, el mayor Franck se metió la mano izquierda en el bolsillo. Movía el brazo con cautela: la herida le dolía, pero no lo incapacitaba.
─Extienda las manos ─dijo sacando unas esposas. Flick permaneció inmóvil─. Puedo esposarla o inutilizarle ambos brazos disparándole un tiro en cada hombro.
Flick no tenía más remedio que tenderle las manos.
Franck le esposó la muñeca izquierda. Flick le acercó la derecha. En ese instante, decidió hacer un intento desesperado.
Lanzó la mano izquierda hacia un lado, golpeó la pistola y la apartó de su hombro. Al mismo tiempo, utilizó la mano derecha para sacar la pequeña navaja de la vaina que llevaba oculta bajo la manga de la chaqueta.
Franck retrocedió, pero no lo bastante rápido.
Flick saltó hacia delante y le clavó la navaja en el ojo izquierdo. El mayor volvió la cabeza, pero con la navaja clavada. Flick se arrimó a él y la hundió a fondo. La herida empezó a manar sangre y humores. Franck soltó un grito desgarrador y apretó el gatillo, pero los disparos se perdieron en el aire.
El mayor retrocedió dando traspiés, pero Flick lo siguió empujando la navaja con el pulpejo de la mano. La hoja carecía de guarda, y Flick siguió presionando hasta hundirla por completo en la cabeza del hombre. Franck perdió el equilibrio y cayó de espaldas.
Flick se arrojó sobre él con las rodillas por delante. El mayor soltó el arma, se llevó ambas manos al ojo e intentó sacar la navaja. Flick cogió la pistola. Era una Walther P38. Se puso en pie, sujetó el arma con ambas manos y encañonó a Franck.
El mayor dejó de agitarse.
Flick oyó ruido de pasos. Paul llegó corriendo.
─¡Flick! ¿Estás bien?
Flick asintió sin dejar de encañonar a Franck.
─Creo que puedes dejar de apuntarle ─murmuró Paul.
Al cabo de un instante, le cogió las manos, le quitó el arma con suavidad y le puso el seguro.
En ese momento, apareció Ruby.
─¡Escuchad! ─gritó─. ¡Escuchad!
Flick oyó el zumbido de un Hudson.
─Hay que moverse ─dijo Paul.
Los tres echaron a correr hacia el campo para hacer señales al avión que los llevaría a casa.
Cruzaron el Canal de la Mancha con fuertes vientos y lluvia intermitente. Durante un momento de calma, el navegante se asomó al compartimento del pasaje.
─Creo que deberían echar un vistazo ─les dijo. Flick, Ruby y Paul dormitaban. El suelo era duro, pero estaban agotados. Flick estaba entre los brazos de Paul, y no le apetecía abandonarlos─. Más vale que se den prisa, antes de que vuelvan a cerrarse las nubes ─insistió el navegante─. No volverán a ver nada parecido aunque vivan cien años.
La curiosidad pudo más que el cansancio de Flick. Se levantó y se acercó a la pequeña ventana rectangular. Ruby la imitó. El piloto tuvo el detalle de inclinar el aparato.