Ámbar y Hierro (28 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

BOOK: Ámbar y Hierro
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—Iré contigo si me prometes no hacerles daño a mi amigo y a mi perra -dijo Rhys.

-Oh, sí, ya lo creo que vendrás conmigo.

El capitán plantó la manaza sobre el hombro del monje; los gruesos dedos se clavaron profunda y dolorosamente en los músculos del hombro de Rhys, a punto de paralizarle el brazo. El capitán empujó al humano para obligarlo a caminar y le propinó empellones y más pellizcos cuando le pareció que Rhys aflojaba el paso.

El capitán irguió la testa para asegurarse de que sus hombres estaban lo bastante lejos para no oírlo y entonces habló en voz baja.

—¿Podrías enseñarme a luchar así, con los pies? -Se frotó el diafragma y torció el gesto-. No es honroso pero sin duda pilla por sorpresa al adversario. Todavía noto ese golpe, humano.

Rhys intentó imaginarse a sí mismo enseñando el arte de la disciplina benévola a un minotauro, pero se dio por vencido. El capitán no aflojó los dedos en el brazo del monje y lo siguió conduciendo por la calle.

A corta distancia, calle abajo, llegaron al sitio donde Rhys había arrojado al suelo el bastón y se había despojado de la túnica.

El capitán se percató de que Rhys desviaba la vista hacia el bastón y se detuvo.

—Te vi tirar eso. ¿Por qué lo hiciste? —El práctico minotauro sacudió la cabeza-. El bastón parece bueno y sólido. La túnica es aprovechable y tiene el color de los ojos de nuestra diosa del mar. -Recogió la prenda y la alisó con aire reverente antes de echársela a Rhys.

-En el mar las noches son frías. Necesitarás ropa para conservar el calor. ¿Quieres el bastón?

Por lo que Rhys había oído, la esperanza de vida de los esclavos a bordo de un barco minotauro se calculaba en días. Si hubiese llevado el sagrado bastón, Beleño, Atta y él no se encontrarían en esos momentos en una situación tan peligrosa. Miró el bastón, lleno de remordimiento. Tomarlo ahora estaría mal, igual que un niño que patea a su padre en la espinilla y después corre lloriqueando junto a él cuando se mete en un lío. RJhys sacudió la cabeza.

—Entonces me lo quedaré yo —dijo el capitán—. Necesito algo con lo que limpiarme los dientes.

Riendo su propio chiste, el capitán se agachó para asir el cayado. Rhys metía los brazos por las mangas y tiraba de la prenda para sacar la cabeza por el escote cuando oyó un rugido. Alzó la cabeza y se encontró con el capitán que se chupaba los dedos a la par que asestaba una mirada furiosa al bastón.

En la madera crecían rosas y a la luz de la antorcha relucían espinas tan largas como el pulgar de un hombre.

-Cógelo tú -ordenó el capitán, que apretó los dientes sobre una espina clavada en la palma de la mano, la sacó de un tirón y la escupió en el suelo.

Rhys casi no veía el bastón por culpa de las lágrimas que lo cegaban. Esperando el pinchazo de las espinas en la carne, ya que merecía el castigo mucho más que el minotauro, cerró los dedos sobre el cayado, pero éste no lo hirió. La madera volvía a ser suave al tacto. El capitán dirigió una mirada recelosa al emmide.

—Ahora entiendo por qué lo tiraste. Eso está maldito por un dios. Suéltalo, déjalo para que otro necio lo encuentre.

-La maldición es mía. He de llevarlo -adujo Rhys.

-En mi barco no -bramó el minotauro, que escupió otra espina. Los ojos empezaban a brillarle-. O quizá deberíamos ver cómo blandes ese palo en un combate. Estamos solos ahora, los dos únicamente. Si me vences, te daré la libertad. —El capitán alargó la mano hacia la empuñadura de una espada enorme que llevaba metida por el fajín que le ceñía la amplia cintura—. ¡Vamos, monje, veamos cómo manejas ese bastón maldito por un dios!

-Tienes a mi amigo y a mi perra como rehenes -señaló Rhys-. Además, te di mi palabra de que iría contigo y lo haré.

Un hormigueo estremeció el hocico del capitán, que se lo rascó sin quitarle la vista a Rhys.

-Así que tu palabra tiene valor, ¿verdad, monje?

-Lo tiene -repuso Rhys.

-¿Qué dios te echó esa maldición?

-Majere.

-Puf. Un dios severo, ése. No es uno al que convenga contrariar. ¿Por qué lo encolerizaste?

-Traicioné a alguien que había puesto su fe y su confianza en mí —contestó serenamente Rhys—. Alguien que era bueno conmigo.

Los minotauros tenían fama de ser unos asesinos salvajes y brutales. Su dios, Sargonnas, era un dios cruel, concentrado en la conquista. Sin embargo, la raza de los minotauros sabía lo que era el honor, o eso había oído decir Rhys. El capitán se frotó de nuevo el hocico.

-Entonces te mereces la maldición.

-Sí. El bastón es un recordatorio constante.

-¿•No nos causará daño a mí ni a mi tripulación?

-No a menos que intentéis tocarlo.

-Nadie lo hará -aseguró el capitán, que lanzó una mirada torva al bastón. Se arrancó otra espina y después, alzando la cabeza, olisqueó el aire.

—La marea está cambiando. -Asintió con satisfacción y escupió la espina-. Date prisa, monje.

Rhys caminó al lado del minotauro, aunque tuvo que dar dos pasos por cada uno del hombre bestia para no quedarse atrás.

El barco minotauro estaba anclado a bastante distancia de la costa, en mar abierto. Un bote manejado por fornidos tripulantes minotauros los esperaba para llevarlos hasta la embarcación. Otro bote en el que iban Beleño y Atta ya había partido y se deslizaba sobre el agua.

Rhys se sentó al otro lado del capitán, que manejaba la caña del timón. El bote avanzaba a brincos sobre las olas y Rhys estuvo mirando la costa y sus brillantes luces hasta que se perdieron de vista. No maldecía su suerte; se la había buscado él mismo. De una u otra forma, esperaba encontrar el modo de negociar por la vida del kender y de Atta. No era justo que sufrieran por él.

El barco minotauro, cuya silueta se recortaba contra el mar iluminado por las estrellas, era precioso. Con tres mástiles, ostentaba una proa tallada en forma de cabeza de dragón. Los remos de una única hilera se hallaban fuera del agua, levantados. El monje observaba cómo la tripulación bogaba el bote de desembarco y vio marcárseles los músculos en las anchas espaldas. Esclavos a bordo del barco minotauro manejaban los remos y Rhys se preguntó cuánto tiempo sería capaz de aguantar en su lugar, encadenado al banco y moviendo el remo siguiendo el ritmo marcado por el tambor.

Rhys era fuerte; o lo había sido antes de que aquel viaje desgarrador le pasara factura. Mala comida, falta de alimentos, patear los caminos y sentarse en tabernas se habían cobrado un precio tanto en el cuerpo como en el espíritu.

Como para demostrar que estaba en lo cierto, la debilidad lo venció. Se le dobló la cabeza sobre el pecho y de lo siguiente que tuvo conciencia fue de los golpes y zarandeos con los que un tripulante trataba de hacerlo volver en sí a la par que señalaba una escala de cuerda que colgaba por un costado de la embarcación.

El pequeño bote se mecía arriba y abajo, atrás y adelante. La escala también se balanceaba, sólo que el bote y la escala no lo hacían en consonancia. A veces estaban próximos y otras veces se abría un gran abismo entre el bote y el barco, un abismo lleno con agua de mar negra como tinta.

El capitán ya había subido a bordo ascendiendo por la escala con fácil desenvoltura. Los tripulantes minotauros miraban ferozmente a Rhys sin dejar de señalar la escala de forma tajante. Uno de ellos le indicó mediante gestos que si Rhys no saltaba por sí mismo entonces lo lanzaría él.

—No puedo saltar con el bastón —dijo Rhys, que alzó el cayado con la esperanza de que entendiera el gesto si no entendía las palabras.

El minotauro se encogió de hombros e hizo un gesto de arrojar algo. Rhys tuvo la impresión de que lo que el minotauro quería decir era que tirara el bastón al mar, y el monje consideró más que probable que los dos fueran a parar allí al final. Miró el barandal de la nave, que parecía estar muy, muy por encima de él, y luego, sosteniendo el cayado como una lanza, apunto y lo lanzó.

El bastón trazó un grácil arco por encima del barandal y cayó en cubierta. Ahora le tocaba a él.

Se puso de pie en el banco e intentó acompasar el salto con el brusco balanceo del bote. La escala de cuerda se mecía cerca de él y Rhys se lanzó hacia ella, desesperado. La asió con una mano, aunque falló con la otra, y braceó para asirse a algo. Faltó poco para que se le soltara la mano y se zambullera en el mar, pero el minotauro lo impulsó desde abajo y Rhys consiguió trepar por la escala. Otros dos minotauros lo asieron cuando llegó al barandal, lo auparon sobre la borda y lo tiraron a la cubierta.

Todo parecía un caos a bordo, con el capitán bramando órdenes y los marineros corriendo por doquier en respuesta, desplazándose por la cubierta o trepando por las jarcias. Se largaron las velas y se izó el ancla a bordo. Rhys estorbaba a todo el mundo y recibía empellones, empujones, tropezones y maldiciones. Finalmente, un minotauro, siguiendo la orden del capitán, se lo cargó al hombro y lo llevó donde estaban trincadas las cajas que contenían la carga.

El minotauro gruñó algo que Rhys no entendió, aunque dedujo por los golpes secos que le propinó con un dedo que le decía que no se moviera de allí y dejara de estorbar.

Aferrado fuertemente al bastón, Rhys contempló el frenético aunque organizado ajetreo con no poco aturdimiento hasta que una voz familiar lo sacó de su estupor.

-¡Ahí estás! Me preguntaba dónde te habías metido. -¿Beleño? —llamó mientras miraba en derredor sin ver a nadie. -Aquí abajo -contestó el kender.

Rhys bajó la vista y localizó a su amigo encerrado dentro de una jaula de madera. Atta, cabizbaja, se hallaba metida en otra jaula. Rhys se acuclilló, metió con dificultad la mano por un hueco entre las tablillas y se las ingenió para acariciar a la perra en el hocico.

-Lo siento, Beleño—se disculpó tristemente-. Intentaré sacarnos de este lío.

-No va a ser nada fácil -repuso el kender, taciturno, fija la mirada en Rhys desde detrás de las tablillas.

Al kender y a Atta los habían puesto junto con el ganado vivo. Al lado del kender había una jaula que contenía un verraco que dormitaba.

-Aquí hay algo que apesta, Rhys, y no me refiero al olor. ¿A. ti no te parece raro?

-Sí -admitió el monje, torvo-. Claro que no sé apenas nada sobre los minotauros.

-No me refiero a eso. Para empezar -explicó Beleño-, ¿ves más prisioneros? ¿Qué clase de leva sale para volver sólo con dos personas, una de ellas un kender? Aunque yo sea un kender con cuernos —agregó con bastante orgullo.

»En segundo lugar, la presencia de un barco pirata minotauro anclado cerca de una ciudad como Nuevo Puerto debería haber hecho que la gente pusiera el grito en el cielo, las campanas tocaran la alarma, las mujeres chillaran, los soldados se aprestaran a la lucha y las catapultas arrojaran piedras. En cambio, los minotauros recorrían las calles como si estuvieran en su casa.

—Tienes razón -convino Rhys, pensativo.

—Es como si nadie los viera salvo nosotros -dijo el kender en un susurro.

Se sentó en cuclillas dentro de la jaula y miró fijamente a su amigo.

El barco se había puesto en movimiento y navegaba por el océano, impulsado por una brisa refrescante. A favor del viento, la nave surcaba el agua y las negras olas se rizaban a los costados. La espuma salpicó el rostro de Rhys.

Como los empujaba un fuerte viento, retiraron los remos y los tambores enmudecieron.

La velocidad del barco aumentó, henchidas las velas por la tensión del empuje del viento, que sopló más y más fuerte, tanto que amenazó con tumbar a Rhys, y el monje tuvo que asirse a la batayola para mantenerse de pie. La cubierta cabeceaba, a punto de hundirse bajo las olas en cierto momento, y al siguiente las remontaba y se alzaba sobre las crestas. El agua salada barría la cubierta.

Convencido
de que se hundirían sin remedio, Rhys se volvió hacia los
minotauros
para ver su reacción ante aquella pavorosa travesía.

El capitán se encontraba al timón, hinchado el pecho como las velas. Encarado al viento, lo inhalaba para llenar los pulmones con gratitud. La tripulación, como él, estaba animosa y absorbía el salvaje viento.

Se formó una ola inmensa debajo del barco, que remontó la cresta ascendiendo más y más hasta quedar suspendido en el aire.

La ola rompió con un ensordecedor estruendo por debajo de la quilla, y el barco minotauro abandonó el mar para navegar por las olas de la noche.

Atta aulló aterrorizada, mientras Beleño aporreaba las tablillas de su jaula.

-¡Rhys! ¿Qué pasa? ¡No veo nada! ¡No, espera! Si es algo horrible, no me lo digas, no quiero saberlo.

Beleño esperó una respuesta, pero Rhys permaneció callado.

—Es horrible, ¿verdad? —continuó el kender en tono lastimero, y se dejó caer pesadamente en el suelo de la jaula de madera.

Rhys se aferraba a la batayola con los dedos crispados. El aire batía salvajemente a su alrededor, el océano se hundía más y más, el agua hervía y espumajeaba debajo del barco. Jirones de nubes ondeaban como velas desgarradas en los mástiles.

—Te lo dije, Rhys -gritó Beleño-. ¡No se puede dar la espalda a un dios!

El monje deslizó la mano por el bastón. Conocía cada nudo y cada espiral, cada imperfección. Notaba las vetas de la madera, las bandas que señalaban los años del árbol y relataban la historia de su crecimiento, los veranos que eran cálidos y secos, las suaves lluvias de primavera, los gloriosos y atrevidos colores del otoño, y el silencio y la espera del invierno. Podía sentir dentro del bastón el aliento del dios y no sólo porque ese cayado lo hubiese bendecido el dios. El aliento divino se hallaba presente en todas las cosas vivas.

El aliento divino era la esperanza.

Rhys había perdido la esperanza o, más bien, la había desechado. Sin embargo, seguía viniendo a él, obstinada, persistente.

Siguió sujeto firmemente sobre la cubierta tambaleante, azotado por el viento de una negra y maligna noche, mientras el fantasmal barco lo conducía a un destino ignoto. Apoyó la frente en el bastón, cerró los ojos y miró dentro de sí.

El kender era sabio como a menudo lo son los kenders, al modo de quienes poseen la sabiduría para comprender. No se podía dar la espalda a un dios.

Libro IV

La Torre del Mar Sangriento

1

Chemosh se encontraba en las murallas de su castillo fortificado y contemplaba la parodia que estaba teniendo lugar en un trozo de terreno chamuscado que había delante de él. El Señor de la Muerte tenía la hermosa frente arrugada y los brazos cruzados sobre el pecho. De vez en cuando se sentía tan frustrado que tenía que dejar de mirar y ponerse a pasear de un lado a otro del adarve. Después se paraba y volvía a mirar con la esperanza de que las cosas hubiesen cambiado para mejor. En cambio, parecían ir de mal en peor.

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